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“No quiero morirme de una sobredosis”: la crisis del opio sigue matando en Estados Unidos

Un frasco de OxyContin en una farmacia estadounidense.

Chris McGreal

Cazenovia (Nueva York) —

Saige Earley se fue yendo poco a poco.

Su madre Ellen cuenta que la joven comenzó a estar más distante a las pocas semanas de regresar del dentista con una prescripción de analgésicos opioides. Tenía apenas 22 años y desapareció unos meses más tarde, abandonando a su hijo pequeño.

Fue en septiembre cuando Saige terminó yéndose del todo: la encontraron muerta por una sobredosis de heroína en los baños del aeropuerto de Siracusa, en el estado de Virginia. Llevaba con ella un billete de avión para ingresar en una clínica de rehabilitación en California.

“Saige siempre necesitó escapar. Ya fuera a través de su insaciable apetito por la lectura, bailando hasta el agotamiento, poniéndose música en los cascos a todo volumen, saliendo a caminar o a través de las drogas que acabaron tan rápido con su vida”, escribió su padre Jason en un conmovedor obituario. “Pero siempre regresaba, para hacernos reír, para amar a su bebé, para mostrarnos lo cruel y fascinante que era el mundo a través de sus ojos”, contaba.

La necrológica llamó la atención de la oficina del procurador general de Nueva York, que el mes pasado articulaba una demanda de gran alcance contra la industria de los opioides. El litigio convirtió a Saige Earley en el rostro de la “gente real” que ha sido víctima de la peor epidemia de drogas de la historia de Estados Unidos.

Una epidemia orquestada desde arriba

La demanda de Nueva York sentó los límites de prescripciones de opioides como la que el dentista recetó a Saige Earley en la primavera de 2017 y estableció la relación con su muerte por sobredosis de heroína 18 meses más tarde. Sin embargo, la industria farmacéutica se amparó en la complicada vida de la adolescente para culparla, a ella y a otras víctimas de la epidemia.

Uno de los principales acusados en la demanda de Nueva York es Purdue Pharma, fabricante de OxyContin, y los miembros de la familia Sackler que dirigían y eran dueños de la empresa.

La querella sacó a la luz un correo electrónico escrito por el Dr. Richard Sackler, jefe de marketing de Purdue que aumentó las ventas de OxyContin, en el que restaba importancia a los riesgos de adicción que implicaba aquella alta dosis de narcóticos. Y a medida que la cantidad de sobredosis y muertes aumentaba, Sackler comenzó a describir a las víctimas como criminales culpables de su propia condición.

“Ellos mismos se vuelven adictos una y otra vez”, escribió en un correo electrónico de 2001: “Y lo hacen con una intención absolutamente criminal. ¿Por qué habríamos de sentir compasión?”.

Sackler ha terminado pidiendo disculpas por “utilizar palabras insensibles” y se justifica en la frustración que, dice, le produce el uso ilegal de drogas. Pero aquello fue algo más que una rabieta. De hecho, culpar a las víctimas se ha convertido en la estrategia central de Purdue y otros fabricantes de opioides que pretenden que sus medicinas se sigan prescribiendo masivamente para poder seguir ganando cantidades millonarias al año. Poco parece importarles estar alimentando una tragedia humana que se ha cobrado cerca de 400.000 vidas en las últimas dos décadas.

Las farmacéuticas y sus grupos de presión, financiados a través de tapaderas de la industria, juegan con el estigma social contra las personas adictas a los narcóticos para culpar a las víctimas en lugar de a las pastillas. Aleccionan contra la adicción y tratan de inmorales a los que caen en ella.

Una lucha por la supervivencia

El caso de Saige Earley, sin embargo, fue una batalla por la supervivencia.

Escribía de vez en cuando un diario en el que contó cómo, un año después de empezar a tomar los medicamentos prescritos por el dentista, los opioides le quitaban las ganas de vivir.

“No quiero morirme de una sobredosis. Aunque no estoy segura porque cambio de opinión todo el tiempo. Por momentos sí quiero morirme”, recogió.

Cuando Richard Sackler hablaba de los “adictos criminales”, tenía a Saige y a su familia en mente. La madre de Saige, Ellen, compraba analgésicos opioides en el mercado negro en los años noventa, mucho antes de la salida al mercado del adictivo OxyContin. Su padre, Jason, también luchó contra el abuso de sustancias.

Ellen dejó los narcóticos cuando se quedó embarazada de Saige. Era profesora de danza y sabía que su hija tenía un talento natural. La familia vivía en una casa grande de madera en Cazenovia, un pueblo próspero en el norte del estado de Nueva York, con aires históricos y arquitectura del siglo XIX bien conservada. Ya en la adolescencia Saige empezó a tener problemas de salud mental, algo que Ellen ha relacionado con los antecedentes de desorden bipolar en la familia de Jason.

Saige empezó a llegar a casa ebria, comenzó a fumar marihuana, no iba al colegio y se hacía cortes a sí misma. Ellen se dio cuenta de que su hija se iba con malas compañías y empezaron las peleas entre las dos. Enfrentamientos que los psicólogos catalogaban de “riñas entre madre e hija”.

“Me recordaba a mi propia adolescencia, en la que hice algunas locuras y me juntaba con la gente equivocada, y sobreviví”, afirma Ellen. “Pero tenía otros dos hijos que criar sola y este caos era demasiado. Durante un año, fue un caos absoluto”, cuenta.

Para entonces, Ellen y Jason se habían divorciado y ella le dio un ultimátum a Saige: o buscas ayuda o te vas a vivir con tu padre. Asi que a los 17 años, Saige se mudó con Jason. Siguió consumiendo alcohol y marihuana y no habló con su madre en dos años. Fue cuando Saige se quedó embarazada cuando regresó a casa con su madre.

“Yo también quedé embarazada joven y pensé que nunca se debe recibir un embarazo con negatividad. Así que fue genial. Ella me dijo que estaba muy feliz de tener el bebé pero que sabía por mi experiencia que ser madre soltera no es nada fácil”, relató.

“Saige me pidió volver a casa porque es un sitio seguro. Aquí no hay alcohol ni drogas. Se mantuvo sobria todo el embarazo. Encontró un nuevo objetivo en la vida”. apunta, y cuenta que el parto fue “una locura” porque Saige tardó en darse cuenta de que había roto aguas y llegó al hospital poco antes de parir.

Saige se mantuvo sobria tiempo después de nacer su hijo Julian, pero recayó en la bebida. Meses después lo relató en su diario. “Al beber por primera vez después tener a mi hijo, no pensé que estaría eligiendo el alcohol sobre mi amor por Julian. Pensé que podría beber algunas noches para quitarme el estrés, como hacen otras madres. Pero una copa se convirtió en tres, y en cada noche”, escribió.

Aún así, Ellen asegura que Saige se seguía ocupando de su bebé.

Fue entonces cuando Saige fue al dentista porque le dolía una muela del juicio. El seguro, según le contó el doctor, solo cubría la extracción de todas las muelas la vez, y después le recetó analgésicos para el dolor.

Cuando Saige fue al dentista hace dos años ya se conocía la magnitud de la crisis del opio. Hace más de una década los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) establecieron una relación directa entre el aumento repentino de las prescripciones de opioides y la subida de la cantidad de muertes por sobredosis. Sólo en 2012, médicos y dentistas prescribieron 255 millones de recetas de opioides, el equivalente a un mes tomando pastillas para cada estadounidense adulto.

La epidemia salió a la luz, pero las prescripción masiva continuó.

En 2005, Burt Rosen, vicepresidente de asuntos gubernamentales de Purdue Pharma y su principal representante en Washington, fundó el Foro sobre Analgésicos (PCF, por sus siglas en inglés) junto a otros fabricantes de opioides. En la década siguiente, el Foro invirtió cerca de 700 millones de euros para presionar y aprobar políticas públicas que favorecieran a la industria farmacéutica, escribiendo legislación y pagando a representantes electos en todo el país.

Cuando saltó el escándalo, el PCF aprovechó del estigma contra las personas adictas, especialmente a la heroína, para hacer creer al Congreso y a la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA) que no era necesario reducir las prescripciones porque no había que permitir que la gente que Sackler describía como criminales impidieran a los “pacientes legítimos” obtener los analgésicos que tanto necesitaban.

Sin embargo, la brecha entre los unos y los otros, los adictos y los enfermos, se difuminaba. Personas como Saige Earley comenzaban consumiendo legalmente y terminaban acudiendo al mercado negro para calmar su adicción.

El PCF ha argumentado que los opioides son seguros si se toman según las indicaciones médicas y sin un historial de adicción detrás. La industria vendió al Congreso y a la FDA que los médicos informaban con detalle a los pacientes sobre su vulnerabilidad ante las adicciones y después les hacían un seguimiento para ver si se generaba dependencia.

La realidad, sin embargo, es que la mayoría de los médicos no tenía conocimiento específico sobre el uso de narcóticos como analgésicos y las farmacéuticas presionaron para promulgar políticas sanitarias que promovieron que hospitales y seguros de salud forzaran a los médicos a recetar opioides de forma rutinaria.

Dr Russell Portenoy, el experto en dolor que --financiado por Purdue-- lideró la campaña para hacer que los médicos bajaran la guardia y torcieran su mano para recetar estos medicamentos, ha afirmado recientemente ante un tribunal que las farmacéuticas deliberadamente “restaron importancia a los riesgos de los opioides, especialmente el peligro de abuso, adicción y sobredosis”, con el objetivo de aumentar las ventas. Los fabricantes de opioides llegaron incluso a asegurar a los médicos que era seguro aumentar las dosis sin riesgo de volverse adictivos.

El historial de adicción de Saige y de sus padres debería haber sido una señal de alerta para cualquier médico. Pero Ellen asegura que a su hija no le preguntaron si tenía tendencia a la adicción. La enviaron a casa con una prescripción de dos semanas de hidrocodona, un opioide derivado de la codeína. Nunca le hicieron un seguimiento.

Ellen se dio cuenta de que las drogas empujarían a Saige a un camino que ya había abierto. Y no dejó de tomarlas pese a las advertencias de su madre.

“Me sentía fatal porque ella ya era adulta. Pensaba en cómo podía cambiarle las pastillas en medio de la noche por otras sin que se diera cuenta, para que no sintiera que yo estaba intentando controlar la situación”, contaba Ellen.

“Y entonces la perdí”

El CDC ha advertido de que los analgésicos opioides pueden volver adicto a una persona en sólo cinco días.

“Me hicieron cirugía en la boca. Con la anestesia me sentía genial”, escribió Saige en su diario. “Luego me recetaron hidros que no me hicieron nada pero al segundo me di cuenta de que había tomado quizá demasiados y ya estaba buscando más analgésicos. Esto ha tenido consecuencia enormes”, contó.

En seguida se volvió adicta y cuando se le terminaron las pastillas recetadas contactó con unos amigos para que le consiguieran más. Semanas más tarde conoció a un hombre que consumía heroína.

“Y entonces la perdí”, sentenció Ellen.

“Fue todo muy rápido. Su personalidad cambió. Hasta aquel momento, incluso con el dolor de la muela del juicio, tenía mucha paciencia con Julian y trabajaba. A partir de ese momento empezó a sentirse siempre abatida, siempre infeliz. No quería estar con nosotros. De pronto no soportaba al bebé. ”¿Te lo puedes llevar? No puedo con él“, le pedía a su madre.

Saige se fue de la casa de su madre el 4 de julio de 2017, tres meses después de la visita al dentista. Julian tenía 16 meses. “Habíamos organizado una fiesta por el Día de la Independencia, y ella se fue con aquel hombre y dejó al bebé aquí”, relató Ellen.

Ellen no sabía si siquiera su hija estaba viva y revisaba la factura del teléfono para ver si Saige enviaba mensajes. “De pronto no hubo más mensajes. Nada. El móvil se quedó sin actividad. Fue aterrador”, explicó.

Solo ha podido reconstruir una parte de la vida que Saige vivía en ese momento. “Hubo cosas terribles relacionadas con la trata de personas. Saige acabó en Poughkeepsie, en Nueva York, desde donde llamó a su mejor amiga, que después me contactó y me dijo 'No le entendí lo que me dijo. Algo de que la está reteniendo un tío'”, recuerda Ellen. “Algo muy malo sucedió y fue muy rápido”, cree.

Jason, el padre de Saige, la encontró y en octubre la ingresó en una clínica de rehabilitación en Florida. Saige pasó el primer programa y llegó a la mitad de una segunda fase. Pero seis meses después salió a beber.

“Volví ciega de la borrachera y me echaron”, escribió Saige en su diario. “Había pasado la noche en el hospital y estaba sobria y podría haber vuelto a terminar el programa, pero en vez de eso me fui a beber y drogarme durante una semana hasta que se terminó el dinero”, contó.

Un mes más tarde, trató de volver a la clínica de rehabilitación.

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