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The Guardian en español

Culpar a China por esta pandemia es reescribir la historia de la COVID-19

Una joven se somete a una prueba PCR en la ciudad china de Wuhan.

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Desde el principio de la pandemia, se ha cuestionado legítimamente qué sabían las autoridades chinas y cuándo lo supieron. El hecho de que Li Wenliang, el médico que el 30 de diciembre alertó a sus amigos sobre la existencia de un nuevo virus similar al SARS, fuera primero detenido e interrogado y más tarde sancionado, pone de manifiesto que las autoridades gubernamentales sentían un profundo temor por el riesgo de que se filtrara información sobre este brote a escala nacional y mundial. La policía de Wuhan lo amordazó por un supuesto “rumor”. Contrajo la enfermedad y murió de COVID-19 el 7 de febrero, a la edad de 34 años. Estaba casado y tenía un hijo. Su pareja, Fu Xuejie, dio a luz a su segundo hijo en común el pasado 12 de junio.

La comunidad internacional cuestiona y critica cada vez más la “diplomacia agresiva” de las autoridades chinas; el encarcelamiento y la represión del pueblo uigur en Xinjiang, la denegación de libertades a los tibetanos, la actitud combativa hacia Taiwán, los posibles peligros de permitir que Huawei forme parte de las tecnologías 5G occidentales, las reivindicaciones de Pekín en el Mar de la China Meridional y la imposición de una draconiana ley de seguridad nacional en Hong Kong que parece haber acabado con los movimientos democráticos.

Los políticos occidentales, liderados por el gobierno de los Estados Unidos, han intensificado sus ataques a China y han propiciado el caldo de cultivo para una nueva guerra fría. Tobias Ellwood, que preside la comisión de defensa de la Cámara de los Comunes, ha señalado en un escrito que “cualquier noción de que se puede confiar en China seguramente se ha disipado tras sus intentos iniciales -y desastrosos- de ocultar la pandemia de COVID-19”.

“Si finalmente se descubre que el virus comenzó a propagarse como resultado de la negligencia de un laboratorio de Wuhan”, afirma, “esto solo puede servir para reforzar los llamamientos a atenuar el alcance y la influencia de China”. El político cita a Churchill para argumentar que “el momento de plantar cara a China es ahora y el país que debe hacerlo es el Reino Unido”.

El gobierno chino tiene que responder a algunas preguntas. El primer caso de COVID-19, como se informó más tarde en The Lancet, tuvo lugar en Wuhan el 1 de diciembre. ¿Por qué las autoridades chinas tardaron un mes en informar a la comunidad internacional sobre el brote de una nueva y peligrosa enfermedad? Se trata de un virus altamente transmisible, por lo que con esas cuatro semanas de silencio se perdió un tiempo muy valioso para alertar al mundo sobre los riesgos del coronavirus.

Sin embargo, la escala de la reacción contra China es desproporcionada si se tienen en consideración las valiosas aportaciones de los científicos chinos a nuestra comprensión global de esta pandemia. Fueron los científicos chinos quienes describieron por primera vez, el 24 de enero, la amenaza que representaba esta enfermedad para los humanos. Fueron los científicos chinos quienes documentaron por primera vez la transmisión de persona a persona. Fueron los científicos chinos quienes secuenciaron por primera vez el genoma del virus. Fueron los científicos chinos quienes llamaron la atención sobre la importancia de ampliar el acceso de la población al material de protección personal, practicar pruebas masivas y hacer cuarentena. Fueron los científicos chinos quienes advirtieron de la amenaza de una pandemia.

En su libro, Hidden Hand: Exposing How the Chinese Communist Party is Reshaping the World (Tierra oculta: Exponiendo cómo el Partido Comunista Chino está transformando el mundo), Clive Hamilton y Mareike Ohlberg argumentan: “Se requiere una estrategia activa para hacer que el país no tenga tanto poder”.

Este acercamiento a China es profundamente equivocado. Mi experiencia de trabajar en China, donde he colaborado con científicos y médicos chinos de primer nivel y he cooperado con el gobierno chino en sus extraordinarios esfuerzos por fortalecer sus servicios de salud, me dice que China es un país complejo y que los veredictos simplistas de culpabilidad o inocencia malinterpretan sus intenciones.

En lugar de unirse al coro de críticas contra Pekín, tal vez uno debería tratar de ponerse en la posición de los políticos chinos. La narrativa occidental común es que, a medida que la economía del país ha crecido, también lo han hecho sus ambiciones estratégicas políticas, económicas, diplomáticas y militares. Según esta narrativa, China representa ahora una amenaza para el liderazgo occidental del mundo libre. China ha pasado de ser un socio a ser un competidor y rival. Se tienen que frenar sus ambiciones.

La visión china es muy diferente. El “siglo de la humillación”, cuando China estaba dominada por un Occidente de mentalidad colonial y Japón, sólo llegó a su fin con la victoria comunista en la guerra civil en 1949. El país creció de forma errática y con errores terribles bajo Mao Zedong, que pretendía establecer fronteras nacionales relativamente seguras. Deng Xiaoping creó las condiciones para la expansión económica, sacando a 800 millones de personas de la pobreza.

Todos los dirigentes chinos contemporáneos, incluido Xi Jinping, han considerado que su tarea consiste en proteger la seguridad territorial conquistada por Mao y la seguridad económica lograda por Deng. Muchos de los responsables políticos de China argumentarían que las acciones del gobierno no deben ser vistas como agresivas, sino como defensivas.

En el caso de la pandemia de COVID-19, los científicos chinos actuaron de manera decisiva y responsable para proteger la salud del pueblo chino. Aconsejaron el confinamiento de la población para frenar la transmisión del virus. Impulsaron estrictas políticas de distanciamiento para reducir las aglomeraciones. Y construyeron hospitales temporales para ampliar la capacidad de camas y para poder determinar quiénes eran los pacientes más enfermos que eran derivados a cuidados intensivos.

A diferencia de cómo las autoridades chinas gestionaron el brote de Sars en 2002-2003, y a pesar de las sombras sobre lo que ocurrió en diciembre, los médicos chinos advirtieron rápidamente a su gobierno y su gobierno advirtió al mundo. Las democracias occidentales no escucharon esas advertencias. Sin lugar a dudas, las autoridades chinas tienen que dar explicaciones pero culpar a China por esta pandemia es reescribir la historia de la COVID-19 y dejar de lado los errores cometidos por los países occidentales.

En momentos de tensión geopolítica, seguramente es mejor intensificar, en vez de debilitar, las relaciones personales e institucionales. Es mejor construir un mejor entendimiento entre los pueblos. La actual ola de sentimiento antichino, sinofobia, se ha convertido en un sentimiento desagradable, incluso racista, que amenaza la paz y la seguridad internacionales. Los 1.400 millones de habitantes de China no son inmunes a las conmociones económicas que actualmente envuelven al mundo. Una pandemia debe propiciar la solidaridad entre los pueblos, no el conflicto entre los gobiernos.

En lugar de acelerar una nueva guerra fría entre Occidente y China, la medicina y la ciencia médica pueden ayudar a establecer un nuevo pacto entre países. Todavía hay cabida para preguntas incómodas. Y todavía se pueden cuestionar acciones que se perciben como una vulneración de los derechos y libertades de la población. Sin embargo, se pueden formular estas preguntas y se pueden cuestionar determinadas acciones desde una base de compromiso para fortalecer la cooperación; no desde una posición amenazante y hostil. La pandemia es un momento para la conciliación, el respeto y la honestidad entre amigos.

Richard Horton es médico y editor de The Lancet

Traducido por Emma Reverter

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