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Festival de Mérida, puntualizando

Obra de teatro en el Festival de Mérida

Antonio Vélez Sánchez, ex alcalde de Mérida

En junio de 1933 la escena emeritense recobró su vida, cabalgando sobre el impulso regeneracionista que alumbró tantas expectativas en aquella España de alpargatas: la Institución Libre de Enseñanza, las Misiones Pedagógicas, La Barraca. Sobre la estela que habían trazado Sanz del Río, Joaquín Costa, Bartolomé Cossío o Giner de los Ríos, con su apuesta por una educación integral, como garante de un futuro libre de caciques y opresiones, Fernando de los Ríos y su republicano Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes aceptó el envite de Margarita Xirgu, Unamuno y Rivas Cheriff, bajo los mármoles que había resucitado José Ramón Mélida con Manuel Azaña de singular testigo.

La dictadura, después, utilizó el recinto para propagar una imagen tolerante de mecenazgo cultural, buscando su aval ante la opinión internacional, tras firmar los acuerdos de las bases militares con los Estados Unidos. Era las noches en las que, por encima de los textos neutros de Pemán, las crónicas periodísticas contabilizaban los automóviles aparcados en las eras colindantes.

El éxito lo aseguraban Tamayo, los cientos de figurantes emeritenses, los “pecholatas”, y el entregado público que colonizaba las ardientes piedras, para fisgonear a los actores de moda. Perviven en la memoria las gloriosas instantáneas de unos montajes que nacían para Mérida y en Mérida duermen para siempre. Con la chispa de Tamayo, aquel incansable gigante de la escena española, protagonista genial que habita, para la eternidad, entre los intersticios de sus queridas piedras, mecido por los ecos de los grandes formatos que ya no se prodigan por estas solemnes ruinas. Aun vuela, sobre esta cazuela de Talía, suspendida, mágica, desgarradora y sutil, al mismo tiempo, la estela de Nuria Espert. Como la ronca fonética de Rabal, la furia de Calígula/Rodero contra su espejo. O la recurrente presencia de Manuel Gallardo, a la espera, sin prisas, de sus cenizas.

Llegaron tiempos democráticos y él “marco incomparable” siguió incandescente, porque obligado resulta pregonar que la escena de Mérida no nació en estos últimos y privatizados años, entre tanta comedia de salón, a lo Noel Coward, versión greco/romana, para la coyuntura, famoseo efectista y gacetillero de por medio. El gran Festival ya estaba aquí, frente a los aplausos enfervorizados, entre lágrimas de emoción y sonrisas de triunfo, abarrotadas las gradas, tanto que el Ministerio de Cultura tuvo que protegerlas con poliéster.

Estuvo, con sus mejores galas, en aquella Paz de Aristófanes/Canseco, multitudinaria y política, desde el texto de Paco Nieva, recién vuelto de Nueva York, con su “teatro furioso ” a cuestas. Reventando el hemiciclo, “hasta los topes”, se aposentó la Lisístrata de Mediero/Corencia, irrepetible, milimetrada, apoteósica. Como el Golfus de Emerita, de Murillo/Alonso de Santos/Ballesteros/Villafaina, tan montaraz en la resistencia lusitana, como si de la aldea de Asterix se tratara.

Y también con la genial presencia de José Luis Gómez y Enrique Morente en aquel Edipo Rey que siempre justificará la razón de existir para estas solemnes piedras. Como el Golfus de Mario Gas/Gurruchaga, recreando en Mérida la Roma musical de la famosa película Richard Lester. Sin el menor fallo. Igual que el texto de Terenci Moix/Oscar Wilde, para una Nuria Espert/Salomé, incitante y sensual, en el claroscuro de aquella piscina. O los montajes arrebatados de Salvador Távora, tanto como la sencillez magistral de Julia Trujillo en la Medea del ochenta y tres.

Mérida fue siempre mucho Mérida, no se ha inventado ahora. Aquí reapareció para la operística mundial expectante, tras su trasplante de medula, José Carreras como Jasón, contrapunto de una Medea/Caballé. Y Rostropovich, dirigiendo la orquesta de un Romeo/Julieta de Prokófiev, cuando cedieron las tablas y Monserrat se precipitó al foso del Anfiteatro.

Con la misma y rotunda intencionalidad cultural con la que Pepe Monleón encajó el Festival, a lo grande, en un Mediterráneo emocional, junto a los otros recintos de la antigüedad, en el útero de aquel gran Imperio agrícola que fuera Roma. O que sustentó, con razones intelectuales indiscutibles, una sede de la Universidad de verano Menéndez y Pelayo.

Mérida, en su máximo esplendor, algo recurrente desde la cazuela de su “marco incomparable”. Tanto que algunos bajaron la guardia, creyendo que apenas había que hacer algo más que recoger los beneficios de la taquilla que es la que ha mantenido, en gran medida, este acontecimiento en las últimas décadas.

Y ocurrió que la programación de 2011, bajo la dirección de una gran dama del teatro como es Blanca Portillo, nombrada solo unos meses antes, no fue taquillera. Algunos patrocinadores se apartaron, el déficit se aireó intencionadamente y las cuentas fueron criminalizadas por el nuevo gobierno conservador. La solución fue la de siempre, la más simple, la que evita tener que pensar. Así es que privatizaron el Festival. Y al empresario le vino como anillo a su dedo. Montando piezas intrascendentes, sencillas, pero exitosas, al margen de cualquier planteamiento enriquecedor del bagaje cultural de una sociedad.

De ese modo todo va bien, nos reímos, vemos a los actores de moda y punto. Como lo que hacía Alfonso Paso en aquella época oscura, para consumo de una parte de la sociedad, tan satisfecha ella. Algo así se viene haciendo aquí de unos años acá: montajes de cinco días, sencillos, con un riesgo mínimo que amortigua, si es necesario, algún fracaso. Así Mérida paga la producción para los espectáculos que, luego, van a las salas del empresario. Algo así como el monopolio del teatro español, la tentación totalitaria de la escena nacional, con el soporte de un recinto que no hay que climatizar y que puede sentar a tres mil espectadores.

Un regalo para quien lo explote, teniendo Madrid a dos horas y media por autovía, vacaciones de verano, ciudadanos de un lado para otro, todo el turismo, escapadas cortas, con la seguridad para un festival que es un icono y que apenas tuvo problemas, salvo el que le tocó a Blanca Portillo y que terminó combinando intereses: los de quienes querían sacar rédito político, con un festival sin grandes montajes, exento de déficit y sin costo excesivo e inventando premio teatral, con nomenclatura de certamen de maquinaria agrícola.

En resumen, propaganda electoralista pura y dura, alimentando el histrionismo del poder. De otro lado, el interés empresarial, puro y duro, utilizando Mérida como el complemento imprescindible para un juego global de ganancia, por encima de otras consideraciones, más sociales y culturales, como las de crear argollas de identidad para los extremeños, especialmente los del mundo rural, los jóvenes, los jubilados, los emigrantes, con entradas asequibles. Prevalecieron, no obstante, los intereses sectarios de una derecha insensible, socialmente inculta, cubiertos por una vocación empresarial empeñada en alcanzar el monopolio de la escena española. Claro que esto ha tenido el gran problema de alejar a este viejo Festival de los circuitos europeos, en los que estuvo y en los que ya no pinta nada, a pesar de ser Mérida uno de los más notorios recintos teatrales del continente, dos mil años detrás, una tarjeta de visita con rango internacional y con la que se podría llegar muy lejos.

Monleón abrió el camino. No obstante han primado, en los últimos años, otras visiones más cortas, más interesadas, más domesticas.

Así es que, en esta encrucijada, solo caben dos líneas maestras para el Festival de Mérida: una la marca su intención original. Es la de la Institución Libre de Enseñanza, las del ideario educativo propio de un progresismo culto, tolerante y comprometido con los valores de la inteligencia y el humanismo. Todo ello, sintetizado en la reflexión analítica y emancipadora del ejercicio intelectual. Su objetivo, una sociedad con vocación de equilibrio universal, como recogían los postulados krausistas. El Teatro Romano seguiría llenándose, al tiempo de cumplir una función social. La otra opción es fiar todo a la ganancia, ese simplismo que ahora parece estar en revisión o, tal vez, quién sabe, en almoneda.

Muchos defendemos la primera, por sostenible y aliada del pensamiento creativo, compartido, libre.

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