Un futuro de soledad
A finales del invierno pasado, Google puso un gigantesco anuncio de Android, su sistema operativo, en Times Square (Nueva York). Estaba en minúsculas y con tipografía de palo seco –la marca de la multinacional para expresar buen rollo–, y decía así: “hay que estar juntos. no ser el mismo”. Ese mantra mal puntuado resume la propuesta más seductora de la Red: un espacio donde nadie sufre el dolor de la soledad; donde la amistad, el amor y el sexo están a solo un clic de distancia y donde la diferencia es fuente de glamour, no de vergüenza.
Internet promete lo mismo que las ciudades, contacto. Parece ofrecer un antídoto contra el aislamiento, que hasta supera la oferta del más utópico de los medios urbanos por el procedimiento de permitir que los desconocidos establezcan relaciones a partir de intereses comunes, por muy tímidos que sean o muy solos que estén en sus vidas físicas. Pero la proximidad, como bien saben los urbanitas, no implica necesariamente intimidad. El acceso a otras personas no basta para disipar la niebla del aislamiento interior. La sensación de soledad puede ser más intensa en una multitud.
En 1942, el pintor estadounidense Edward Hooper creó el paradigma por excelencia de la soledad urbana, Nighthawks. Es una escena nocturna, de un bar con cuatro personas separadas de la calle por un cristal curvado; una inquietante imagen de desconexión y distanciamiento. Hopper siempre se mostró especialmente preocupado por la vivencia humana de la electrizante urbe, y por la forma que tiene esta de unirnos mientras nos encierra en celdas cada vez más pequeñas y expuestas. Sus cuadros son una arquitectura de la soledad; reproducen las restringidas unidades de oficinas y apartamentos donde unos exhibicionistas involuntarios revelan su vida privada en fotogramas enmarcados en cristal.
Han pasado más de 70 años desde que Hooper pintó Nighthawks, y sus inquietudes a cuenta de las relaciones sociales no han perdido relevancia alguna; pero esa preocupación sobre la ciudad física se ha visto superada por los temores derivados de un espacio público tan nuevo como virtual, Internet. Hemos entrado en un mundo de pantallas que van mucho más allá de la turbadora visión del pintor.
La soledad se enfoca en el acto de ser visto. Cuando una persona está sola, arde en deseos de que lo reconozcan, lo acepten y lo deseen; pero, al mismo tiempo, recela cada vez más de la exposición. Según una investigación de la Universidad de Chicago, llevada a cabo durante la última década, la sensación de soledad desencadena lo que los psicólogos definen como un estado de hipervigilancia ante una hipotética amenaza social. El individuo, que entra en dicho estado de forma inconsciente, se vuelve hipersensible al rechazo y empieza a percibir las relaciones sociales como un hecho tenido de hostilidad o desprecio. El resultado es un círculo vicioso de retiradas que aumentan la paranoia del solitario e intensifican su sensación de aislamiento.
Ese es el punto donde la Red se muestra más seductora. Escondidas tras una pantalla, las personas que están solas tienen el control. Pueden buscar compañía sin correr el peligro de revelarse o de parecer demasiado ansiosas por el contacto humano; pueden alcanzar a los demás o pueden esconderse de ellos; pueden acechar y mostrarse como son, a salvo de la humillación de que los rechacen cara a cara. La pantalla actúa como filtro protector, como una cortina que permite la invisibilidad y las transformaciones. Cualquiera puede filtrar su imagen, ocultar los elementos menos atractivos y resurgir mejorado, es decir, crear un avatar cuyo objetivo consiste en gustar. Y entonces aflora un problema, porque el contacto que se obtiene no es como el de la intimidad. Crear una imagen impecable de uno mismo puede servir para conseguir seguidores o amigos de Facebook, pero no cura necesariamente la soledad porque la cura no consiste en que te miren, sino en que te vean y te acepten por completo: tan feo, infeliz y extraño como radiante y perfectamente preparado para hacerte una selfie.
Vigilancia y castigo
Este aspecto de la vida digital se encuentra entre las inquietudes de Sherry Turkle, del Massachusetts Institute of Technology (MIT). Treinta años de escribir textos sobre la interacción del ser humano y la tecnología la han vuelto particularmente desconfiada sobre la capacidad de los espacios digitales para satisfacernos. En su opinión, uno de los problemas de Internet es que estimula la ficción en términos personales. “La pantalla –escribió en Alone Togheter (2011)– ofrece la oportunidad de reinventarse a uno mismo para convertirse en la persona que se quiere ser, así como de imaginar a los otros como se quiere que sean, moldeándolos en función de lo que se necesite. Es una costumbre intelectual atractiva, pero peligrosa”.
Sin embargo, hay otros peligros. Mi propio uso de las redes sociales alcanzó su apogeo durante una época dolorosamente solitaria. Era el otoño del año 2011. Yo vivía en Nueva York; acababa de salir de una relación amorosa, y estaba a miles de kilómetros de mi familia y amigos. Adoraba el contacto que me ofrecía: las conversaciones, las bromas, la acumulación de observaciones positivas, el favoriteo de Twitter, los “me gusta” de Facebook y los pequeños dispositivos diseñados para alimentar el ego. Casi siempre, tenía la impresión de que aquel intercambio de atención e información funcionaba bien; sobre todo en Twitter, con su facilidad para provocar diálogos entre desconocidos. Parecía una comunidad, un lugar alegre; incluso un salvavidas, teniendo en cuenta que yo estaba aislada de lo demás. Pero, a medida que pasaban los años (1.000 tuits, 2.000 tuits, 17.400 tuits), también aumentaba mi sensación de que las reglas estaban cambiando y de que cada vez costaba más establecer un contacto real, aunque siguiera siendo un medio incomparable en calidad de fuente informativa.
Aquel periodo coincidió con lo que parecía ser un cambio profundo en las costumbres digitales. Desde entonces, se ha producido un aumento radical de la hostilidad en Internet y de la conciencia de que esa preciosa sensación de intimidad que ofrece la comunicación por ordenador no es más que una ilusión catastrófica. La presión por parecer perfectos es mayor que nunca, y la pantalla que antes protegía ya no sirve para trazar el límite entre lo real y lo virtual. Los miembros de las redes sociales se están dando cuenta de que su audiencia de desconocidos los puede condenar a un frenesí de humillación o convertirlos en cabezas de turco en cualquier momento.
El ambiente de vigilancia y castigo destruye la intimidad porque vuelve peligrosa la revelación de errores e imperfecciones. La tranquilidad que yo sentía en Twitter disminuyó rápidamente cuando algunas personas empezaron a subir imágenes de desconocidos a los que habían fotografiado en transportes públicos, con la boca abierta. El hecho de saber que Internet se estaba convirtiendo en un lugar para humillar a otros dañó mi antigua sensación de seguridad, que había contribuido a que la Red me pareciera un refugio para los solitarios.
Lo social y lo corporativo
Pero la disolución de la frontera entre lo público y lo privado, la sensación de estar siendo vigilado y juzgado, no depende sólo de los observadores humanos. También nos vigilan nuestros propios dispositivos. Trevor Paglen, artista y geógrafo, decía recientemente en la revista Frieze: “Hemos llegado a un punto (o quizá lo hayamos superado hace tiempo) donde la mayoría de las imágenes del mundo son obra de máquinas y para máquinas”. Este medio de transparencia obligatoria es equivalente al bar de Nighthawks, y casi todo lo que hacemos, desde ir al supermercado hasta subir una fotografía a Facebook, queda registrado y se utiliza para prever y explotar económicamente nuestros actos futuros, alentándolos o inhibiéndolos.
Esa vinculación creciente de lo corporativo y lo social, esa insidiosa sensación de estar siendo vigilado por ojos invisibles exige una minuciosidad también creciente sobre lo que se dice y sobre dónde se dice. El riesgo de sufrir rechazo o juicios virulentos provoca exactamente la clase de hipervigilancia y renuncia que aumenta la soledad. Y, por otra parte, hemos empezado a comprender que nuestras huellas digitales nos sobrevivirán.
En 1999, el crítico Bruce Benderson publicó un ensayo emblemático, Sex and Isolation, donde decía: “Estamos fundamentalmente solos. Nada deja huella. Los textos e imágenes de hoy pueden parecer tan reales como esculturas, pero son perecederos, un simple bloqueo temporal de cualquier luz invasiva. Por mucho tiempo que estén las palabras y las imágenes en nuestras pantallas, no habrá incrustación; todo será reversible”.
Benderson pensaba que la transitoriedad de la Red era el motivo por el que resultaba tan desoladora, pero a mí me preocupa más que todo lo que hacemos sea permanente. Es obvio que, en aquella época (dos años antes del 11-S y 14 antes de que Edward Swnoden revelara el sistema de vigilancia social que puso en marcha), nadie podía imaginar la siniestra permanencia de la Red futura, donde los datos tienen consecuencias y no se pierde nada: ni fichas policiales ni fotografías bochornosas ni búsquedas de pornografía infantil en Google ni enfermedades embarazosas ni historiales de torturas en países enteros.
Cuando somos conscientes de que nada de lo que decimos –por muy trivial o absurdo que sea– desaparecerá completamente de Internet, nos cuesta correr los riesgos que las relaciones sociales implican. Puede que esté cometiendo el mismo error de tantos solitarios, y que esté siendo demasiado negativa, demasiado paranoide. Puede que seamos capaces de adaptarnos y de encontrar la intimidad en este paisaje de exposición sin precedentes. Sin embargo, quiero saber adónde nos dirigimos. ¿Qué efectos tendrá esta sensación de escrutinio constante sobre nuestra capacidad para relacionarnos?
La tecnología provoca ansiedad
El futuro no surge de la nada. Toda tecnología nueva provoca una ola de ansiedad; todas cambian las normas de la comunicación y reorganizan el orden social. El teléfono, ese dispositivo milagroso que elimina la distancia, es un buen ejemplo. Cuando la Bell Telephone Company unió los dos primeros aparatos (llamados Nº 1 y Nº 2) en abril en 1877, algunas personas lo percibieron como un instrumento casi espeluznante, porque separaba la voz y el cuerpo. Luego, la percepción cambió y se empezó a ver como salvavidas, un remedio contra la soledad que resultaba particularmente útil a las mujeres de zonas rurales que se encontraban lejos de familiares y amigos. Pero el teléfono no estuvo exento de temores relativos al anonimato.
Al abrir un canal entre el mundo exterior y el mundo doméstico, el teléfono facilitaba comportamientos irrespetuosos. Desde el principio, hubo gente que hacía llamadas obscenas a desconocidos y a las “chicas hola” que trabajaban en las centralitas. Además, había gente que tenía miedo de que el auricular pudiera transmitir gérmenes a través del aliento, y de que otros pudieran estar acechando y escuchando conversaciones privadas. Lo primero era una fantasía; pero lo segundo era real, tanto si quien escuchaba era una operadora como un vecino en una línea compartida.
La ansiedad ante las nuevas tecnologías también incluye el miedo a los malentendidos. En 1930, Jean Cocteau escribió La voz humana, un inolvidable monólogo que está íntimamente ligado a los agujeros negros que se producen por los fallos de una comunicación tecnológicamente mediatizada. Sólo se trata de una mujer que mantiene una conversación por una línea mala -como se decía entonces- con un amante que la ha dejado plantada y que está a punto de casarse con otra. El peligro constante de que la línea se corte o de que otras voces ahoguen la suya exacerba su terrible dolor. “Pero si estoy hablando en voz alta... ¿Me oyes...? Ah, ahora te oigo. Sí, ha sido terrible, como estar muerta. Estás aquí y no puedes hacerte oír.” La obra dio pie a una película protagonizada por Ingrid Bergman cuya última escena no deja duda alguna sobre la identidad del culpable: la cámara se fija sombríamente en el negro y brillante auricular, que aún emite el tono de llamada cortada cuando aparecen los títulos de crédito.
El fragmentado y deshilvanado diálogo de La voz humana enfatiza el hecho de que un dispositivo diseñado para hablar puede servir de facto para dificultar la comunicación. Y si el teléfono es una máquina de compartir palabras, la Red es una máquina de construir y compartir identidades. A Cocteau le preocupaba que la tecnología pudiera influir sobre nuestra capacidad de hablar abiertamente con otra persona; pero, en la era de Internet, esa preocupación se ha transformado en terror a que las fronteras entre las personas hayan desaparecido por completo.
I-Be Area es una vibrante, alarmante y caótica película del año 2007 que se centra precisamente en las cuestiones de la identidad y su disolución. El personaje principal está enzarzado en una guerra contra su clon y contra el avatar de su clon. Utilizando grandes cantidades de maquillaje, saltos de montaje y efectos digitales baratos, la película expresa algunas de los desquiciantes peligros y posibilidades de la vida digital. Todo el elenco, incluidos los niños del principio, que hacen vídeos almibarados para que los adopten, pretende convertirse en una persona deseable; pero se dirigen a una audiencia que en cualquier momento se puede disolver o volver agresiva, lo cual los obliga a ser cada vez más creativos y a transformarse de formas cada vez más raras. Encerrados con frecuencia en lo que parecen ser dormitorios de adolescentes, no dejan de hablar en ningún momento. Es un maremoto de rápidas y agudas inflexiones de pijas palurdas, peroratas de estrellas del porno de Youtube, clichés del mundo empresarial, engendros lingüísticos de bots y jerga de programadores. Todo el mundo está vendiendo. Nadie escucha.
El creador de esta hilarante y visionaria película es Ryan Trecartin, un hombre de 34 años con cara de niño a quien Peter Schjeldahl, crítico del New Yorker, definió “el artista más relevante desde la década de 1980”. Trecartin siempre trabaja con un grupo de amigos. Tienen una estética a lo “hágalo usted mismo” con reminiscencias frecuentes del cineasta Jack Smith (genio underground de los sesenta), de las habilidades transformistas de Cyndy Sherman, de la violencia física de Jackass y del estúpido candor confesional de los reality shows televisivos.
Sus películas toman las experiencias de la cultura digital contemporánea (la apasionante y nauseabunda sensación de ser superado por un mar de posibilidades, empezando por la de convertirse en otro) y las acelera. Son obras extraordinariamente divertidas; pero, como puntualiza la crítica Maggie Nelson, “los espectadores que vean a Trecartin como un sabio idiota, que ha venido a responder a la pregunta de si vamos a estar bien, no se quedarán precisamente tranquilos”.
Al ver ese diestro y bien afinado caos, se tiene la inquietante sensación de que la cámara está grabando nuestras propias vidas. Los personajes de Trecartin saben que los pueden poseer, convertir en marca, descartar o rediseñar (aunque dudo que el director estuviera de acuerdo con el término personaje, porque implica una personalidad sólida, típica del siglo XX, que se ha desvanecido). Cuando los presionan, sus identidades se deforman y se derriten.
El arrobamiento que dichas transformaciones provocan es lo más fascinante del trabajo de Trecartin. Nos deja con la tentación de pensar que su propuesta podría ser una solución futurista de la soledad: disolver la identidad y erradicar por completo y la onerosa y limitada individualidad. Pero aún quedarían elementos incómodos, ocultos bajo la superficie. Empezando por quién está mirando.
Durante los dos últimos años, Trecartin ha estado trabajando con la comisaria Lauren Cornell para organizar juntos la Trienal 2015 del New Museum de Nueva York, que se abrió al público a finales de febrero. La exposición reúne a 51 artistas cuyas obras reflejan la vida digital. El título elegido, Audiencia rodeada, expresa bien las posibilidades de contacto social que se han abierto, tanto en los aspectos más agradables como en los menos. El artista es aquí un testigo o, quizá, una persona atrapada en un experimento del que nadie puede escapar.
El problema de la soledad y la intimidad
Estuve cuatro veces en la exposición. Fue en febrero, a lo largo de una semana de frío polar. Quería saber cómo afrontaban los artistas contemporáneos los problemas de la soledad y la intimidad. Desde mi punto de vista, la obra más beligerantemente distópica era “Freedom”, de Josh Kline, una instalación que recreaba el parque Zuccotti, el espacio privado de Manthattan que Occupy Wall Street tomó. Kline había poblado la réplica con cinco teletubbies de tamaño humano que llevaban uniforme de antidisturbios, con sus pistoleras, sus cascos, sus botas de nueve agujeros y sus chalecos antibalas. Pero también llevaban otra cosa: en sus estómagos, había unas televisiones que emitían grabaciones donde policías fuera de servicio leían en voz alta y sin emoción alguna textos que los activistas habían publicado en las redes sociales. El trabajo de Kline hace tangible las dificultades crecientes de los espacios donde vivimos, y lo fácil que resulta apropiarse de nuestras palabras. Mientras estaba allí, escuchando las grabaciones, vi que una jovencita con un bebé se hacía varios selfies con uno de los muñecos antidisturbios.
¿Qué se siente al estar bajo vigilancia? Muchas de las obras insinúan que es parecido a estar en la cárcel o, tal vez, en los terribles búnkers de cuarentena diseñados por el artista Nadim Abbas, de Hong Kong. Sus celdas minúsculas, tan pequeñas como una cama individual, están decoradas y amuebladas al estilo de los pisos terapéuticos, con plantas, telas de rayas y pinturas abstractas; un ambiente de hogar a la moda que contradice la violencia implícita del espacio. Como en Nighthwks, no hay forma de entrar ni de salir; sólo hay un cristal que facilita el voyeurismo e impide cualquier tipo de contacto directo. Se puede tocar, pero únicamente con dos pares de guantes de plástico negro: uno, para el guardia, la enfermera o el carcelero que tenga necesidad de acceder y otro, para el recluso. Cuesta imaginar un lugar más solitario.
Sin embargo, Audiencia rodeada también tiene obras que muestran la capacidad de Internet para unir, crear comunidades y romper el aislamiento. “Juliana”, la extraordinaria escultura que Frank Benson hizo de Juliana Huxtable, una DJ de 26 años, me parece un símbolo triunfante de la reinvención personal. Huxtable es transexual, y la escultura -de tamaño natural, hecha con impresora 3D- muestra su cuerpo desnudo con sus pechos y su pene, es decir, las características que supuestamente definen el sexo al que se pertenece. Está reclinada en un plinto, con coletas que caen sobre su cuerpo y una mano extendida en gesto de elegante exigencia: una figura regia y de piel brillante, pintada en un metálico y fantasmal azul verdoso.
Juliana es un icono de la lucha de los transexuales por redefinir la autenticidad. El movimiento por los derechos de los trans no ha surgido por casualidad en una época donde la tecnología facilita la creación de identidades y comunidades. Cuando Sherry Turkle habla sobre los peligros inherentes a la reinvención de la personalidad, olvida que la capacidad de crear y manifestar una identidad frecuentemente prohibida o condenada en el mundo físico es de crucial importancia para muchas personas; sobre todo, para aquellas cuyo género, sexualidad o etnia se considera marginal.
El futuro no anuncia su llegada. En A Visit from the Goon Squad (2010), la novela de Jennifer Egan que ganó el premio Pulitzer, hay un pasaje de un futuro cercano donde una joven y un hombre mayor mantienen una reunión de negocios. Tras hablar un rato, la joven se empieza a poner nerviosa porque el hombre quiere que hable más; y, a pesar de que están sentados juntos, le pide que, en lugar de hablar, se escriban mensajes. Mientras la información fluye silenciosamente entre sus dos aparatos, ella adopta una expresión “casi adormilada de alivio”, que define el intercambio como puro. Recuerdo que, cuando lo leí, me pareció maravillosa, sorprendente y abominablemente inverosímil; pero cambié de opinión y, meses después, sólo me parecía tan perfectamente creíble como ligeramente torpe, aunque comprensible en un momento de necesidad. Y eso es justo lo que hacemos: escribirnos en compañía, enviar mensajes de correo electrónico a colegas que están en la misma mesa, evitar los encuentros y enviar privados por Twitter.
Cuando estuve en Nueva York, quedé con Trecartin para charlar sobre Audiencia rodeada y para que me diera su opinión sobre el futuro al que nos dirigimos. Llevaba un café y una sudadera roja con capucha donde se leía la palabra Hunt, que había sacado de un rodaje. Hablaba mucho más despacio que los verborréicos personajes de sus obras, y se detenía con frecuencia a buscar un término exacto para lo que intentaba expresar. Él también creía que, con la aceleración de los últimos años, hemos entrado abrupta y casi inconscientemente en una época tan anunciada como nueva. “Puede que aún no parezcamos distintos, pero lo somos y mucho”, dijo.
Trecartin opina que lo que define este espacio, este futuro que ya ha llegado, es la atenuación de la frontera entre individuos y redes. “Tenemos vidas compartidas y mantenidas de forma externa, que ya no controlamos en su totalidad.” Sin embargo, Trecartin se muestra decididamente optimista sobre las consecuencias de la tecnología: “Es obvio que nada de esto se puede controlar, pero podemos virar, luchar por un uso compasivo del proceso y ayudar a que las cosas se decanten a favor de la gente y no en contra cuya... Puede que suene un poco ingenuo, pero me parece completamente natural. Es como un camino que ya hubiéramos transitado. Estamos haciendo cosas que ya estaban dentro de nosotros”.
El miedo a que la tecnología sea antinatural
La palabra clave en su discurso es compasión; pero a mí me sorprendió su uso del término natural. Las críticas a la sociedad tecnológica suelen estar dominadas por el temor de que lo que está pasando sea profundamente antinatural; de que nos estemos convirtiendo en poshumanos y de que estemos entrando en lo que Turkle llama “el momento robótico”. Pero Audiencia rodeada me pareció muy humana; una mezcla intensamente vital de curiosidad, esperanza y miedo, llena de estrategias creativas al servicio del compromiso y la subversión.
Durante aquella semana de febrero, me sentí reiteradamente atraída por una obra en particular. Era un corto sin nombre, de seis minutos, del artista australiano Oliver Laric, quien tiende a enfocar su trabajo en la tensión entre copias y originales. Laric había retocado escenas de transformaciones físicas de docenas de dibujos animados, a los que añadió un extraño, melancólico e inquietante bucle musical. Nada permanece. Las formas cambian constantemente. Una pantera se transforma en una chica preciosa; Pinocho pasa a ser un burro, y una anciana se derrite y se convierte en barro.
Cuando ven que sus cuerpos se funden y modifican, la gente adopta expresiones asombrosas; una mezcla desgarradora de pánico y resignación. El corto de Laric capta nuestra ansiedad ante la imagen que damos: ¿Soy deseable? ¿Necesito cambiar o mejorar? Pero esa sensación de no tener el control, de estar sometido a siniestras fuerzas externas, siempre ha sido una parte inherente al ser humano. Estamos atrapados en una existencia temporal, con las turbulencias y pérdidas que eso conlleva. A fin de cuentas, ¿hay algo más cercano a la ciencia ficción que el horror diario de envejecer, enfermar y morir?
Por algún motivo, la fragilidad que el corto de Laric expresa me dejó con un sentimiento de esperanza. Al hablar con Trecartin, a quien sólo saco tres años, me sentí como si estuviera con una persona de una generación distinta. Mi propio concepto de soledad se basa en la creencia de que las identidades son tan firmes como distintas entre sí, creencia que él considera anticuada. Desde su punto de vista, el individuo siempre está deslizándose hacia los demás, pasando por ciclos incesantes de transformación; y sus vidas ya no están separadas, sino entrelazadas.
Puede que esté en lo cierto. No somos tan firmes como yo creía. Tenemos cuerpos propios, pero también somos redes que viven dentro de máquinas y en la cabeza de otras personas, con recuerdos y flujos de datos. Nos observan, y ya no tenemos el control. Ansiamos contacto, y eso nos asusta. Pero, mientras seamos capaces de sentir y de mostrarnos vulnerables, la intimidad no habrá perdido la batalla.
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez