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Qué pretende Erdogan con la intervención militar en Libia

El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan en la Asamblea General de la ONU.

Jesús A. Núñez

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Si no fuera por la tragedia que conlleva, la decisión del Parlamento turco de aprobar el despliegue de tropas en Libia podría verse, en clave cómica marxiana, como el culmen de la entrada de actores en el atestado camarote en el que se encuentran los más de seis millones de libios atrapados en el conflicto desde 2011.

Además, nada apunta a que esa medida, que establece un mandato de un año para añadir tropas sobre el terreno a los drones, armas y asesores que Ankara ha aportado al conflicto desde el pasado verano, vaya a servir para poner fin a la violencia.

Tras la ofensiva iniciada el pasado abril por Khalifa Haftar –con el refuerzo añadido desde diciembre de los mercenarios enviados por Moscú–, la situación de Fayez al Serraj, líder del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) reconocido por la ONU, comienza a ser desesperada.

Sin verdaderos apoyos políticos y económicos –a pesar de contar con el reconocimiento internacional y el más concreto, pero limitado, de Catar e Italia– y sin una capacidad militar suficiente para contrarrestar el empuje de Haftar, al que apoyan sobre el terreno tanto Arabia Saudí como Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Rusia y hasta Francia, Serraj se ha acercado cada vez más a Recep Tayyip Erdogan.

Ambos líderes firmaron el 27 de noviembre un acuerdo de cooperación en materia de defensa. Si Serraj busca básicamente evitar su derrota frente a un Haftar que pretende eliminar toda huella del islam político en Libia y acaparar el poder al estilo del golpista egipcio Abdelfatah al Sisi, Erdogan trata de aprovechar la circunstancia al menos en varios frentes simultáneos.

En primer lugar, tal y como quedó demostrado con la firma el mismo 27 de noviembre de un acuerdo que delimitaba las zonas económicas exclusivas marítimas de ambos países, Erdogan busca, como mínimo, frenar el proceso que Grecia, Chipre, Egipto e Israel están desarrollando para explotar los hidrocarburos localizados en el Mediterráneo oriental sin contar con Ankara.

Erdogan, arrinconado en principio por dichos países, los cuales han condenado el acuerdo, pretende sumar aliados a su causa con la intención final de llegar a tener un papel relevante en la futura red mediterránea de suministro de gas a los países de la Unión Europea. De momento, a la espera de ver en qué desemboca su controvertida exploración en aguas chipriotas, ya ha logrado convertir la ciudad sureña de Ceyhan en el punto de llegada de hidrocarburos procedentes del mar Caspio y de Irak. Por otro lado, está a punto de entrar en servicio el gaseoducto Turkstream por el que transitará gas ruso hacia Europa.

En segundo lugar, mirando tanto hacia el pasado como al futuro inmediato, Ankara pretende resarcirse de las pérdidas económicas acumuladas en estos años en los que sus cuantiosas inversiones en Libia han quedado en nada. Así se entiende el apresuramiento del ministro de Exteriores turco, Mevlut Cavusoglu, que ya en junio de 2016 visitó Trípoli en un gesto de respaldo al recién creado GAN.

El objetivo entonces era intentar reactivar los más de 300 proyectos en distintas fases de ejecución desarrollados por empresas turcas con una inversión superior a los 16.500 millones de dólares. Y a eso se une hoy el interés por reservarse una considerable tajada en la reconstrucción de un país con tanta riqueza en hidrocarburos como necesidades de modernización una vez que la violencia quede atrás.

En esta línea, las empresas turcas tienen serias opciones tanto en el sector de la construcción de infraestructuras como en el aeronáutico, sin olvidar el de la industria de armamento.

Por último, imbuido de una visión neotomana cada vez menos disimulada, Erdogan aspira a ser reconocido como el líder político del islam suní, incluso por encima de Riad. Al igual que ocurre en Siria, también en Libia –uno de los últimos territorios perdidos del imperio otomano hace un siglo– se dirime en buena medida la confrontación entre los aspirantes a un puesto que tradicionalmente ha ocupado Riad.

Por eso, volver a poner un pie en Libia supone para Erdogan no solo desviar la atención sobre los problemas internos y alimentar el orgullo de una sociedad golpeada por la crisis, sino también aumentar su peso específico en un delicado juego que lo está llevando a empantanarse en escenarios bélicos tan procelosos como el sirio y el iraquí.

Poco parece importarle a Erdogan que su visible implicación militar viole el embargo de armas sobre Libia, seguramente porque ha comprobado como muchos otros han hecho lo propio antes sin sufrir ninguna penalización. Pero queda por ver cómo podrá simultáneamente explicar en el marco de la OTAN su aventurerismo militar, gestionar el malestar que a buen seguro su nueva apuesta provocará en Moscú (aliado de Haftar) y cubrirse de las críticas internas de unos adversarios políticos y una ciudadanía que muy pronto comprobarán que nadie les garantiza los réditos del envite.

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