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El puente que simboliza el 'apartheid educativo' en Colombia

El puente de Nueva Granada, una estructura de 152 metros de largo

Camilo Sánchez

Bogotá —

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El único puente peatonal que cuenta con ascensor en Chapinero, el distrito más exclusivo de Bogotá, se levanta frente al no menos selecto colegio internacional Nueva Granada. Un hecho paradójico para muchos dado el deterioro de plataformas en zonas mucho más ajetreadas, con peatones quizás más apremiados que un puñado de alumnos.

El puente del Nueva Granada es una estructura negra acristalada, de 152 metros de largo. El costo de su construcción fue de 340.000 euros, ejecutado con recursos privados reunidos por la comunidad del colegio bilingüe, una señal del poder de una institución que acoge a hijos de diplomáticos estadounidenses, expresidentes y otros actores pudientes de la sociedad colombiana. Pero también es un reflejo silencioso de la asimetría socioeconómica que caracteriza a uno de los países más desiguales del mundo, el séptimo según el Banco Mundial.

En Colombia, los hijos de las familias de rentas altas y medias acceden desde la guardería a centros privados en tanto que la maltrecha instrucción pública, gratuita y obligatoria durante diez años, acoge al alumnado de clase baja. El esquema se repite a lo largo de la vida en la transición a la universidad y más tarde en el mercado laboral.

Segregación

Las tasas de segregación escolar son de las más altas en Latinoamérica. Lo muestran los trabajos del pedagogo español Javier Murillo, director de la cátedra UNESCO en educación para la justicia social de la Universidad Autónoma de Madrid. “Varios estudios importantes”, explica, “señalan que la separación de escuelas en función de las características socioculturales de los niños incide no solamente en el proceso de aprendizaje, sino también en su formación global. Y repercute, a la postre, en la conformación de una sociedad menos justa y menos equitativa”.

Una de las particularidades del caso colombiano frente a otros países, argumenta Murillo, es que la segregación se halla en los dos extremos de la escala social. La distribución en función del nivel económico ha espoleado, por un lado, lo que en España se conoce como colegios gueto, que se da cuando más del 50% del alumnado en una institución proviene de familias de bajos recursos. De igual manera, en el otro extremo de la escala social proliferan los centros privados y de élite para ricos. 

La fractura tiene varias facetas y se desarrolla en varios niveles. Todos los estudios consultados indican, por ejemplo, que las mayores perjudicadas son las niñas de grupos étnicos en zonas rurales. El ex rector de la Universidad Nacional y doctor en Bioquímica Moisés Wasserman apunta que la pobreza está “feminizada”, y advierte: “pero nunca perdamos de vista que no estamos hablando de números, sino de personas cuyos derechos fundamentales son negados en una época en que eso debería ser impensable”.  

La división escolar ha llegado al punto de que ni siquiera la mayoría de maestros de la Federación Colombiana de Educadores (Fecode), el poderoso sindicato del sector educativo, matricula a sus hijos en los colegios oficiales, según una encuesta docente elaborada en 2009 en Bogotá. No sobra recordar que, a los ya mencionados agujeros negros en materia de calidad, se suman décadas de descrédito social y cultural de la esfera pública en Colombia. 

El doctor en Ciencias Políticas y profesor de la Universidad Nacional Mauricio García Villegas lo caracteriza como un “apartheid educativo”. A pesar de que tiene claro que el primer responsable en garantizar el derecho a la educación es el Estado, el eje de su tesis abarca a otros actores. En un libro recién publicado junto a otros dos investigadores titulado La quinta puerta describe el círculo vicioso que generan la ineficiencia gubernamental, la desconfianza que esto despierta en las clases acomodadas, y por último el desinterés político y económico por preservar y fomentar la apropiación de los bienes públicos.

El asunto desde las élites se ha zanjado con la privatización de casi todo lo que está a su alcance. Desde el transporte, pasando por los hospitales, los centros deportivos, los parques, las bibliotecas, hasta la seguridad y los puentes con ascensor. García Villegas sostiene que no es viable formar a niños con principios sólidos de justicia y equidad en un escenario escolar que eluda la convivencia entre estudiantes de trayectorias culturales, étnicas o sociales diferentes.

Un remedio imperfecto

Entre los primeros 100 mejores resultados obtenidos por colegios en las pruebas SABER 11, equiparables a la selectividad, 98 corresponden a centros privados, mientras solo dos públicos figuran en el listado, según datos de 2020. También los resultados en pruebas internacionales como PISA, donde Colombia ocupa usualmente la parte baja del ranking entre países, dejan claro que año tras año la forma cómo los estudiantes de instituciones privadas aventajan en diversas competencias al alumnado de escuelas públicas. 

Las cifras pueden resultar abrumadoras. Un informe de 2021 publicado por el Banco Mundial señala que un niño de familia pobre en Colombia recibe en promedio 2,5 años menos de educación que un niño de familia rica.

Julián de Zubiría, consultor en educación y rector del instituto privado Alberto Merani, añade, por ejemplo, que en el área de lectura, la brecha puede ser de hasta seis años. “Es decir, a un estudiante de grado once de un colegio oficial le corresponde, en teoría, la prueba del grado cuarto de primaria de un buen colegio privado”.

La fractura se ha agudizado durante la pandemia, que ha puesto en evidencia la falta de herramientas básicas y cobertura de Internet de los estudiantes más desfavorecidos. El regreso a las aulas ha estado plagado de problemas en la escuela pública, donde el 38% de las instalaciones no cuenta con agua potable, según un informe del Laboratorio de Economía de la Universidad Javeriana de Bogotá.

La pandemia ha sido además motivo de enfrentamiento entre la Federación Colombiana de Educadores (FECODE) y el Gobierno de Iván Duque. El sindicato puso trabas a la vuelta a las aulas escudándose en el deterioro de las instalaciones, y también ha recibido críticas por ello. Moisés Wasserman, autor de La educación en Colombia, considera que son “sofismas”. “No se puede poner como condición de retorno que se arreglen rezagos de decenios y que se necesite un sistema totalmente distinto al que funcionaba en 2019”, dice.

Según él, la adecuación de las instalaciones es una “aspiración apenas legitima” y lo más acuciante es resolver las limitaciones de la enseñanza virtual. El 31% de los estudiantes del sistema público no cuenta con una conexión a la red en sus casas, según la Fundación Empresarios por la Educación. 

Sandra García, doctora en Política Social de la Universidad de Columbia y docente de la Universidad de los Andes, llama la atención sobre la “falta de liderazgo político”. “La experiencia de la pandemia fue muchísimo más traumática para el sector público, que acoge al 80% del alumnado total. El retroceso en aprendizaje, equidad, cobertura o asistencia a clase, lo vamos a pagar todos como sociedad”, dice. 

Colegios en concesión o paternalismo

Paola Camelo tenía papeletas para caer al precipicio de la segregación. Pero su notable desempeño en un colegio público y la fortuna de haberse ganado una beca estatal, que hoy ya no se otorga, la llevaron a tomar el sendero adecuado y cursar un pregrado en Ciencias Políticas, y una maestría en Sociología en la selecta Universidad de los Andes. 

Antes de entrar a la universidad privada pensaba que el nivel de su colegio, el distrito Alfonso López Pumarejo de Bogotá, era aceptable para afrontar el nuevo reto. Pero en poco tiempo se percató de que sus nuevos compañeros, la gran mayoría exalumnos de colegios privados, se desenvolvían mejor en algunas áreas (como la lectura en inglés). 

Ya para entonces, una parte de su visión del mundo había saltado por los aires y los descubrimientos se sucedían día a día. No se trataba solo del caudal de conocimiento que había absorbido, o de las facilidades materiales del campus, sino además de la importancia de haber encontrado modelos en sus profesores. 

“Soy la primera persona de mi familia que se graduó del colegio. Y durante años, mis únicos modelos de rol fueron los hermanos de algunos de mis amigos que estudiaron becados, o en la universidad pública”, cuenta Camelo. La mayoría de los padres de sus conocidos no se graduaron, o habían salido del colegio directamente a trabajar, por lo no contaba con experiencias académicas que ensancharan su horizonte.

Hoy es consciente de que no todo lo “hace la educación en clase”. Se refiere a la amalgama de códigos culturales, como el lenguaje, el acceso a la información, o el lugar de residencia. Conceptos que forman parte de lo que el economista Leopoldo Fergusson, coautor de La quinta puerta y doctor por el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), denomina “activos sociales inmateriales”.

La doctora en Sociología por la Universidad de Pittsburgh y docente de los Andes María José Álvarez Rivadulla es testigo. La académica colombo-uruguaya, que se convirtió en uno de los referentes para Paola Camelo, ha centrado parte de su trabajo en el estudio de la inequidad y sabe por experiencia propia que la diversidad escolar es capaz de romper algunas costuras y abrir “la posibilidad de pensarse como un igual en un país tan desigual. Y de ver que, a pesar de existen distintas trayectorias vitales, todos podemos estar en el mismo salón”. 

Y fuera de él también. En Colombia, afirma Fergusson, “solo hay encuentros entre clases sociales en condiciones de subordinación. Por eso sería muy valioso que se empezara a recuperar el tejido social desde las aulas. Ayudaría a romper la desconfianza, a derribar estereotipos, y en últimas a promover una formación como ciudadanos”. 

Hay abundante literatura, incluso, que apunta que es un buen antídoto contra la violencia. Lo cuenta Álvaro Ferrer, responsable de Educación para el capítulo español de la organización Save the Children: “Las investigaciones indican que cuando los niños desarrollan actitudes solidarias, hay mayor aceptación de la diversidad étnica, y menos tendencia o tolerancia a las conductas violentas”. 

En Colombia, a falta de políticas públicas sólidas, los privados han apadrinado desde hace un tiempo proyectos de colegios en administración, también conocidos como colegios en concesión. Se trata de instituciones de estratos bajos que son administradas, orientadas pedagógicamente, y sostenidas por los centros más pudientes. El colegio Nueva Granada ampara junto a sus instalaciones a un colegio de 490 alumnos de barrios humildes.  

También existen otras alianzas de privados que becan a un número reducido de estudiantes para que asistan a sus instalaciones. Pero se trata de planes hasta cierto punto desconectados los unos de los otros. Que, en algunos casos, apunta Moisés Wasserman, desprenden reflejos “paternalistas” y algo de “vanidad”.

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