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ANÁLISIS

Escribe una carta a un amigo y otras formas de conectar en tiempo de pandemia que nos enseña la neurociencia

Un niño se asoma a la ventana de su casa durante el confinamiento.

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Un papel en blanco transformó mi modo de entender el mundo la semana pasada. No era un papel cualquiera, sino de papelería con un bonito relieve, sedoso al tacto y un lujo para escribir en él. Me lo regaló un buen amigo y colega. Trabajamos juntos cada semana a través de Zoom, por lo que podría haberle dado las gracias por videollamada pero decidí escribirle una nota de gratitud y afecto y enviársela por correo postal. Su alegría al recibirla unos días más tarde reflejó la mía, y compartimos un momento de conexión emocional.

Justo antes, mi día transcurría con el habitual hastío de pandemia, de “esto no se acaba nunca” y la soledad de la mirada fija en una pantalla que parece empalidecerme. Después de mandar la carta, para mi sorpresa, sentí como bullía en mí una intensa sensación de conexiones con los demás. No debería haberme sorprendido: soy neurocientífica y estudio el modo en que el cerebro da forma al estado de ánimo. De hecho, comprender el funcionamiento interno del cerebro, ayuda a sentirte mejor gracias a la conexión con los que te rodean, sea física o espiritualmente, cuando vivimos momentos complejos.

Conductas que aportan

La investigación muestra que en el cerebro regula el funcionamiento del cuerpo, de sus órganos -hormonas y sistema inmunitario incluidos- con el objetivo de mantenernos vivos. El proceso es similar a la gestión del presupuesto familiar sólo que en lugar de dinero se administran agua, sal, glucosa y otros nutrientes a medida que se incorporan y utilizan.

Las conductas que gastan recursos como el ejercicio o las conversaciones que generan tensión equivalen a gastos. Las conductas que aportan recursos como la alimentación, el sueño o acariciar a esa mascota que tanto queremos, cuentan como ingresos.

No estamos programados para ser conscientes del proceso de administración de recursos de nuestro cerebro al igual que no sentimos la sangre que circula por las venas, la bilis que sale del hígado ni el metabolismo de la glucosa que alimenta las células del mismo modo que vemos y escuchamos objetos y sonidos. Pero dentro de nosotros, esa sinfonía de cambios constantes produce los sentimientos más simples: comodidad e incomodidad, actividad y pasividad.

Cuando a nuestro alrededor sucede algo que supone un ingreso o un gasto, perturba esa coordinación interna que puede traducirse en algunas ocasiones en cambios de humor. Ya sea con la intensidad del susurro o el terror ante el tsunami. Esos cambios no revelan lo ocurrido ni tampoco cómo responder. Pero el cerebro cree que va a pasar algo importante. Puede que similar a lo que conocemos como “corazonada” o “intuición”. Los científicos lo llaman “sentimiento”. Yo lo veo como una especie de sexto sentido. Parecido al “modo araña” de Spiderman pero sin su precisión. Esa sensación de río que fluye sin cesar, ya sea en forma de goteo o de torrente, nace de la gestión cerebral de la actividad corporal que el mundo exterior pide y provoca.

La pandemia ha agravado problemas ya existentes

Antes de la pandemia, la gestión de los cuerpos ya tenía muchos problemas. Muchos dormíamos menos de lo necesario, dábamos demasiada importancia a las redes sociales, no hacíamos todo el ejercicio necesario e ingeríamos pseudoalimentos que deforman nuestra necesidad de azúcares transformados y grasas nocivas. La pandemia no ha servido más que para agravar esos problemas. Y los económicos, y los relativos a la maternidad y paternidad y el aislamiento social y, por supuesto, el miedo a la muerte. Los índices de depresión se han duplicado en Reino Unido y triplicado en Estados Unidos. En general, nuestros cuerpos hoy gastan más que ingresan.

Pero ante estos retos podemos descubrir las semillas de la resiliencia con la neurociencia como faro. Muchos de los elementos del mundo exterior son capaces de empujar (o acarrear a paladas) el balance del presupuesto corporal. Por supuesto, el resto de humanos también. En sentido estricto, biológico, estamos conectados los unos con los otros a través de esa gestión corporal. Los amigos, la familia y los extraños pueden hacer y decir cosas que impulsen escalofríos y alertas, preocupación y atención a través de la médula espinal. Es obvio que tú provocas lo mismo en los demás. Un momento de confianza y afecto, por ejemplo, los latidos cardiacos y la respiración pueden sincronizarse. Si elevas la voz o alzas las cejas tienes capacidad de incidir en las sustancias químicas que corren por el flujo sanguíneo de quien tienes frente a ti. Conexiones físicas como esta se dan entre los niños y niñas y las personas que los cuidan, entre psicólogos y pacientes, entre amigos, amantes o personas que se mueven al mismo ritmo en una sesión de yoga o mientras cantan a coro. Las personas tienen a percibir esos leves cambios en el presupuesto corporal a través de cambios en su estado de ánimo.

Ser responsables de los presupuestos corporales de los demás es un reto en un momento como el actual en el que tantas nos sentimos o estamos solas. Pero la distancia social no tiene por qué significar aislamiento social. Los humanos tienen una capacidad especial de conexión y regulación mutua. Lo hacen incluso a distancia. Para eso existen las palabras. Si alguna vez, al recibir un mensaje de texto de alguien a quien quieres has sentido apuro o calidez o si tu jefe te ha criticado y lo has sentido como un puñetazo en el estómago sabes a qué me refiero. Las palabras son instrumentos que regulan los cuerpos.

El poder de las palabras

En el laboratorio donde trabajo, realizamos experimentos para demostrar el poder de las palabras. Quienes participan en ellos, tendidos sobre una camilla y, conectados a un escáner cerebral, escuchan descripciones que evocan situaciones diversas. En una de las descripciones, llegas a la casa de tu infancia para recibir sonrisas y abrazos. En otra, al abrir los ojos cuando zumba el despertador descubres una nota de la persona a la que quieres.

A medida que escuchan, vemos como aumenta la actividad en las regiones del cerebro que controlan el ritmo cardiaco, la respiración, el metabolismo o el sistema inmunitario. Sí, son las mismas regiones cerebrales que procesan el lenguaje las que colaboran con la gestión del presupuesto corporal. Las palabras ejercen poder sobre la biología del cuerpo. Las conexiones cerebrales garantizan que así sea.

Quienes participan en esta investigación tienen un incremento en la actividad cerebral en regiones vinculadas a la visión y el movimiento aunque estén tumbados y con los ojos cerrados. El cerebro modifica las emisiones neuronales para simular visión y movimientos mentales. Y esa misma capacidad puede dar forma a la sensación de conexión con sólo unos segundos de llamada telefónica de mala calidad o un rectángulo pixelado tras el que se adivina la cara de un amigo. El cerebro llena los vacíos, los datos sensoriales que no recibes a través de esos medios de comunicación, y puede equilibrar los déficit de tu presupuesto corporal en un momento dado.

En plena época de la distancia social, mi amigo de Zoom y yo fuimos capaces de redescubrir los beneficios para el equilibrio del presupuesto corporal de medios de comunicación tan tradicionales como las cartas en papel. La escritura a mano de quienes nos importan puede tener un impacto emocional inesperado. Un trozo de papel se convierte en ola de amor, corriente de gratitud, risa tan intensa que provoca dolor de barriga.

A veces, estos días, cuando escribo cartas en el papel que me regaló mi amigo o comparto almuerzo con amigos de otros países gracias a una pantalla sobre la mesa, me maravilla pensar que, de algún modo, mi mundo ha aumentado durante la pandemia. ¿Por qué antes no había invitado a cenar por Zoom a amigos que viven lejos? La tecnología lo permitía pero nunca se me ocurrió hacerlo.

Quizás, a medida que se suavizan las restricciones vinculadas al virus hasta desparecer por completo, logremos mantener un contacto de mayor calidad con quienes están lejos. Quizás una percepción más intensa del modo –tan real- en que nuestro bienestar depende de nuestra conexión con los demás sea una de las cosas buenas que nos deje esta horrible pandemia.

  • Lisa Feldman Barrett es profesora de psicología en la Northeastern University, Massachusetts, y autora de Siete lecciones y media sobre el cerebro.

Traducido por Alberto Arce

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