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The Guardian en español

La ciencia de los abrazos y por qué los echamos tanto de menos en esta pandemia

María Paula Moraes abraza a su padre Wanderley de 82 años, que vive en una residencia de ancianos en la ciudad de Sao Paulo (Brasil)

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La primavera pasada, durante uno de los encuentros semanales de equipo que hacíamos online, un compañero me dijo, “lo que echo de menos son los abrazos, esos súper abrazos de hombre grande, los que me doy con mi padre y amigos”. El sentido del tacto ha sido durante mucho tiempo una fascinación compartida por nuestro grupo de investigación formado por neurocientíficos y psicólogos experimentales. Durante la pandemia, ha sido un tema que ha ido captando la atención del resto del mundo, en gran medida, por el impacto negativo que ha tenido la pérdida de contacto físico entre las personas. 

Ha pasado un año y los abrazos siguen ocupando un lugar preeminente en los pensamientos de muchas personas. Una investigación reciente pone a los abrazos en cuarta posición dentro de una lista de 30 cosas que la gente desea hacer una vez terminen las limitaciones de movimiento. Justo por detrás de visitar a familiares y amigos –a quien sin duda alguna abrazarán– y comer en restaurantes. Tener que frenarse a la hora de tocar y abrazar a nuestros seres queridos ha demostrado ser una de las normas más difíciles de cumplir este último año. Ver y escuchar a quienes queremos a través de Zoom casi nunca es suficiente. Para entender por qué tenemos esa necesidad de abrazos y contacto táctil con otros seres humanos necesitamos comprender nuestra historia social y evolutiva y el rol de nuestra piel. 

Nuestra historia evolutiva

Los humanos nacen indefensos. Desde que nacemos, dependemos de que otras personas nos alimenten, mantengan nuestra temperatura estable y nos reconforten cuando vivimos algún momento tenso. Como el resto de mamíferos, estamos predispuestos por instinto de buscar contacto físico para garantizar nuestra propia supervivencia. El tacto juega un papel fundamental en los primeros momentos de la crianza. El contacto piel con piel entre madre y bebé contribuye a la regulación del ritmo cardíaco y la frecuencia respiratoria, reduce los niveles de hormonas que provocan estrés, favorece el crecimiento y contribuye a la formación y desarrollo del cerebro.  

Los beneficios para la salud y el bienestar de un bebé tendrán más impacto en la vida cuanto más sensibles y predecibles sean este tipo de cuidados tempranos. El tacto envía una señal al bebé: El apoyo está aquí, estás seguro. A medida que crecemos el tacto juega un papel importante en la formación y estabilidad de las relaciones y vínculos sociales entre adultos. Cuando algo nos impacta, recurrimos a experiencias como el tacto y confiamos en apoyos no verbales como sostenerse la mano con otra persona, abrazarse o darse caricias. 

Los beneficios del tacto, gratificantes y reconfortantes, están insertos en la piel y la red de nervios y receptores sensoriales que nos informan de lo que sucede en la superficie del cuerpo. Si se posa una mosca en la nariz, si sentimos ese picor, si tropezamos y nos golpeamos en un dedo, si nos ponemos al sol y sentimos el calor o si alguien nos aprieta la mano. Nuestro cerebro combina esas señales con información contextual sobre cómo nos sentimos o a quién abrazamos y genera esa sensación placentera que interpretamos como premio. La misma que estos días echamos de menos y deseamos. 

Las dificultades de inhibir nuestros instintos naturales

Hasta hace relativamente poco, la neurobiología que estudia el sentido del tacto se centraba en los nervios, en el aspecto sensorial que nos permite detectar y explorar superficies, texturas y objetos. Esos receptores sensoriales, más densos en las manos y las puntas de los dedos que en otras partes del cuerpo, envían señales a determinadas regiones del cerebro que procesan elementos concretos del tacto. Pero los investigadores están interesándose cada vez más en una derivación de esos nervios sensibles en ciertas zonas fundamentales para el cuerpo como la espalda. Se está avanzando mucho en este ámbito.  

Otro tipo de nervios sensibles envía señales a las partes del cerebro que lidian con el procesamiento de emociones. Son las que responden antes a los cambios de temperatura o las caricias. Las investigaciones están demostrando que cuando se pide a alguien que acaricie a su bebé o a su pareja adapta la velocidad de la caricia a la que prefieren ciertos nervios. Este tipo de roce se percibe, subjetivamente, como agradable porque calma y alivia la psique, reduce el ritmo cardiaco y limita las consecuencias del estrés. 

Cuando se estimulan ciertos nervios envían señales al cerebro a través de la espina dorsal y allí liberan una cascada de sustancias neuronales. Una de las más relevantes es la oxitocina, una hormona que se libera a partir de estimulación cutánea de baja intensidad, como es el caso de los abrazos, por ejemplo. Se sabe que la oxitocina juega un papel importante en el establecimiento de relaciones sociales y puede reducir el estrés e incrementar nuestra tolerancia al dolor. 

La liberación de oxitocina durante las interacciones sociales depende del contexto. El efecto reconfortante de un abrazo sólo llega si el abrazo es deseado. Cuando el contacto táctil es deseado, los beneficios afectan a las dos personas que intercambian ese roce. Es importante mencionar que no es necesario que ambas partes sean humanas. Los niveles de oxitocina aumentan tanto para el perro como para su dueño cuando el animal recibe caricias. Quizás ese sea el motivo por el cual en este período de contacto tan restringido debido a la pandemia ha aumentado el número de personas con mascota. 

Este último año, las restricciones derivadas de la pandemia han tenido un impacto negativo importante en el bienestar de muchas personas. Hay más soledad y más angustia que antes. Hemos tenido que inhibir nuestro instinto natural, programado a lo largo de millones de años de evolución para disponer del tacto como algo que nos calma y nos permite mostrar que algo o alguien nos importa. Una vez levantadas las restricciones, comenzaremos rápidamente a comportarnos siguiendo nuestra predisposición natural a compartir. Es probable, quizás, que ahora lo apreciemos más.

Susannah Walker es profesora de neurociencia y comportamiento en la Universidad John Moores de Liverpool. 

Traducido por Alberto Arce.

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