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Perica

Perica

Tomás Martín Tamayo

La trajeron desde Chechenia, junto a seis hermanos, todos chihuahuas toys, todos enfermos. Los vi al pasar por el escaparate, tiritando, tristes, amontonados, dándose calor unos a otros y, como había hecho otras veces, entré movido por la solidaridad y conmiseración hacia todos los animales en general y hacia los perros de forma especial. Es un componente genético que ya venía en la leche que mamé de mi madre. Sabía entonces, pero no como ahora, lo que era perder un perro y no entré para comprar, solo para mirar y, como me conocían en la tienda, para abrir la puerta de la jaula y acariciarlos, prestándoles algo de calor y afecto. Los perros lo detectan todo y conocen la mano que los acaricia. Me dijeron que se trataba de una camada de siete cachorrillos que habían recibido la noche anterior, siguiendo un tortuoso camino de seis días, desde Grozni hasta llegar a Madrid, donde fueron a recogerlos. Estaban en una situación tan precaria que en principio se negaron a aceptarlos, pero el transportista amenazó con sacarlos de la jaula y dejarlos en una explanada para que se murieran de frío y, aún sabiendo que eran cachorrillos enfermos y que iban a perder el dinero, se los trajeron. Yo tuve la inmensa suerte de pasar por allí a las pocas horas de que llegaran a Badajoz.

Seis de los chihuahuas, todos machos, formaban una inquieta pelotita de pelo en el fondo de la jaula, subiéndose unos encima de otros, buscando el calor de un tubo de neón que colgaba del techo. La que después sería mi Perica, no participaba en la disputa, era la única hembra, la más pequeña e indefensa y estaba apartada, tendida, temblando cerca de la puerta. En su guía certificaban la habitual mentira de que tenían tres meses, pero posiblemente no llegarían ni a los 40 días. La saqué, me la puse a la altura del cuello y sentí su corazón acelerado, su nerviosismo y sus lametazos de agradecimiento. Hizo en mis manos una defecación maloliente y me explicaron que todos venían con diarreas y posiblemente deshidratados. Me limpié, abrí de nuevo la jaula y dejé a la perrilla en el mismo sitio, pero al cerrar la puerta lloró y no pude soportarlo. Volví a sacarla, la apreté contra mi pecho, dentro del abrigo, pagué lo que quisieron cobrarme, muy poco para el tesoro que me entregaban, y salí de allí con aquellos trescientos gramos de escasa vida, que temblaba de frío y emoción. La compré convencido de que se iba a morir, pero decidido a que muriera caliente y en mis brazos.

Fuimos directamente a una veterinaria amiga, que la exploró con esmero de alfarero: traía parásitos, deshidratada, con diarrea, sangre en las heces, una incisión en el cuello, hipoglucemia, hipotermia y con poco más de un mes de edad. Durante casi tres horas estuvo atendiéndola encima de una manta eléctrica y bajo una lámpara de calor que le quemaba las manos. Al salir de allí la puse en el asiento del copiloto y se quedó tendida, quieta y temblando, pero cuando le pasaba la mano movía la cola agradecida, levantaba la cabeza y gemía. En mi casa, al verse en un espacio grande y sin rejas, se orinó de miedo y corrió a protegerse debajo de un sillón, que tuvimos que levantar para poder sacarla… Tenía ganas de vivir y vivió, sus seis hermanos murieron en dos días. Era un manojillo de nervios, por eso, por “perica loca”, le pusimos Perica. Horas después de llegar me seguía por toda la casa con su andar casino y tambaleante, cayéndose y levantándose. Era evidente que no había andado nunca y que nunca había salido de una jaula. La acosté al lado de mi cama y estuve arropándola y acariciándola toda la noche, casi velándola. Por la mañana yo me levanté agotado y Perica, hecha un pincel, había levantado la cola y con autoridad tomaba posesión de toda la casa... Hasta el lunes pasado, tres años después, esa perrilla ha sido un miembro destacado de mi familia más cercana, parte de nuestra alegría y un acicate para nuestra vida. Sé que es algo que solo entenderán lo que tengan o hayan tenido un perro.

Perica fue siempre una perrita fuerte -caminaba siete kilómetros diarios-, pero consciente de su fragilidad, huía de los peligros, le daban miedo los autobuses y el sonido de las sirenas. Sabia y de mirada profunda, lo entendía todo, no hacía falta señalarle nada, ni levantar la voz. Si había incomunicación era por mi parte, porque ella siempre entendía. Me miraba a los ojos, adivinaba mi estado anímico y se alegraba y se entristecía conmigo, permaneciendo a mi lado, quieta y expectante. Y cuando yo salía me esperaba en la puerta durante horas. Entendía incluso las conversaciones audiovisuales y si oía voces conocidas aullaba como un lobezno. Le daban miedo los perros y buscaba a los niños, a los que provocaba correteando alrededor de ellos. Le gustaban los piñones, las nueces, los arándanos, las judías verdes, el queso, las fresas, las sandías…, y era incapaz de hacer sus necesidades en casa. Cuando tenía ganas, me buscaba y me lo insinuaba suavemente, como pidiéndome perdón. Nunca nos causó una molestia, jamás mordió ni rimpió nada, aún quedándose sola durante horas.

La dejé sana y contenta en una residencia canina de Badajoz, “El hogar del perro”, -maldita decisión- y 72 horas después me la devolvieron enferma de muerte… Se nos ha muerto Perica, la amiga, la confidente, la compañera... Si hay un lugar para los perros buenos allí estará ella y si existen los ángeles yo ya sé como son, pero a nosotros nos ha dejado más solos, más desasistidos y con una pena muy honda por su ausencia. Algo tan fuerte que no mitiga ni su cálido recuerdo.

PD. A veces uno no puede aislar el dolor. Perdón por el desahogo.

Este y otros artículos de Tomás Martín Tamayo los puede leer en su blog Cuentos del Día a Día

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