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The Guardian en español

En primera persona

Soy una mujer afgana en Kabul que trabaja para una ONG occidental y me siento olvidada

Kabul
Dos hombres caminan junto a un salón de belleza cerrado y vandalizado en una calle de Kabul.

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Soy una mujer afgana de entre 20 y 30 años que vive en Kabul. Tengo cinco hermanas. La mayor completó la escuela primaria. La segunda es matrona y la tercera está haciendo su doctorado. Mi hermana menor es cineasta y la más pequeña es estudiante de secundaria y miembro de un equipo de voleibol. Por mi parte, estudio en una universidad en Kabul. Aunque nuestros padres no recibieron educación, se han empeñado en lograr que pudiésemos estudiar.

Durante los últimos dos años he trabajado para una ONG occidental que defiende a las mujeres y trabaja por una sociedad estable, sostenible y equitativa. Cuando supe que los talibanes tomarían el poder, me preocupé por mi futuro y por el futuro de cada afgano, en especial de las mujeres y los jóvenes. Fue triste pensar que las mujeres retrocederíamos a la década de 1990 y viviríamos puertas adentro y cubiertas por un burka.

También tengo miedo de lo que pueda pasarme a mí. Dado que trabajamos en una ONG occidental, mis compañeros y yo creíamos que recibiríamos ayuda. Sin embargo, cuando pedimos asistencia a nuestra jefa extranjera, nos dijo que no nos pasaría nada, que permanecería junto a nosotros y se negó a recomendarnos para la solicitud de un visado.

Cuando supe que los talibanes cogían a las niñas y las forzaban a casarse con sus soldados, me preocupé por mi familia y por mí, por lo que, en busca de ayuda, le transmití mi preocupación a una activista occidental por los derechos de las mujeres que vive en Afganistán. “No”, me dijo. “No puedo ayudarte. Podrías conseguirte un esposo de mentira”. Era muy triste escuchar esto por parte de una feminista. No me explicó por qué no podía ayudarme. Era como si para ella no se tratara de algo serio.

No he salido de mi hogar en los últimos dos días. Ni siquiera me acerco a la ventana. Me siento como una prisionera. Ya he perdido mucha libertad y temo que perderé aun más. Cuando fuimos evacuados de nuestra oficina, algunos de mis colegas afganos hombres bromeaban diciendo “ah, ¡es la última vez que te veremos! ¡Ahora deberemos pedirle permiso a tu hermano para verte y él dirá que no!”. Les parecía gracioso. Pensaban que la vida seguiría igual para ellos, pero que cambiaría para mí. Y no les importa.

Muchos hombres piensan de ese modo. El día en que me fui de mi oficina por última vez, un hombre en la calle se me acercó y me dijo que la culpa era mía y de las mujeres. Se están volviendo demasiado liberales y desvergonzadas, dijo, así que los talibanes han decidido disciplinarlas. Dijo que no tenía miedo, ya que el movimiento talibán no había venido a por los hombres, sino a por las mujeres.

Hace años que mis hermanas y yo trabajamos para contribuir a nuestra sociedad y hacer que nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos en Afganistán sea mejor. Irse nunca había sido una opción, ya que no queríamos abandonar nuestro país. Pero ahora que no nos sentimos seguras, debemos considerar esa posibilidad.

Es triste pensar en buscar refugio, pero debemos hacerlo. Sé lo que se siente ser una refugiada: no tener techo, enfrentarse a la discriminación y que te llamen 'sucia afgana'. Eso fue lo que nos sucedió hace 25 años, cuando huimos de la guerra en los 90 y vivimos durante un breve período en Irán.

Solía creer que, en caso de que llegara lo peor de lo peor, la ONG me protegería. Ahora pienso que se han olvidado de mí. Mis compañeros también se sienten así. Una condujo hasta el aeropuerto para intentar huir del país a pesar de no tener un billete de avión ni un visado. Estamos furiosos, enojados y desesperanzados.

Nuestro enfado se dirige al presidente Ashaf Ghani y a sus aliados. Ellos han tomado la decisión incorrecta, pero somos nosotros quienes la estamos pagando. Su decisión incorrecta nos ha costado 20 años de lucha por los derechos de las mujeres, la independencia, la democracia y la libertad y, desgraciadamente, les cuesta la vida a nuestros seres queridos. Les cuesta la vida a los afganos y las afganas.

Por los compromisos de nuestros aliados internacionales, al menos tendríamos que tener la oportunidad de solicitar un visado. Aún no sé con seguridad si obtendré uno o no, pero estoy preocupada por mis hermanas, que son más jóvenes y vulnerables, ya que no tienen conexión alguna con la comunidad internacional y serán dejadas atrás. Con tristeza digo que mi vida vale más que la suya, pero ahora nuestro porvenir está en manos de los gobiernos de Occidente. Ellos decidirán a quién salvar y a quién ignorar y eso me rompe el corazón.

Traducción de Julián Cnochaert

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