La política es un mal necesario
Existe un porcentaje de políticos con unos principios morales y éticos muy flexibles, inestables y variables. Otros, sin embargo, estimo que una buena parte, son honrados y tienen verdadera intención de satisfacer las necesidades de los ciudadanos (otra cosa es que lo consigan), pero quedan eclipsados por aquellos políticos petardos y políticas petardas, que los partidos mantienen en su filas –en muchas ocasiones en puestos relevantes– por aquello de cumplir con las cuotas que imponen las diferentes familias políticas que forman parte de las organizaciones.
De todo hay en las distintas comunidades autónomas de nuestro país. Cuando pillan a políticos granujas en alguna mentira, contradicción, disparate o trola ni se inmutan, ni se avergüenzan, ni sienten remordimientos que los perturben por las barrabasadas que algunos de ellos perpetran. Los otros, los buenos, los eclipsados, los dignos, los honestos, los cumplidores, los que realmente dan la cara sufren la ineptitud y la vileza de los primeros, porque el desprestigio que los malos insuflan a la política también mancha a los buenos. Al final, toda la clase política queda en entredicho por culpa de unos pocos.
A muchos políticos para ejercer como tal no se les exige de una especial instrucción, ni, por lo menos, de una demostrada sensatez. Quizá por eso, el insulto, la injuria o la mofa se han convertido en santo y seña de muchos políticos que, ante la falta de argumentos para defender lo indefendible, utilizan la mentira y el insulto; sin embargo lo que consiguen, considero, es presentarse como individuos faltos de recursos dialécticos juiciosos que persiguen la crispación como único objetivo para atraer a un electorado “trumprista”.
Con todo, hay que reconocer que la política es una actividad imprescindible. Es, podríamos decir, un mal necesario. Es una labor necesaria para que no cunda el caos, para que la sociedad pueda disponer de un gobierno democrático, que es el ideal occidental, que organice los múltiples resortes que la sostienen. Y es un mal, no porque en sí mismo lo sea, sino porque quien la ejerce, en muchas ocasiones, lo hace de espaldas al ciudadano, convirtiéndolo en un mero figurante sujeto al ninguneo permanente en vez de ser el centro de interés de la actividad política.
Yo votar, voto; al menos, hasta el momento. Considero el voto un derecho y también, de alguna manera, una obligación moral; porque con mi voto, veto o, al menos, lo intento a aquellos que quieren cercenar las libertades individuales. Sin embargo, no deja de ser sorprendente que haya no pocas personas que deciden otorgarle su apoyo a aquellos que proponen un empeoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos (“El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”, Simone de Beauvoir). Me refiero a determinados posicionamientos ideológicos anejos que pretenden imponer sus criterios morales medievales a todos los ciudadanos, impidiéndoles la libertad de la que todo ser humano debe ser soberano.
Si nos centramos, brevemente, en el periodo democrático tras la dañina dictadura franquista que arrasó España durante 40 negros años y cuyas secuelas aún perduran, tenemos ejemplos de cómo hay quien se empeña en impedir que la sociedad avance, no solo hacia la igualdad, sino también en la consecución de un modelo de país que proteja las libertades. Un país que se sacuda el miedo, que no sea indiferente ante las injusticias sociales, que se niegue a amparar a aquellos que se alimentan de la nostalgia de los tiempos oscuros y que pretenden traerlos al presente como si de un siniestro reflujo se tratase, de una enfermedad contagiosa por ignorancia.
Parecía imposible que se aprobara (1981) la ley del divorcio, después de tanto tiempo entre las tinieblas, pero afortunadamente salió adelante. También fue un hito la ley de aborto. Los que se oponían a ambas leyes, terminaron haciendo uso de ellas. Quien mira el presente con 40 años de retraso cae fácilmente en su propia trampa ideológica.
Hoy día otras leyes vuelven a ser objeto de discusión política: la ley de igualdad de género, la ley de eutanasia… Se vuelve a repetir la historia y la sociedad volverá a dar una lección a los que se oponen a estos nuevos avances sociales y terminarán, como antaño, haciendo uso de ellos.
Si durante una pandemia y, ahora, una guerra en Ucrania se ha creado empleo, se han subidos las pensiones conforme al IPC, se ha aumentado a 1080 euros el SMI, se ha protegido a trabajadores y empresas con los ERTE…, si todo eso se ha hecho en circunstancias tan adversas, quiere decir que la política funciona (aunque sea profundamente imperfecta), y, precisamente, por eso, habría que excluir de la misma, con el voto, a aquellos que llegan a ella no por vocación de servicio público, sino con otras intenciones que no tienen nada que ver ni con el “servicio” ni con “lo público”.
*Alfredo Aranda Platero, maestro de Primaria.
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