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Así es un mitin de Trump por dentro

Donald Trump habla ante seguidores durante el acto de campaña en Cleveland

Carlos Hernández-Echevarría

Cleveland, Ohio —

Como casi todos los acontecimientos importantes en EEUU, un mitin de Trump comienza en un parking gigantesco. Aquí todo el mundo va en coche, así que para este tipo de actos multitudinarios siempre hay un enorme centro de convenciones con un aparcamiento para miles de vehículos, que además hoy es gratuito. Ya desde aquí se puede ir calando un poco a la concurrencia: mucha ranchera, más Cadillacs que Toyotas, y sobre todo muchos hombres blancos con gorras rojas. El aparcamiento de un mitin de Trump es el lugar menos racialmente diverso que me he encontrado en este país.

Dos horas antes de que llegue el presidente, las gradas están ya llenas y es imposible acercarse al escenario. Como si fuera un campamento de verano para mayores de 50, se van formando grupitos y amistades improvisadas entre los trumpistas. Hablan con preocupación de las elecciones del día siguiente que pueden ser la primera derrota de su héroe, pero cuando les acercas la grabadora cambian de tono: “Estoy seguro de que vamos a arrasar”.

Los pobres teloneros hacen lo que pueden, pero aquí la estrella es quien es. Trump ha decidido hacer de estas elecciones un referéndum sobre sí mismo, así que solamente en esta víspera electoral tiene tres mitines en tres estados. Se celebran al lado de aeropuertos, a veces incluso en la misma pista, para que el presidente pueda bajar del Air Force One, arengar a las masas, y subir corriendo otra vez al avión con destino a la siguiente parada.

Mientras esperamos, el trumpismo baila al ritmo de un hilo musical insólito para un encuentro de la derecha más rancia: Queen y The Village People. Pero cuando por fin llega el presidente y la gente enloquece, hace su entrada acompañado por God Bless The USA de Lee Greenwood. “Estoy orgulloso de ser americano / donde al menos sé que soy libre / y no olvidaré a los hombres que murieron / para darme ese derecho”, cantan a grito pelado al hombre que no fue a Vietnam por cuatro prórrogas universitarias y un dolor de pies.

Cuando empieza a hablar, hay que reconocer que es mucho más difícil tenerle tirria en las distancias cortas. La sensación es la de estar continuamente en mitad de un chiste privado pero del que participan sus millones de seguidores. Todo en el discurso es absolutamente predecible, pero eso les gusta. Sus pullas a Hillary Clinton, sus ataques a la prensa presente en la sala, su desprecio a los jugadores negros de la NFL que protestan contra la violencia policial. La gente lo agradece y lo celebra. Imagina ir a un concierto de Bruce Springsteen y que no toque Born in the USA. Pues Trump siempre toca sus grandes éxitos.

La cosa no dura ni una hora, durante la que Trump pasea por el escenario a los candidatos republicanos de Ohio y hasta a su hija Ivanka. No dice nada memorable, pero es un gran showman. Mantiene a su audiencia interesada con preguntas como: “¿Debemos dejar pasar esa caravana de inmigrantes?” y disfruta con los “noooooo” del público. También les recuerda continuamente todo lo que han logrado “juntos” y que nadie daba un duro por su candidatura a presidente, pero que ganó gracias al “más grande movimiento político de la historia de EEUU”. Les hace sentir parte de algo más grande.

Tengo la impresión de que para otros presidentes, hacer campaña es el penoso precio a pagar por el poder, pero que para Trump es la parte más divertida del trabajo. Está pletórico y los suyos también. Cuando se despide al grito de “haremos a América grande otra vez”, Cleveland le despide con una ovación atronadora. Hago una encuesta rápida a mi alrededor y sus seguidores salen del mitin felices, satisfechos y motivados para votar. Salen a la calle hablando de lo genial que es el presidente y de cuánto se han reído.

Cuando aún no ha pasado una hora desde que Trump subió al escenario, ya estamos de nuevo en el aparcamiento. Un montón de vendedores afroamericanos hacen su agosto vendiendo merchandising del presidente. Su producto estrella es la gorra roja de HACER A AMÉRICA GRANDE OTRA VEZ. La versión oficial dentro del pabellón cuesta 22 euros, pero aquí fuera no llega a 9 y hay muchos compradores. Un tipo con gafas intenta robar una, pero un jovencito republicano le hace devolverla educadamente. La gente vuelve a sus rancheras y mañana, a votar.

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