Cuando la peste bubónica se extendió por Inglaterra en el siglo XVII, Isaac Newton huyó de Cambridge, donde estudiaba, en busca de la seguridad de la casa de su familia en Lincolnshire. La casa de los Newton no era pequeña: tenía un gran jardín con muchos árboles frutales. En esos tiempos inciertos, lejos de la vida cotidiana, su mente vagaba libre de rutinas y distracciones sociales. En este contexto, una sola manzana cayendo de un árbol le pareció más interesante que cualquiera de las manzanas que había visto caer anteriormente. La gravedad fue un regalo de la plaga.
¿Qué nos depara entonces esta pandemia? Esta es una pregunta que todos nos hacemos de diferentes maneras. Ya sea por haber padecido la enfermedad, haberse mudado, haber perdido a un ser querido o un trabajo, haber adoptado un gatito o haberse divorciado, comer más o hacer más ejercicio, pasar más tiempo en la ducha cada mañana o por llevar la misma ropa todos los días, es una verdad ineludible que esta pandemia nos ha transformado a todos.
¿Pero cómo? ¿Y cuándo tendremos respuestas a estas preguntas? Porque, seguramente, habrá un momento en el que podamos hacer balance y ver algo más que canas, michelines y un gatito (en realidad, tener un gatito es bastante gratificante). ¿Cuál podría ser el impacto psicológico de vivir una pandemia? ¿Nos cambiará para siempre?
“La gente habla de la vuelta a la normalidad, y yo no creo que eso vaya a suceder”, dice Frank Snowden, historiador de la Universidad de Yale y autor del ensayo Epidemias y sociedad: desde la Peste Negra hasta la actualidad. Snowden lleva 40 años estudiando las pandemias. La primavera pasada, cuando su teléfono no paraba de sonar con llamadas de personas que le preguntaban si podía compartir sus conocimientos para comprender mejor la COVID-19, se dio de bruces con el trabajo de su vida. Se contagió con el coronavirus.
Snowden cree que la COVID-19 no ha sido una casualidad. Todas las pandemias, dice, “afectan a las sociedades a través de las vulnerabilidades específicas que las personas generan con sus relaciones con el medio ambiente, otras especies y entre sí”. Cada pandemia tiene sus propias características, y esta, un poco como la peste bubónica, afecta a la salud mental. Snowden ve venir una segunda pandemia, “a remolque de la primera pandemia de COVID-19... una pandemia psicológica”.
Aoife O'Donovan, profesora asociada de psiquiatría en el Instituto Weill de Neurociencias de la UCSF en California y especializada en traumas, coincide con esta opinión. “Estamos lidiando con muchas capas de incertidumbre”, subraya. “Han ocurrido cosas verdaderamente horribles y a otras personas también les tocará vivirlas, pero no sabemos cuándo o a quién o cómo y es realmente agotador desde el punto de vista cognitivo y fisiológico”.
Este impacto, dice, repercute en todo el cuerpo porque cuando las personas perciben una amenaza, abstracta o real, activan una respuesta biológica al estrés. El cortisol moviliza la glucosa. Se activa el sistema inmunitario, y aumentan los niveles de inflamación. Esto afecta a la función cerebral, haciendo que las personas sean más sensibles a las amenazas y menos sensibles a las recompensas.
En la práctica, esto significa que su sistema inmunitario puede activarse simplemente al oír a alguien toser a su lado, o al ver todas esas mascarillas y la proliferación de un color que sin duda Pantone debería rebautizar como “azul quirúrgico”, o por un extraño que camina hacia usted, o incluso, como descubrió O'Donovan, al ver a la persona que limpia la casa de un amigo durante una llamada de Zoom sin la mascarilla puesta. Y porque, como indica la profesora, las reglas gubernamentales son por naturaleza amplias y cambiantes, “como individuos tenemos que hacer muchas elecciones”. “Esto es un nivel de incertidumbre a una escala realmente grande”, dice.
Como explica Snowden, la naturaleza única de la COVID-19 influye en esta sensación de incertidumbre. La enfermedad “es mucho más compleja de lo que nadie imaginaba al principio”, una especie de enemigo cambiante. En algunas personas, es una enfermedad respiratoria, mientras que en otras, gastrointestinal, y en otras puede causar delirio y deterioro cognitivo. Para algunas, la recuperación es muy lenta, mientras que muchas la experimentan como asintomáticas. La mayoría nunca sabremos si lo hemos tenido, y el no saberlo estimula un constante autoescrutinio. El control de síntomas genera más preguntas que alivio: ¿cuándo se convierte el cansancio en agotamiento? ¿Cuándo empieza a ser la tos “continua”?
O'Donovan suspira. Parece cansada, es un momento de mucha actividad para una experta que investiga las amenazas y que ahora trabaja sin parar. Considera que la respuesta del cuerpo a la incertidumbre es “bonita” –es decir, la capacidad del cuerpo de reaccionar para protegerse del peligro–, pero le preocupa que no sea adecuada para las amenazas frecuentes y prolongadas. “Esta activación crónica puede ser perjudicial a largo plazo. Acelera el envejecimiento biológico y aumenta el riesgo de enfermedades relacionadas con el envejecimiento”.
En la vida diaria, la incertidumbre se ha manifestado de innumerables y diminutas maneras al intentar reorientarnos en una crisis, en ausencia de los referentes habituales: escuelas, familias, amistades, rutinas y rituales. Los ritmos antes frecuentes, de tiempo a solas y tiempo con otros, los desplazamientos e incluso el reparto de correo, se han alterado.
No hay una nueva normalidad, solo una extraña anormalidad en evolución. Incluso un simple “¿cómo estás?” está cargado de preguntas ocultas (¿eres contagioso?), y rara vez trae una respuesta directa, sino más probablemente un relato de hipervigilancia sobre una misteriosa subida de temperatura experimentada en febrero.
Thomas Dixon, historiador de las emociones en la Universidad Queen Mary de Londres, dice que con el estallido de la pandemia, dejó de escribir en sus correos electrónicos la frase “espero que te encuentres bien”.
Los “bailes sociales” –como los llama la psicoterapeuta Philippa Perry– de antaño, como encontrar silla en una cafetería o asiento en el autobús, no solo se han desvanecido llevándose consigo la posibilidad de experimentar un sentido de pertenencia, sino que han sido reemplazadas por bailes de rechazo. Perry cree que por eso evita la cola en el restaurante de comida rápida al que suele ir. “Todos esperábamos para pagar los sándwiches que nos llevábamos a la oficina. Era una especie de actividad grupal, aunque no conociera a los demás miembros del grupo”.
Por el contrario, las colas de la pandemia no son naturales, son personas en fila, que guardan la misma distancia las unas con las otras, que son procesadas por un sistema de localización. Se produce un mayor rechazo si un peatón se sale de la acera para evitarte, o cuando el repartidor que solía detenerse para saludarte te ve en la puerta y se echa hacia atrás. Según Perry, no sirve de consuelo entender de forma racional por qué los demás se apartan. Aunque lo entendamos, la sensación de rechazo permanece.
La palabra “contagio” viene del latín contagium –“con” y “tocar”–, así que no es de extrañar que el contacto social sea demonizado en una pandemia. Pero, ¿a qué precio? Los neurocientíficos Francis McGlone y Merle Fairhurst estudian las fibras nerviosas llamadas aferentes C-táctiles, que se concentran en lugares de difícil acceso como la espalda y los hombros. Conectan el contacto social con un complejo sistema de recompensa, de modo que cuando nos acarician, tocan, abrazan o nos dan una palmadita, se libera oxitocina, lo que reduce el ritmo cardíaco e inhibe la producción de cortisona. “Requisitos muy sutiles para mantenerte en un plano estable”, dice McGlone.
McGlone está preocupado. “En todas partes donde observo los cambios de comportamiento durante la pandemia, esta pequeña bandera está ondeando, esta fibra nerviosa: ¡toca, toca, toca!”. Mientras que algunas personas, especialmente las que están encerradas con niños pequeños, pueden experimentar más contacto físico, otras no lo tienen.
Fairhurst está analizando los datos recogidos en una gran encuesta que ella y McGlone lanzaron en mayo, y está constatando que los que corren más riesgo de sufrir el impacto emocional negativo de la pérdida del contacto son los jóvenes. “La edad es un indicador significativo de la soledad y la depresión”, dice. La pérdida del poder de conexión del contacto desencadena “factores que contribuyen a la depresión: tristeza, niveles de energía más bajos, letargo”.
“Nos estamos convirtiendo en una especie de nopersona”, afirma Perry. Las mascarillas nos dejan prácticamente sin rostro. El desinfectante de manos es una pantalla física. Fairhurst lo ve como “una barrera, como no hablar el idioma de alguien”. Y Perry no es la única que se inclina por la “ropa de nopersona”, como el pijama y el chándal. De alguna manera, el uso repetido de este tipo de prendas hace que todo lo que llevamos nos pese. Se suman a nuestro cansancio y le añaden una capa extra.
Las pérdidas culturales alimentan este sentido de deshumanización. Durante el primer confinamiento, Eric Clarke, profesor del Wadham College de Oxford especializado en psicología de la música, impulsó una iniciativa para cantar en el callejón sin salida donde vive. Cree que esta iniciativa fue como “un salvavidas” pero ha echado de menos no poder asistir a eventos de música en vivo.
“El impacto para mí ha sido tener una sensación de degradación o erosión de mi yo estético”, afirma. “Siento menos emoción por el mundo que me rodea que cuando estoy en contacto con la música.” Y la música callejera, al igual que los aplausos callejeros, ya hace meses que brilla por su ausencia. Ahora. dice, “todos estamos viviendo una existencia parecida a la del arroz precocinado y en una bolsa de plástico, estamos aislados del mundo en algún tipo de recipiente”.
Ningún elemento de esta pandemia nos ha deshumanizado más que la forma en que nos ha llevado a experimentar la muerte. Los enfermos se han convertido en unidades individuales, en cifras muy elevadas y terriblemente en aumento. Antes de pasar a integrar las estadísticas, los moribundos están condenados al aislamiento.
“Están literalmente despersonalizados”, dice Snowden, que perdió a su hermana durante la pandemia. “No la vi, y tampoco estaba con su familia... esta pandemia rompe los lazos y crea distancias entre personas”.
Durante un breve espacio de tiempo, la pandemia tal vez hizo que las personas sintieran que estaban juntas en estas bolsas de plástico que Clarke describe; literalmente fue así para los que publicaron en YouTube videos de “cortinas de abrazos” hechas de manera casera para abrazar a sus seres queridos. “Si has leído estudios sobre desastres, sabes que tras uno aparece este sentimiento de comunidad altruista donde todas las personas afectadas perciben que están en el mismo barco”, dice John Drury, profesor de la Universidad de Sussex experto en psicología de masas. “Pero esta sensación es insostenible a largo plazo”.
Ahora, unido a la despersonalización, hay un elevado sentido de individualismo, una difícil combinación para sentirse más como un individuo y menos como una persona. “Ya no estamos juntos de la misma manera”, dice Clarke, el músico.
El mayor posicionamiento individualista se aprecia a nivel internacional y político, como cuando Donald Trump decidió salir de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Describió la COVID-19 el “virus de Wuhan” o “kung flu”–por un juego de palabras entre flu, gripe en inglés, y kung fu– unió el miedo a los demás, algo que en una pandemia es frecuente, al racismo. Desde Reino Unido y Alemania hasta Estados Unidos, ha aumentado la incidencia de los crímenes de odio racista hacia algunas comunidades asiáticas.
Lo que puede hacer, y probablemente ya ha hecho, es adoptar nuevos comportamientos compensatorios. La inadaptación de estos comportamientos se sumará a esta segunda pandemia que se prolongará, las secuelas psicológicas de la primera. En Escocia, por ejemplo, las muertes por uso indebido de sustancias han aumentado en un tercio. La organización social British Liver Trust, que brinda apoyo a las personas con enfermedades hepáticas, ha informado de un aumento del 500% en las llamadas en su línea de ayuda. La violencia doméstica ha aumentado en todo el mundo.
Incluso pequeños cambios positivos de un hábito pueden ser enormemente eficaces. Fairhurst, por ejemplo, usa más perfume y pasa más tiempo lavándose el pelo, “una activación directa” de sus nervios aferentes C-táctiles. Su investigación ha demostrado que “las personas que se sienten menos solas son las que más se acicalan”.
Snowden sobrevivió al aislamiento sin secuelas, gracias, en parte, a un grupo de amigos que se reúnen en Zoom todas las semanas a pesar de no haberse reunido en los últimos 56 años. Dixon hizo manualidades con sus hijos. Drury, “una persona muy práctica” que solo caminaba si necesitaba algo, ahora camina “por una cuestión de salud emocional y mental”.
“Tuvimos pandemias en el pasado y seguimos aquí”, dice Fairhurst. Adaptarse es sobrevivir. Darse cuenta de las adaptaciones, por pequeñas que sean, es apreciar la humanidad. Entonces, ¿la pandemia nos alterará a largo plazo?
O'Donovan, que reside en San Francisco, cree que es probable que tras la pandemia aumenten los casos de estrés postraumático. También es probable que la pandemia haga tambalear los criterios para diagnosticar este trastorno. Entre el 20% y el 30% de quienes están en las unidades de cuidados intensivos sufrirán trastorno de estrés postraumático, pero, ¿qué pasará con aquellos que temen por sus vidas cuando se encuentran en situaciones hasta no hace mucho completamente inofensivas, como estar en el supermercado o en el transporte público? ¿Podría la tos descontrolada de un extraño que está cerca desencadenar un trastorno de estrés postraumático? Hay personas que se recuperaron de SARS en 2003 y que seguían recibiendo tratamiento por su trastorno de estrés postraumático más de una década después. “Tenemos mucho trabajo por delante”, dice O'Donovan.
También existe la posibilidad de que el miedo a la COVID-19 permanezca una vez superados los peores momentos de la enfermedad. Drury cree que la gente volverá a aprender fácilmente a comportarse en encuentros multitudinarios. La gran pregunta es por cuánto tiempo tendrá miedo a las multitudes.
Después de los atentados de Londres de 2005, el nivel de amenaza terrorista se redujo y la gente retomó sus hábitos de viaje, explica. Pero este verano, cuando el gobierno británico instó a una vuelta masiva al trabajo, muchos se resistieron. “Creían... que todavía había peligro”. La vida después de la pandemia variará en función de lo segura que se sienta la gente. Y mientras más “inflamación sistémica” tenga, debido a que su respuesta biológica a los factores de estrés se active, mayor será su sensibilidad a las amenazas sociales que perciban.
No es de extrañar, entonces, que para Thomas Dixon, el historiador emocional, la pandemia sea “similar a una guerra mundial” en lo relativo a su impacto emocional. “Tendremos, supongo, una recesión global. Habrá un grave sufrimiento y desigualdad y pobreza. Se trata de una crisis vivida a escala mundial con grandes consecuencias emocionales, y me parece que en tiempos de adversidad el repertorio emocional de las personas cambia”. Piensa que de la pandemia y sus secuelas podría surgir “un estilo emocional más resistente, y tal vez más reservado”.
“Incluso en eventos negativos y sombríos se esconden oportunidades de oro”, opina Snowden. “Tal vez, como resultado de esta experiencia, transformaremos nuestro sistema sanitario para que preste la debida atención a la salud mental y física. Tal vez, la pandemia nos ayude a repensar para qué sirve la medicina”.
Y tal vez, un poco como en el huerto de Newton, la pandemia nos dará la oportunidad de observar cosas que hemos visto muchas veces antes, pero desde una nueva perspectiva. Parece poco probable que, en el momento posvacunación, las personas que trabajaban en una oficina tengan que volver a desplazarse todos y cada uno de los días laborables.
En muchas ciudades se están introduciendo cambios en el trazado de las carreteras y en las limitaciones a los automóviles, y el concepto de “la ciudad de los 15 minutos”, que defiende que los ciudadanos tengan acceso a servicios que dan calidad de vida en un radio de 15 minutos sin medios de emisión de CO2, a pie o en bici, está ganando terreno en ciudades tan dispares como París o Buenos Aires. A finales del siglo XIX en Inglaterra se implantó el teléfono en los hospitales para ayudar a las personas con escarlatina a comunicarse con sus seres queridos. Se extendió.
Con el coronavirus, FaceTime y Zoom han ofrecido el mismo consuelo de la conexión remota, aunque puede que tengamos que volver a aprender algunas habilidades de comunicación cuando algunas reuniones vuelvan a ser presenciales y Zoom ya no esté ahí para dar los turnos en una conversación y recordarnos los nombres de las personas.
“Podemos aprovechar esta pandemia como una fuerza impulsora del cambio”, afirma Alexandre White, de la Universidad Johns Hopkins, a quien le gustaría ver una ley de atención sanitaria universal en Estados Unidos “para evitar muchos de los peores problemas de salud que se derivan de la desigualdad, pero también para minimizar la desigualdad económica, social y sanitaria. Se dan las condiciones para que sea posible”.
Y tal vez ese sea la clave, ver esta situación como una oportunidad de la que pueden surgir nuevas oportunidades. Los desafíos serán múltiples; las consecuencias, dolorosas. Sin embargo, se abre una oportunidad para un cambio impensable hasta ahora, no solo en las estructuras de las sociedades, sino también en un sinfín de detalles; privados y más personales.
Durante meses, hemos convivido con nosotros mismos. Profundizaremos nuestra gratitud por los pequeños momentos del día a día que nos hemos perdido, y por algunos placeres que nos han ayudado a sobrellevarlo, aunque solo sea el sabor de una manzana de temporada. Y, de algún modo, nos conoceremos mejor a nosotros mismos.
Traducido por Emma Reverter.
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