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“La Cidade da Cultura es el paradigma de política cultural utilizada como cortina de humo para la corrupción”

Dos de los edificios de la Cidade da Cultura, en Santiago de Compostela

Marcos Pérez Pena

El periodista Camilo Franco señaló en un artículo publicado el año pasado “el fin de la cultura autonómica”, a la vista del progresivo recorte de varias de las instituciones -y sistemas- que habían configurado desde la década de los ochenta la cultura gallega. Tres décadas de autogobierno configuraron un sistema cultural gallego extremadamente dependiente de la administración y del poder y escasamente vertebrado que destacó además -sobre todo durante el Fraguismo- por el gusto por los grandes eventos y por las grandes infraestructuras y por la concepción de la cultura como un instrumento más en las redes de poder. Jorge Linheira acaba de publicar La cultura como reserva india. 36 años de políticas culturales en Galicia (Libros.com), un extenso análisis de la acción gubernamental y del ecosistema cultural de la comunidad.

Linheira introduce el concepto de “cultura del botafumeiro”, destinada a “perfumar el pacto de élites”, un consenso cultural establecido desde la Transición en forma de acuerdo entre los primeros gobiernos autonómicos y el galleguismo cultural, a través del que se dotó de legitimidad a esa Xunta nacida sin apoyos y a unos dirigentes procedentes del Franquismo, mientras se creaban una serie de estructuras y redes culturales “de país”. Un concepto que Linheira también denomina Cultura de la Transición de Galicia (CTdGa), recogiendo el término CT apuntado por Guillem Martínez para el conjunto de España y Cataluña.

El análisis incluye una crítica profunda de la Cidade da Cultura como paradigma de las políticas aplicadas en este campo. Y también de la Burla Negra y de la expresión cultural de Nunca Más, que Linheira identifica como el punto en el que se rompe esa CTdGa, a manera de rebelión de esa denominada “reserva india”. El libro llega hasta el presente y a las políticas culturales aplicadas por Núñez Feijoo, un período en el que el autor señala un nuevo cambio de paradigma, pues aunque se mantengan ciertas prácticas (como el gusto por los grandes eventos), “Feijoo no necesita de la cultura gallega para legitimarse y poco a poco va terminando con instituciones creadas en tiempos de Fraga o Albor”, señala.

En el libro analizas las políticas culturales, pero de entrada pones en cuestión que realmente haya habido tal cosa en Galicia. ¿Ha habido política cultural en Galicia en estos 36 años?

La respuesta tiene que ser no. En Galicia no hubo política cultural, lo que se hizo fue política con la cultura, pero no existió política cultural digna de tal nombre, una política que parta de un diagnóstico realista, con unos objetivos explícitos y factibles, con una dotación presupuestaria estable, con medidas bien articuladas y coherentes entre sí y que respondan a un interés racional y no a una suma de ocurrencias o de los intereses que ocupan ciertas canoxias de poder. Lo que hemos sufrido es una cultura decidida por unos aparatos que en la mayor parte de las ocasiones estuvieron al servicio de intereses particulares o partidistas. Además, tras la penetración del capitalismo postindustrial, se vio atravesada de lleno por la pulsión del consumismo exacerbado, con un exponente claro en el Xacobeo 93 y siguientes. Y todo muy encaminado a la creación del denominado place-branding, la marca Galicia, acompañando el conocido concepto de marca España. Por lo tanto, no, no existió política cultural. Como mucho, como dice Camilo Franco en el libro, hubo diez minutos de política cultural durante el Bipartito.

Introduces en el libro el concepto de la Cultura de la Transición de Galicia (CTdGa), recogiendo el ya expuesto por Guillem Martínez para el Estado Español y Cataluña. Y señalas que, aquí también, tomó una forma de consenso que dejó fuera a muchas ideas, personas y colectivos. ¿Cómo se desarrolló este proceso?

Sí, parto del concepto de CT de Guillem Martínez, que también habla en algún momento de la CT catalana. En este análisis comencé a trabajar primero de forma conjunta con Germán Labrador, aunque después yo lo desarrollé más. Obviamente el concepto bebe mucho de la hegemonía cultural descrita por Antonio Gramsci. La CTdGa vendría a ser una operación política dirigida a legitimar un régimen autonómico que nació con pocos apoyos y que además contribuía mantener un combate contra el nacionalismo y contra los relatos de la contracultura y a cambio creaba una serie de estructuras culturales de aspecto galleguista. Esta CT avanzaba también en la metanarrativa de la reconciliación entre las víctimas y los verdugos de 1936 para otorgar una naturaleza democrática y galleguista a unos gestores de la autonomía con claras conexiones con el Franquismo. Yo encuentro ciertas similitudes entre la Operación Tarradellas de 1977 y el traslado de los restos de Castelao en 1984 al Panteón dos Galegos Ilustres. Para nosotros eso representa el hito fundacional de esa CTdGa -aunque el proceso ya había comenzado antes- y la entrega de las medallas Castelao cada 28 de junio le da continuidad a la estrategia.

Esa CTdGa es el conjunto de estructuras y procesos que llevan a cabo lo que llamo “Cultura del Botafumeiro”, que está destinada a perfumar el mal olor del pacto entre las élites políticas y culturales, desde el Consello da Cultura Gallega, a las fundaciones culturales hasta los grandes eventos, con los Jacobeos como paradigma. Las políticas sobre la cultura no cumplieron con su deber de servicio público: no miraron por las necesidades del ecosistema cultural, no trabajaron por la democratización de sus recursos y por el contrario la política cultural fue un instrumento de gobernanza, especializado en la creación de consensos sociales y en la pacificación de las potencias críticas que atraviesan y organizan las diversas zonas autónomas de las culturas populares y de las contraculturas gallegas.

¿Si no acatabas ese consenso quedabas excluido de esas estructuras?

Sí, esa CTdGa puso los límites de lo que se puede y no se puede decir en el espacio público. Fue lo que siempre se llamó 'paz cultural', como la denominó Óscar Iglesias hace años en un reportaje en El País, una serie de estructuras culturales de Estado, pero un Estado colonial, intervenido, con gran capacidad de penetración social gracias al control de los medios de comunicación subvencionados por la Xunta y con grandes dosis de populismo. La gente del mundo de la cultura aprendió que en su relación con el poder podía criticar ciertas cosas y otras no y que si quería sobrevivir en un sistema en el que la administración pública es el actor predominante, el que tiene los recursos, no podía realizar un ataque frontal. Y al final la gente tiene que comer tres veces al día y pagar facturas.

En esos años había dinero, ¿pero el problema es que no se avanzó en la vertebración de la cultura gallega?

Uno de los problemas del simulacro de estado del bienestar clientelar del Fraguismo, construido a base de fondos europeos y de fondos estatales, es que en todos esos años no se avanzó en absoluto en la vertebración del ecosistema cultural gallego, lo que conduce a la actual precariedad laboral, con una gran dosis de temporalidad, autoempleo y economía sumergida. Y esta precariedad está llevando a que se quemen generaciones enteras de trabajadores culturales que son quienes realmente están subvencionando la cultura a través de su explotación. Porque esa precariedad se supera con el voluntarismo y con el entusiasmo, como tan bien explica Remedios Zafra en su libro. La falta de política cultural desde el inicio llevó a esta falta de vertebración, porque hizo que la cultura funcionara a través de soluciones particulares en despachos, a través de clientelismo, lo que hace muy difícil que ese sistema cultural pueda ser algún día independiente de las ayudas públicas. Y no fue algo casual, fue algo buscado desde el poder.

¿Otro gran problema fue la falta de creación de públicos? La gente muchas veces ni siquiera tiene el hábito de pagar por la cultura...

Al no haber política cultural, desde luego no hubo una política pedagógica en el sentido de darle valor a la creación cultural y, al mismo tiempo, de hacerla accesible para la población. Porque una cosa es hacerla accesible y otra cosa es el todo gratis. Debe ser accesible, realizando una política de precios basada en una estrategia de dirección de públicos, pero sin caer en la dinámica del todo gratis. Es muy complicado mantener una pequeña sala cuando tienes que competir todo el año con una administración que organiza conciertos gratuitos continuamente.

En el libro destacas la riqueza de la cultura de base en la Galicia de finales de los 70, que fue laminada por la cultura institucional en las décadas siguientes...

La cultura de base era muy potente en esos años finales del Franquismo y en el comienzo de la Transición y la CTdGa tenía claro que había que dejarla fuera. La CTdGa tuvo éxito, porque una cultura oficial sale victoriosa cuando consigue eliminar otras culturas reales de forma que no le puedan hacer sombra. La cultura de base va a existir siempre y lo que necesita son apoyos. Entre las cosas buenas que hizo el Bipartito fue apoyar estas formas de cultura.

Estableces en el año 2002, en Nunca Máis y en Burla Negra el final de la CTdeGa. ¿Qué implicaron estos movimientos?

Marcamos en el Prestige, en Nunca Máis y en la Burla Negra el fin de la CTdGa. Creo que es la primera vez que encontramos un verdadero oasis cultural alternativo, poniendo sobre la mesa la posibilidad de una cultura gallega de signo emancipatorio. Siempre digo que Burla Negra fue una revolución cultural que no produjo evolución cultural, pero fue una expresión cultural problematizadora. Tuvo mucha visibilidad, bastante horizontal al menos en su inicio, una cultura de abajo a arriba. La cultura popular y la cultura letrada se pusieron del mismo lado y tuvieron un papel fundamental en las movilizaciones del 1 de diciembre, en la manifestación de las maletas, en el Velorio do mar o en la manifestación del 23F en Madrid. Todo el mundo aprendió a decir “Nunca Máis”. Creo que fue un momento clave para romper con la pax fraguiana que hizo que incluso algunos elementos clave del sistema no supieran muy bien cómo actuar.

¿Cómo valoras las políticas culturales del gobierno Bipartito PSOE-BNG? ¿Qué tuvieron de positivo y de negativo?

En el Bipartito fue el único momento en el que se intentó hacer política cultural. Las dos principales críticas que hay que hacerle al Bipartito son por supuesto la no paralización de las obras de la Cidade da Cultura y que no corrigiera la institucionalización de la cultura gallega, no se atrevieron a meter mano ahí. Pero sí hubo una planificación cultural, se pusieron cimientos, como fue la creación de Agadic, hubo apoyos para muchos colectivos y asociaciones. Seguramente una legislatura es poco tiempo para ver el resultado de determinadas políticas.

¿La Cidade da Cultura, a la que le dedicas bastante espacio y ocupa la portada del libro, puede ser entendida como un símbolo de varios de los males de la cultura gallega?

La Cidade da Cultura es el paradigma de la política cultural utilizada como cortina de humo para el malgasto, la especulación y la corrupción. Como también lo fueron otras infraestructuras culturales, desde casas de la cultura a auditorios. Hay que tener claro que las infraestructuras culturales son infraestructuras en primer lugar y que es habitual que tengan sobrecostes. Y que uno de los elementos clave en la configuración de la CTdGa fueron también las constructoras: durante años hubo una burbuja del arte contemporánea de la que se beneficiaron una serie de empresas afines que además daban dinero a los partidos políticos. Mira por ejemplo la Gürtel. Yo soy muy crítico con la Cidade da Cultura; me parece evidente que es un malgasto de dinero, propio de ese cosmopaletismo típico de finales de la década de los 90. Y creo que no se debería destinar un solo euro más de la cultura ahí, porque funciona como una forma de chantaje al sector.

¿Hay diferencias entre la política cultural de Fraga y la de Núñez Feijoo?

La llegada de Núñez Feijoo implicó un recorte en los presupuestos, que coincidió en el tiempo con los efectos de la crisis-estafa. Si en el 2009 los presupuestos de Cultura representaban el 1,17% del total, en el 2015 se llegó al 0,59%, con una mínima subida en 2016. Está claro que Núñez Feijoo no le tiene cariño ninguno a la cultura ni a la cultura gallega: cada vez hay menos presupuesto, esa reserva india se va haciendo cada vez más pequeña.

Esto nos lleva de nuevo a la CTdGa. Fraga necesitó del galleguismo político para ganar una imagen de demócrata que no era, de galleguista que no era y de centro que tampoco era. Y aprovechando unos años en los que había dinero, se creó un parque cultural con una serie de instituciones imitando las que podía haber en Cataluña o Euskadi, siempre que en ellas no se empleara el término 'nacional'. Pero Feijoo ya llegó al poder de una manera distinta: aprovechando las guerras culturales contra el gallego creadas por Galicia Bilingüe. Y después siguió aprovechando esas guerras culturales, pues mientras la gente se manifestaba por la lengua, y con razón, seguía realizando recortes en la sanidad o en la enseñanza. Feijoo no necesita de la cultura gallega para legitimarse y poco a poco va terminando con instituciones creadas en tiempos de Fraga o Albor. Es un tiempo distinto y creo que para la cultura incluso más negativo que el Fraguismo.

El libro es analítico y no propositivo, ¿pero qué cambios crees que serían importantes en la política cultural?

Siempre digo que la democracia reside donde residen los actos democráticos y en el libro defiendo esa democracia cultural radical, que se podría definir como una cultura entendida como herramienta de transformación social, que es algo que se perdió desde lo comienzo de la autonomía. La cultura dejó de ser una defensa contra las injusticias, cuando tiene una gran capacidad de movilización social, como demostró por ejemplo la Burla Negra. Habría que terminar también con la endogamia que existe en la cultura gallega. Habría que luchar contra lo que en el libro llamo “chapapote cultural”, esos artefactos ajenos a nuestra realidad. Habría que ayudar a la cultura de base, que normalmente va por delante de las instituciones y hay que apoyar a las prácticas culturales autónomas para que crezcan y puedan construir contrahegemonías.

Deberíamos tener, en definitiva, una política cultural, que hasta ahora no ha existido, una política que contara con una planificación y fuera más allá de las relaciones directas o de la improvisación. Y habría que entender que tener política cultural no significa necesariamente programar: las administraciones deberían pasar de ser productoras o programadoras a ser facilitadoras, dando herramientas al ecosistema cultural para que la cultura como servicio público sea sostenible.

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