El peso del saber
Tal cual Sísifo castigado por los Jueces de los Muertos a su imposible tarea de subir una pesada roca hasta la cima de una montaña, un escolar de 8 años, que tiene un peso medio de 24 kg, afronta por lo general cada una de sus jornadas lectivas acarreando una pesada mochila de 7 kg, hectogramo más o hectogramo menos, donde guarda el peso del saber cotidiano, el aprendizaje por kilos que, mañana tras mañana, arrastra o empuja gracias a las ruedecillas de lo que comúnmente, tirando del anglicismo, conocemos como trolley, sorteando obstáculos hasta la entrada en el templo de la sabiduría, donde le espera una prueba aún -si cabe- más ardua: la de subir las escaleras hasta su aula en la primera planta, trabajo heroico para el que, en ocasiones, carga su mole estudiantil sobre la espalda, entrelazados los tirantes de la mochila sobre los hombros, doblado el espinazo, cuando no es ayudado por algunos de sus compañeros más robustos, quienes están al quite de los que no pueden, de los que no llegan, de los que se quedan varados a medio camino, y acuden entonces prestos a arrimar el hombro en el último tramo de la escalada, los fuertes ayudando a los débiles, encomiable ejemplo de solidaridad, camaradería y compañerismo infantil en adversas circunstancias provocadas por lo que podríamos llamar el difícil y trabajoso acceso al conocimiento.
Libros, libretas, cuadernos, estuches, diccionarios, agenda, libros de lectura, neceser con útiles de aseo para educación física, flauta, botellita de agua y merienda completan la carga diaria, el avío del estudio en un predio, el escolar, que se vanagloria de hacer el saber liviano, y que gasta fortunas en la compra de los que llama “dispositivos” tecnológicos, pantallas táctiles, ordenadores, pizarras digitales, impresoras, etc., un batiburrillo de cacharros, titirimundi del siglo XXI, que pretenden embobar a los muchachos con la engañifa de que el conocimiento se obtiene gracias al uso exclusivo de tales ingenios, confundiendo los medios con los fines, el magnesio con la gimnasia, y que -a pesar de tanto aparataje- de poco sirve, porque finalmente se vuelve siempre al libro, que ocupa su lugar –y de sobra- en el zurrón de cada mañana.
Y mientras nos peleamos con motivo de un currículo de este o de aquel tipo, de este o de aquel partido, nuestros hijos se joden la espalda, a pesar de que haya estudios (haberlos haylos, pero yo sólo encontré uno) que dicen que eso no es así. Pero lo cierto es que hay otros (y de estos encontré muchos) que insisten en que el riesgo de fastidiar vértebras lumbares y columnas está ahí, como señalan algunas investigaciones de la Asociación Española de Pediatría o de la Fundación Kovacs en su investigación médica sobre dolencias de cuello y espalda, fáciles de encontrar en Internet, cuyas recomendaciones apuntan a que el peso de la mochila no supere el 10% o 15% del peso de la persona que la transporta, lo que supone que un niño o niña de 8 años, que pesa 24 kg, no debería llevar un peso superior a los 3. Otros países, más preocupados por las lesiones de espalda de sus escolares, como Italia, crearon en su momento comisiones científicas en el Ministerio de Educación para estudiar el asunto y elevaron proyectos de ley al Congreso donde se determinaba el peso máximo que podía portar un o una estudiante.
La evidencia diaria cae por su propio peso. La insuficiente o mala adaptación de las aulas escolares (que no disponen de taquillas individuales o armarios), el lucro de las editoriales de libros de texto (que editan dos o más libros de una misma materia para un mismo curso), la absurda obligación de hacer deberes escolares (que obliga a llevar y traer todos los días los libros), la excesiva compartimentación de la enseñanza (uno ha perdido ya la cuenta de cuántas materias hay, entre optativas y obligatorias), la excesiva dependencia del profesorado del manual escolar (sin el que algunos o algunas no serían nada), hacen de la mochila y de la enseñanza, entre otras cosas más que aquí no caben, un saco sin fondo donde lo que menos importa es, al fin y al cabo, el peso de los contenidos.
Hubo un tiempo en que íbamos a la escuela ligeros de equipaje, como los hijos de la mar y con una sencilla cartera de mano, en la que apenas llevábamos una libreta que servía para todo, incluso para dibujar sueños de colores o escribir poemas de amor, si acaso un libro y un estuche con lápices y rotuladores de capuchón blanco. Tanto la ida como la vuelta al colegio se nos hacían ligeras, con carreras y juegos por las calles en divertida compaña. Pasados los años nuestro lugar en el mundo acredita que, al fin y al cabo, aprendimos lo mismo que ahora aprenden nuestros hijos e hijas, a quienes miramos día tras día en su ascenso hasta la cima de la montaña, pequeños sísifos condenados, sin que podamos dejar de sentir inquietud ante lo pesado de su esforzada tarea.