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The Guardian en español

OPINIÓN

No es demasiado tarde para librarnos de esta estúpida adicción al gas ruso

El presidente ruso, Vladímir Putin y el excanciler alemán Gerhard Schroeder, en Moscú en 2018.

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Las instalaciones de almacenamiento de gas natural en Europa se han convertido en una línea de defensa crucial ahora que Rusia amenaza con cortar el suministro de un combustible del que depende gran parte del continente.

La buena noticia es que bajo la ciudad de Rehden, en la Baja Sajonia, Alemania tiene una enorme capacidad de almacenamiento de gas natural. Se trata del principal depósito estratégico de Europa occidental, capaz de almacenar suficiente gas natural como para abastecer a dos millones de hogares durante un año.

La mala noticia es el nombre de su propietaria: una empresa llamada Astora, que a su vez es filial de la energética estatal rusa Gazprom. Astora es propietaria de una cuarta parte de los depósitos de gas de Alemania y los tiene todos prácticamente vacíos: los han dejado al 10%, o menos, de su capacidad. Como dijo el ministro alemán de Asuntos Económicos y Acción Climática, los depósitos han sido “vaciados de forma sistemática”.

Una estupidez dentro de otra como si fueran muñecas rusas: Alemania ha permitido que sean empresas privadas las que controlen sus reservas estratégicas sin imponer ningún requisito legal sobre la cantidad de gas que deben contener esos depósitos. Tampoco ha impedido que esas empresas sean controladas por Estados extranjeros. Igual que Reino Unido, Alemania ha cedido este aspecto crítico de su seguridad a esa misteriosa deidad llamada “el mercado”.

Alemania se hizo adicta al gas ruso con la creación del gasoducto Nord Stream 1, a pesar de que los analistas advertían del lastre estratégico que eso supondría. Sus advertencias se han visto confirmadas: el Nord Stream 1 es el gasoducto que ahora Rusia amenaza con cerrar, en represalia por las sanciones.

Como si la intención fuera reforzar esa dependencia, Alemania encargó en 2005 la construcción de un segundo gasoducto, el Nord Stream 2. El entonces canciller, Gerhard Schröder, lo aprobó a toda prisa justo antes de dejar el cargo. Pocas semanas después era nombrado responsable del comité de accionistas de Nord Stream AG, que supervisó la construcción del gasoducto. Más tarde se incorporó a los consejos de administración de varias filiales de Gazprom y fue nombrado presidente del consejo de supervisión de la petrolera estatal rusa Rosneft.

¿Por qué Alemania necesita tanto el gas ruso? En parte porque tras la catástrofe de Fukushima, en 2011, el Gobierno alemán decidió cerrar todas las centrales nucleares del país, como si en Baviera hubiera riesgo de tsunami. El cierre nuclear fue para Alemania lo que el Brexit para Reino Unido: un acto de autolesión innecesario impulsado por la desinformación y por la búsqueda irracional de culpables donde no los había.

Dos meses después de aquella decisión, Gazprom y la empresa alemana RWE firmaron un memorándum de entendimiento. “En vista de las recientes decisiones del Gobierno alemán de reducir sus programas de energía nuclear, vemos buenas perspectivas para la construcción de centrales eléctricas de gas nuevas y modernas en Alemania”, decía.

“Habremos eliminado la energía nuclear en 2022”, explicó en 2019 Angela Merkel en el Foro Económico Mundial. “Tenemos un problema muy difícil (…) No podemos prescindir de la energía para el nivel mínimo de demanda. Por tanto, el gas natural jugará un papel más relevante durante un par de décadas (…) Está perfectamente claro que seguiremos obteniendo gas natural de Rusia”, dijo. El 49% del suministro de gas de Alemania depende ahora de Rusia.

¿Vetar a Rusia?

Técnica y políticamente, parece demasiado tarde para deshacer esta imprudente decisión, que sustituyó una fuente de electricidad de bajas emisiones de carbono por otra de altas emisiones. Como resultado de esta acumulación de estupideces, Rusia no necesita entrar en guerra con Alemania para infligirle un daño letal: le basta con cortar el gas.

Una dependencia similar afecta a gran parte de Europa: Rusia representa el 41% de sus importaciones de gas, el 27% de sus importaciones de petróleo y casi la mitad de sus importaciones de carbón. 

El Gobierno británico ha prometido eliminar el petróleo ruso para finales de 2022, pero solo para este año se espera que Reino Unido financie la maquinaria bélica del Kremlin con 2.000 millones de libras esterlinas en pagos por su gas licuado (unos 2.400 millones de euros).

Aunque representan la principal fuente de divisas de Rusia, el gas, el petróleo y los bancos que los financian forman parte de las industrias rusas no sancionadas por la UE, Reino Unido o Estados Unidos. ¿Por qué no? Porque no hemos conseguido desprendernos de los combustibles fósiles y nos hemos dejado arrinconar en una relación de pusilánime dependencia con el despótico Gobierno de Rusia. Por un lado criticamos severamente a Vladímir Putin y por otro le pasamos discretamente el dinero que necesita para seguir cometiendo atrocidades en Ucrania. Aprovecha nuestra adicción a los hidrocarburos como un camello despiadado.

Transición energética integral

Europa ya sufría una crisis por el precio del gas incluso antes de la invasión de Ucrania, con facturas por la calefacción de los hogares cada vez más altas. Hoy el precio del gas es una catástrofe. Solo tenemos un único motivo para considerarnos afortunados: Putin ha invadido Ucrania en primavera y no en otoño. Tenemos de plazo hasta octubre, cuando volverá a aumentar la necesidad de calefacción, para completar una transición energética integral que debería haber llegado hace años.

¿Se puede hacer tan rápido? Sí. Cuando los gobiernos quieren actuar pueden hacerlo con mucha fuerza y eficacia. Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, pasó de ser una economía eminentemente civil a una economía militar en un periodo similar. Desde la industria hasta los servicios y la administración pública, todo se reformó de manera exhaustiva. De una forma o de otra, casi todos los ciudadanos se movilizaron para apoyar el esfuerzo bélico. Entre 1942 y 1945, el Gobierno federal gastó más que entre 1789 y 1941. 

Ahora podríamos pasar de una economía de alto uso de carbono a una de bajas emisiones con esa rapidez y decisión si logramos la misma determinación y sumamos los mismos recursos, desplegando un gigantesco programa para el aislamiento térmico de los hogares, la instalación de bombas de calor, el desarrollo de energías renovables, el uso del transporte público y otras tecnologías ya probadas.

Invertir en desarrollo tecnológico

Tal vez podamos ir aún más lejos. A finales de 1941 el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, aprobó un programa estratégico para desarrollar dos tecnologías totalmente nuevas a partir de un descubrimiento científico que solo tenía tres años. El desarrollo de las dos se completó en menos de cuatro años: eran las armas nucleares de explosión y de implosión.

El hecho de que se tratara de dos tecnologías que provocan pesadillas no le resta importancia al principio: cuando los gobiernos despliegan su poder, dejan de regir las viejas reglas que determinan lo que es posible y lo que no. Me pregunto qué podría pasar si los gobiernos dedicasen niveles similares de recursos y voluntad política al desarrollo de tecnologías nucleares más amables, incluyendo el diseño de nuevos módulos de reactores nucleares de menor tamaño y programas de fusión nuclear. Sospecho que las cosas podrían cambiar a una velocidad extraordinaria.

Las medidas necesarias para evitar la catástrofe medioambiental son las mismas que hacen falta para quitarnos de encima nuestra dependencia de los gobiernos autocráticos que controlan los combustibles fósiles y de las empresas que están cometiendo un ecocidio con ellos. Dejar sin fondos a la maquinaria militar rusa y evitar el colapso de la vida en la Tierra. Podemos hacer las dos cosas a la vez. ¿A qué estamos esperando?

Traducción de Francisco de Zárate

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