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The Guardian en español

Tenía 10 años cuando el comunismo cayó en Polonia: mi mundo se transformó por completo

Polonia honra a los soldados que lucharon contra el comunismo tras la Guerra Mundial

Sławomir Sierakowski

¿Cómo puede ser que recuerde tan bien el año 1989, cuando me cuesta acordarme de qué hice ayer? Quizá es porque en la década de los ochenta Polonia era muy diferente a todo lo que vino después. Aquellos años fueron una realidad lenta y pegajosa en la que todo sucedía sin prisa y nada funcionaba, en la que a menudo no teníamos ni agua ni electricidad.

Sólo la comida era similar a la de ahora. Aunque ahora tenemos Coca Cola Zero y sin cafeína. Entonces teníamos café sin cafeína (hecho con cereales) y productos que trataban de parecerse al chocolate. Pero no teníamos ni chocolate ni café de verdad. En los años ochenta solo se comía jamón en días festivos. Y ahora Varsovia es una de las ciudades europeas más abiertas al movimiento vegano.

Pasábamos mucho tiempo esperando colas. Algo que, para un niño, era tan aburrido que parecía una tortura. Pero las madres sabían cómo recordarnos que sólo haciendo fila conseguiríamos algo. Los niños eran esenciales en ese proceso. Había que hacer fila durante varias horas, incluso antes de que los productos llegaran a la tienda, lo que a veces no sucedía hasta las cuatro de la tarde.

Otra de las funciones que teníamos los niños era ajustar los canales de la televisión, que siempre se desintonizaban. Nada se comparaba con el placer atávico de golpear una televisión que funcionaba mal. Era una manera de quitarse la frustración por el hecho de que todo era una chapuza. El pegamento no pegaba. Los bolígrafos no tenían tinta.

Sin embargo, aquella época fue, a su modo, excepcionalmente tranquila. La vida era segura en nuestro Estado policial. No existía la competencia ni el estrés. No se vivía a la carrera. Y si bien aquello no nos hacía avanzar, también era una gran ventaja que desapareció después de 1989. La añoranza por ese estilo de vida ha generado una nostalgia, a menudo irracional, del comunismo.

En 1989 la atmósfera se llenó de entusiasmo. Yo vivía con mi madre en un edificio típico, enorme y feo. Tenía casi diez años, pero podía sentir el espíritu de la época porque mi madre estaba inmersa en él. Vivía pegada a la televisión, suspirando. Empezaron a emitirse debates y entrevistas a personas de la oposición que no habíamos visto nunca antes. Eran inteligentes, tenían sentido del humor y decían cosas antes impronunciables. Mi madre nunca se había imaginado que algo así podía suceder. Pero cuando escribí “Abajo el comunismo” en un avioncito de papel y lo lancé desde el balcón, ella me regañó: podíamos meternos en problemas. Nadie sabía cómo terminarían las negociaciones entre el régimen y la oposición.

Las primeras elecciones libres, celebradas hace ya 30 años, el 4 de junio de 1989, marcaron una rotunda victoria del Movimiento Solidaridad. Y, de pronto, todo se aceleró. Las cosas se volvieron coloridas y exóticas. Las onmipresentes cursiladas no molestaban a nadie. Ya habían aparecido los primeros mercadillos y los primeros comercios de emprendimiento. Por primera vez en mi vida, vi un plátano: tenía tantas ganas de probarlo que cuando mi madre me dijo que costaban una fortuna y no podíamos comprarlo, me puse a llorar. Finalmente, mi madre cedió.

De pronto teníamos llaveros de colores, chicles con fotografías de coches en el envoltorio, la revista alemana 'Bravo'. Antes solo habíamos visto imágenes de los envoltorios de esos lujos occidentales. Bajo el régimen comunista, los pisos eran todos idénticos. Sólo había un tipo de cada cosa, un tipo de muebles, de kéfir, de yogurt, y no había marcas. La gente utilizaba las latas vacías de los logos bonitos de Pepsi o 7up como objetos decorativos, en fila una junto a la otra. Después de 1989, las latas aparecieron llenas. Y eran carísimas. El primer restaurante  McDonald’s de Varsovia se convirtió en el sitio más sofisticado de la ciudad.

Tras 1989, también la realidad comenzó a dramatizarse. Mi vida era bastante típica en aquella sociedad en transformación. Mi madre trabajaba como encargada de una gran fábrica de bombillas en Varsovia cuyo nombre honraba a Rosa Luxemburgo. Vivíamos en un piso de 38 metros cuadrados. Teníamos una vida que no tenía que ver con la clase social de la oposición, que pertenecía principalmente a la intelectualidad. Pronto, mi madre comenzó a tener miedo de perder su empleo. Temía que privatizaran la fábrica y que echaran a los 8.000 empleados.

De hecho, tres millones de personas perdieron sus empleos en Polonia en pocos años. El entonces ministro de Economía, Leszek Balcerowicz, puso en marcha en todo el país una terapia de shock que estuvo destinada mayormente a las grandes empresas. Con la apertura del mercado y la llegada de productos occidentales, las anticuadas fábricas del país colapsaron. Hoy ya no queda rastro de la gigantesca fábrica en la que trabajaba mi madre. Incluso las instalaciones han sido derribadas.

Ese miedo constante marcó mi adolescencia. Sabía que debía estudiar para entrar en un buen instituto y poder ir a la universidad. Si no, no tendría ninguna oportunidad. Mi madre me advertía de que si no estudiaba, acabaría cuidando vacas.

El boom educativo fue una de las principales características de los años noventa, pero también una fuente de estrés. Mi generación es muy distinta a la que vino después. Nosotros no somos tan relajados y estamos mucho más preocupados por la estabilidad, lo que perdimos repentinamente en 1989. Muchas personas nunca volvieron a tener empleo. La desigualdad aumentó dramáticamente.

Otra consecuencia impactante fue una novedosa y amarga rivalidad entre los políticos. Antes, el Sejm —el Parlamento— trabajaba en armonía. No había riñas. Todas las leyes se aprobaban rápidamente y sin contratiempos. Pero desde 1989, no han cesado las peleas en el Parlamento polaco. En 1991 ya había 29 partidos representados en el Sejm.

A medida que los cambios penetraban en el país, el aborto se convirtió en el tema central de la derecha polaca. La Iglesia Católica se atribuyó el derecho a intervenir en la vida política, como recompensa por el apoyo previo a la oposición. Todo lo que podía ser bautizado, fue bautizado: calles, camiones de bomberos, el mercado de valores.

Fue tan exagerado que el electorado reemplazó a la ex oposición con ex comunistas, que en 1993 regresaron al poder como parte de una coalición. En 1995, Lech Wałęsa, el héroe de la formación Solidaridad, fue derrotado por Aleksander Kwaśniewski, un antiguo ministro de Deporte del régimen comunista. Wałęsa había resultado tan mal presidente (egocéntrico, desmedido, conflictivo) que mi madre, que había sido una fervorosa defensora de la oposición, silenciaba la televisión cuando él hablaba. Entonces ya teníamos mando a distancia, ya no teníamos que correr a la televisión.

En retrospectiva, creo que el verdadero éxito de 1989 fue que los ex comunistas respetaron la democracia. No violaron la Constitución. Tenían sus fallos, desde luego, pero demostraron ser leales al nuevo sistema democrático.

Recientemente, esos mismos ex comunistas se presentaron como candidatos en las elecciones europeas como defensores de la democracia, en oposición a los populistas del gobierno del partido de Ley y Justicia (PiS), que cuentan con el apoyo del sindicato Solidaridad y la Iglesia Católica. Esta paradoja encarna el éxito de 1989, el año en que empezamos a ser libres, pero la vida se hizo más complicada. La mejor época de los tres siglos de historia de Polonia.

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Sławomir Sierakowski es un escritor polaco, fundador del movimiento Krytyka Polityczna (Crítica Política)

Traducido por Lucía Balducci

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