Pan con jamón, jamón con pan
Bocadillo de jamón, sí, pero... ¿de qué jamón? Porque, por entonces, les puedo asegurar que nadie hablaba de “jamón ibérico”. El jamón considerado mejor de todos se conocía como “jamón serrano”. Y para hacer bocadillos se cortaba a máquina (de manivela), de piezas previamente deshuesadas.
¿Estaba bueno? ¡Claro que estaba bueno! Naturalmente, un bocadillo de jamón no era más que pan con jamón. Obsérvese que aquí falla el axioma matemático de que el orden de los factores no altera el producto, porque una cosa es pan con jamón y otra jamón con pan.
En el siglo XIX, los jamones españoles más apreciados, incluso en París, eran los de Trevélez (Granada). A finales de ese siglo, Ángel Muro escribía en su “Diccionario de Cocina”: “Los jamones de Westfalia, los de Bayona y los de Maguncia son sin duda los que gozan de mayor nombradía en el mundo, sin que sean por eso mejores que los nuestros del elevadísimo Trevélez (Granada); los de Cáceres y Montánchez; los de la casta española de Galicia; los de Asturias y otras provincias...”.
Aquí sorprende que no aparezcan por ningún sitio jamones tan notables como el de York o el de Parma. Pero ya aparece una mención a los jamones extremeños, aunque aún no se les llame “ibéricos”. De todos modos, el primer jamón amparado por una Denominación de Origen fue uno 'blanco': el de Teruel, en 1983; un año después la obtendría el ibérico de Guijuelo.
Volvamos al pan con jamón y al jamón con pan. Si yo dispongo de un jamón ibérico (Guijuelo, Huelva, Dehesa de Extremadura o Los Pedroches), lo más probable es que lo corte (o haga cortar, que es más seguro para el jamón) en virutas o “tapitas”, a cuchillo. Un jamón de esos, así, no merece, en mi opinión, acabar entre dos mitades de un panecillo. Es, creo, hacerlo de menos.
Aquí soy partidario del “jamón con pan”. Un plato de jamón, acompañado de un poco de pan. ¿Qué pan? Ah, eso ya... A mucha gente le gustan los clásicos “picos”. Yo prefiero un pan-pan. Tal cual. Sin tostar. Sin adornos que distraigan la atención.
Está de moda usar una rebanada, o las que sean menester, de pa amb tomaquet (no escriban ustedes nunca “pan tumaca”) como soporte del jamón. No soy partidario. El pa amb tomaquet es una delicia por sí mismo, pero no le hace ningún favor al jamón. Mucho menos si está untado, además de con tomate, con ajo.
Un jamón serrano, en cambio, me encanta en bocadillo; quizá sean los recuerdos de mi infancia y juventud. Aquellos jamones que aromatizaban la charcutería antes citada eran un espectáculo para la vista y para el olfato. Si el bocadillo se hacía con pan gallego, de los llamados “de bolla”, en forma de rosca, la cosa era deliciosa.
El aprecio por los jamones artesanos gallegos, de cerdo blanco criado “en casa” y que en vez de bellotas comía castañas, se esfumó cuando al diablo, que no tenía al parecer cosa mejor que hacer, se le ocurrió inspirar al personal la nefasta idea, por fortuna ya abandonada, de alimentar a sus cerdos con piensos hechos de harina de pescado: lamentable. Miren que me gusta un bocadillo de jamón, y no vean lo que disfruto con un bocadillo de sardinas, pero cada uno por su lado; un jamón con sabor a sardinas, ni hablar.
Así que, en mi personalísima opinión, que no pretendo imponer a nadie, hay jamones para una cosa y jamones para otra. Cerdo ibérico o cerdo blanco. A mano o a máquina; por cierto, en San Sebastián, donde se comen toneladas de jamón, lo habitual es cortarlos a máquina. Dicen los partidarios del corte mecánico que así se distinguen varios sabores en cada loncha. Puede ser. Ya digo que la loncha, y de un jamón no demasiado curado, me parece estupenda para el bocadillo y la tapita para el disfrute en ración sin intermediarios. Insisto: son gustos personales.