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La estafa de las revistas científicas se acerca a su fin

Revista Nature

George Monbiot

Nunca subestimen el poder de una persona decidida. Primero fue Edward Snowden, con el sistema de seguridad estatal; luego la periodista británica Carole Cadwalladr, con sus investigaciones sobre el Big Data y Facebook; y ahora Alexandra Elbakyan, la joven científica kazaja que ha puesto patas arriba a una industria devenida en multimillonaria gracias a las barreras de pago para el conocimiento.

Sci-Hub, el rastreador web que Elbakyan fundó en 2011 para publicar artículos de acceso restringido, ha hecho más que ningún gobierno para enfrentar una de las mayores estafas de la era moderna: la que convierte en beneficios privados las investigaciones públicas que nos pertenecen a todos.

Todas las personas deberían tener la libertad de aprender y el conocimiento debería ser difundido de la forma más amplia posible. A nadie se le ocurriría decir que está en desacuerdo con estas afirmaciones. Sin embargo, los gobiernos y las universidades han permitido que las grandes editoriales académicas nieguen esos derechos. Tal vez la edición académica parezca un asunto oscuro y antiguo, pero su modelo de negocio está entre los más despiadados y rentables de todos.

El famoso timador Robert Maxwell fue uno de sus pioneros. Cuando vio que los científicos necesitaban estar informados sobre todos los desarrollos significativos que se dieran en su campo, entendió que las revistas que publicaban los artículos académicos con esos avances podían volverse monopólicas, cobrando tarifas exorbitantes por la transmisión del conocimiento. A su hallazgo lo llamó la “máquina de financiación perpetua”.

Maxwell también se dio cuenta que podía apropiarse del trabajo y los recursos de otras personas a cambio de nada. Los gobiernos financiaban la investigación que Pergamon, su compañía, publicaba; y los científicos escribían, revisaban y editaban las revistas sin cobrar. Su modelo de negocio se basaba en poner una barrera a los recursos públicos y de todos. O para usar el término técnico, un robo a plena luz del día.

Cuando sus otros emprendimientos empezaron a tener problemas, Maxwell vendió Pergamon al gigante editorial holandés Elsevier. Como todos sus grandes rivales, Elsevier ha mantenido hasta la fecha el modelo de negocio, con beneficios que siguen siendo espectaculares.

Cinco empresas publican la mitad de toda la investigación que se hace en el mundo: Reed Elsevier, Springer, Taylor & Francis, Wiley-Blackwell y la American Chemical Society. Para tener acceso a sus paquetes de revistas, las bibliotecas desembolsan fortunas. A los que no pertenecen al sistema universitario se les exige un pago de 20, 30 y a veces hasta 50 dólares por la lectura de un solo artículo.

Aunque las revistas de acceso abierto han crecido mucho, los investigadores siguen necesitando los artículos de pago de las revistas comerciales. A muchos no les queda otra alternativa que publicar sus investigaciones con estas empresas porque las personas que financian, recompensan o promocionan su trabajo los evalúan por el alcance de las revistas en las que se leen sus papers. Toda una estafa sobre la que ningún ministro de Ciencia ha dicho una sola palabra.

Este año me diagnosticaron cáncer y tuve que elegir entre varios tratamientos alternativos. Antes de tomar una decisión quise documentarme. Es decir, leer artículos científicos. De no ser por el material pirateado que encontré en Sci-Hub, habría tenido que gastar miles de libras. Pero igual que la mayoría de la gente, no tengo ese dinero, así que me habría dado por vencido antes de adquirir la información necesaria. Solo puedo especular con lo que habría ocurrido de no tener acceso a esos papers que influyeron en mi decisión, pero es posible que Elbakyan, a la que no conozco, me haya salvado la vida.

Como muchos científicos de países con programas de investigación poco dotados, Elbakyan se dio cuenta de que no podría terminar su investigación en neurociencia sin artículos pirateados. Indignada por la barrera en los conocimientos que levantaban las revistas, utilizó sus habilidades como hacker para compartir los papers con la comunidad. Sci-Hub permite el acceso libre a 70 millones de papers que, de otra manera, estarían bloqueados detrás de las barreras de pago.

En el año 2015, la demandó Elsevier y ganó 15 millones de dólares por los daños y perjuicios causados con la infracción de los derechos de autor. En 2017, y por una demanda de la American Chemical Society, le pusieron una multa de 4,8 millones de dólares.

Los dos fueron casos civiles, relativos a asuntos civiles. Los tribunales estadounidenses consideran que las acciones de Elbakyan constituyen una violación a los derechos de autor y un robo de información, pero para mí su trabajo es una forma de devolver al dominio público cosas que nos pertenecen y por las que hemos pagado.

En la gran mayoría de los casos, las investigaciones denunciadas como pirateadas han sido pagadas por los contribuyentes. La mayor parte del trabajo de redacción, revisión y edición se desarrolla en universidades y con fondos estatales. Pero este bien público es capturado, empaquetado y vendido de nuevo a los contribuyentes por unas tarifas desproporcionadas.

Las bibliotecas públicas son las que más pagan por ellos. Los contribuyentes desembolsan dos veces: primero para financiar la investigación y luego para leer el trabajo que han patrocinado. Tal vez haya justificaciones legales para esta práctica. Justificaciones éticas no hay ninguna.

Alexandra Elbakyan vive ocultándose. Lejos de la jurisdicción de los tribunales estadounidenses, va cambiando de dominio a Sci-Hub a medida que hacen caer la página.

No es la única persona que ha desafiado a las grandes editoriales. La Biblioteca Pública de Ciencia (Public Library of Science) fue fundada por investigadores que se oponían a la forma en que la industria impide el acceso público al conocimiento. También protestaban por la lentitud, la torpeza y la antigüedad de un proceso de publicación que frena la investigación científica. Han demostrado que no hace falta pagar para tener revistas excelentes, con defensores como Stevan Harnad, Björn Brembs, Peter Suber y Michael Eisen cambiando la percepción del público sobre el tema.

Aaron Swartz, el brillante innovador de Internet, intentó compartir en el dominio público 5 millones de artículos científicos. Se quitó la vida cuando se vio ante la posibilidad de pasar décadas encerrado en una prisión federal estadounidense por aquel acto desinteresado.

Las bibliotecas ahora se sienten capaces de enfrentarse a las grandes editoriales. Pueden negarse a renovar los contratos porque saben que sus usuarios tienen alternativas para evitar la barrera de pago. Ahora que el sistema comienza a chirriar, los organismos de financiación estatal encuentran por fin el valor de hacer lo que deberían haber hecho hace décadas: exigir la democratización del conocimiento.

Un consorcio europeo de estos organismos (entre ellos, las principales agencias de investigación del Reino Unido, Francia, los Países Bajos e Italia) publicó la semana pasada su Plan S. A partir de 2020, insisten, la investigación que ya haya sido pagada con impuestos dejará de estar bloqueada. Todos los investigadores que se financien con estos organismos deberán publicar su trabajo exclusivamente en revistas de acceso libre.

Las editoriales están enfurecidas. Springer Nature ha argumentado que el plan “podría socavar todo el sistema de publicación de investigaciones”. Sí, esa es la idea. Los editores de la serie Science sostienen que “interrumpiría las comunicaciones académicas, perjudicaría a los investigadores y tendría un efecto negativo sobre la libertad académica”. “Si crees que la información no debería costar nada, usa Wikipedia”, dice Elsevier recordándonos, sin darse cuenta, lo que ocurrió con las enciclopedias comerciales.

El Plan S no es perfecto, pero debería ser el principio del fin del escandaloso legado de Maxwell. Mientras tanto, y como una cuestión de principios, no pagué ni un céntimo por leer un artículo académico. La elección ética es leer el material robado que publica Sci-Hub.

Traducido por Francisco de Zárate

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