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La exposición sobre la violencia del Estado español y las resistencias populares que está pasando desapercibida y hay que ver

El tragaluz democrático

Luis de la Cruz

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Uno de los trucos del periodista cultural a la hora de afrontar la crítica de una exposición es comenzar el texto centrándose en una pequeña parte de la misma para, luego, armar el relato general. Partir de una de las piezas expuestas o del hilo argumental más sugestivo u original antes de pasar a lo descriptivo y a dar su opinión sobre el hecho cultural en cuestión. La exposición de la que hablamos hoy, El tragaluz democrático. Políticas de vida y muerte en el Estado español (1868 - 1976), que se puede ver en la sala La Arquería de los Nuevos Ministerios, tiene tantos posibles principios e historias tan diversas que de ella podrían salir casi tantos comienzos de artículo como visitantes atentos.

El tragaluz democrático usa un artificio análogo al del crítico cultural para nombrase. Toma la parte por el todo y parte de una obra de Buero Vallejo –El tragaluz– en la que este ventanal sirve a la gente del siglo XXV para ver fragmentos del pasado que se proyectan sobre su presente. Va de eso: de hacer coincidir reflejos de la historia de España en distintos momentos, desde la Primera República a la Transición española, que nos hablan de la violencia ejercida por el estado español y las resistencias desplegadas por la gente frente a ellas.

La muestra, que está organizada por el Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática y Acción Cultural Española, fue inaugurada por el Ministro Félix Bolaños y ofrece un gran despliegue expositivo, con más de 600 piezas cuidadosamente seleccionadas entre los fondos de muchas instituciones españolas.

A pesar de ello, ha pasado bastante desapercibida dentro de la agenda madrileña desde que abrió sus puertas el pasado 4 de abril, y solo el boca a boca está haciendo que últimamente haya vuelto a merecer atención de algunos medios tras las inevitables notas de inauguración. Quizá la ubicación en la sala de la Castellana, un tanto en medio de la nada, tenga algo que ver. O acaso influye el abordaje incómodo de nuestras propias violencias. De hecho, es sintomático que la nota del Ministerio de la Presidencia elige destacar que la selección habla de “las múltiples luchas por la consecución de la libertad y la democracia en España, y los derechos individuales y colectivos que disfrutamos en la actualidad”. Nada de la violencia desde arriba que articula la visita.

Como decíamos un poco más arriba, la exuberancia de El tragaluz democrático permite agarrarte a diversas hebras. En mi primera visita me quedé rato largo admirando el gran óleo sobre tabla del pintor socialista José Bardasano titulado Evacuación. En la segunda, en cambio, captó más mi atención una estatua de querencias pop que estaba situada enfrente del paisaje de guerra. La historia de Maruxa y Coralia, las dos excéntricas hermanas de una familia anarquista represaliada de Santiago que se hicieron famosas en la ciudad por su presencia desvergonzada en la España de los cincuenta.

Uno puede quedarse con las violencias. Con el terror físico del garrote vil expuesto tras una vitrina. Con los crímenes de guerra españoles en el Rif o la historia de esclavitud y colonialismo que no nos gusta contarnos. Con los obreros masacrados durante la Segunda República en Casas Viejas o en 1934. Con la potencia icónica de los jóvenes de Juan Genovés a punto de ser fusilados.

O, según el estado de ánimo social, con las resistencias. Con los grabados del pueblo quemando los registros parroquiales y municipales en el siglo XIX. Las fotos poco conocidas de manifestaciones de mujeres librepensadoras en Barcelona a principios del siglo XX. Con las obras liberadoras del amor libre de los años treinta. O las estraperlistas pintadas por el pintor represaliado Manaut Viglietti. También, la exposición ofrece complejidad y pide reflexión, con la reproducción del coche hecho un amasijo de hierros en el que murió e almirante Carrero Blanco.

Estuve un rato largo mirando embobado una modesta vitrina, cuyo contenido escuché casualmente explicar a la guía de la exposición a unos metros de mí (muy recomendable la visita guiada). Contenía objetos elaborados por presos en la cárcel desde la precariedad y la esperanza: huesos de aceituna tallados, unas sandalias cedidas por la familia de Martina Barroso (una de las Trece Rosas), cartas escritas en papel de fumar, calendarios para no perder la noción del tiempo o un muñeco esculpido en miga de pan por un preso cubano que huyó con una cuerda trenzada por el mismo de la cárcel de Porlier –la cuerda también está–. El muñeco, que responde al nombre de Vitaminas viajó a Cuba, vivió la revolución y ahora está de vuelta en Madrid, encerrado tras un cristal.

La exposición es, en suma, es un trabajo de documentación y elaboración de memorias poco habituales, inteligentemente comisariado por Germán Labrador, experto en historia cultural muy centrado en la memoria, al que hace solo una semana vimos, por ejemplo, introduciendo en Madrid al prestigioso historiador italiano Enzo Traverso hablando del tema en el Reina Sofía. Quizá, hubiera sido interesante interesante saltar el límite del momento fundacional de la España de hoy para abordar que, más allá de la Transición, también existen políticas de vida y muerte. Queda un mes, hazte un favor y acércate a Nuevos Ministerios a ver El tragaluz democrático.

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