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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Primeros paseos por una ciudad que parece acabar de despertarse

Una plaza del Ayuntamiento de València vacía por el estado de alarma decretado por la pandemia de la COVID-19.

María Victoria Sancho

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Tras las primeras medidas de desescalada salgo a pasear por la tarde. Sola. Los paseos por la ciudad me han gustado siempre en solitario. Me gusta “flanear”, como definen los franceses con precisión. Observo el cuerpo y el alma de la urbe. Es un organismo vivo. Siempre les decía a los alumnos que “había que conocer la ciudad para amarla”.

El cuerpo, los edificios, el trazado de calles y avenidas, los bulevares, tronco y extremidades; el corazón y sus latidos, el ritmo del tráfico. Los múltiples escaparates y todas las tentaciones del mundo en ellos: ropa, comida, libros, zapatos, frivolidades, su apariencia externa, su fisonomía... Eso es el cuerpo de la ciudad. A veces es hermoso y muy interesante. Bello, artístico, ordenado. Otras es gris, triste, decadente, desordenado, desesperanzador.

Los habitantes, el alma de la ciudad. Variopintos, guapos, menos guapos, ricos y elegantes o tremendamente pobres y sin futuro. Estos primeros paseos, después de 48 días de confinamiento, son extraños. Me encuentro con una ciudad conocida pero distinta. Apenas gente por la calle. Es la franja horaria de los mayores. Veo parejas septuagenarias de la mano (¡qué envidia, envejecer juntos!) y con mascarilla andando torpemente. Después de tantos días de quietud, no me extraña. Personas en sillas de ruedas acompañadas de cuidadores.

Y algunas solas, como yo. Aunque pocas. La sensación es de una ciudad que acaba de despertarse. Casi vacía. Limpia. Sin ruido, sin coches, casi sin gente. Se camina por ella sin obstáculos. Se llega muy rápido a cualquier sitio, no hay personas ni coches que esquivar. Los semáforos se han quedado sin misión. No se necesitan. Voy a mi aire. Con lento caminar, recorriendo con mis ojos ese nuevo paisaje de mi adorada Valencia. Esa ciudad todavía pequeña y hecha “a medida del hombre”. Pero sobre todo bulliciosa. Y no hay bullicio. Como si hubiera perdido su esencia. En los paneles se anuncian todavía Las Fallas de 2020. La máxima expresión de nuestra idiosincrasia.

Observo los escaparates de Ruzafa y Colón. Muchos se quedaron suspendidos en el final de las rebajas del invierno: '50% Father's Day', 'últimos días, 80% en todos los artículos'. Otros miran a ese futuro incierto e inexistente y han vestido todo lo que puede verse tras sus cristales de atractiva primavera. Esperan abrir pronto, si el coronavirus lo permite. Y se aferran a sus deseos transformados en esperanza.

Camino pausadamente. Saboreo esta ciudad solitaria que jamás he vivido así. Prácticamente sola en medio de la calle Colón. Me atrevo a ir por el centro de la calzada. Casi tengo sensación de miedo.

Me sobrecogen esta soledad de la pandemia y sus nuevos paisajes.

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