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Nuestros teléfonos y dispositivos están poniendo en peligro el planeta

Imagen de un centro de procesamiento de datos.

John Harris

Fue un momento más en este largo y cada vez más extraño verano. Volvía a casa en tren desde la estación de Paddington y el aire acondicionado del vagón estaba a punto de vencer al calor de fuera. La mayoría de la gente parecía tener los ojos fijos en sus teléfonos móviles –muchos de ellos intentaban ver un partido del Mundial con la señal 4G yendo y viniendo y con un wifi dando fallos–. El ruido de los cascos era constante. Y a miles de kilómetros y a unas cuantas zonas horarias de distancia, en Loudoun County, Virginia, una de las mayores concentraciones del mundo de energía de computación desempeña su papel manteniendo todo lo que estaba ocurriendo en aquel tren. Datos de todo el mundo entran y salen de sus grandes edificios.

La mayoría de nosotros nos comunicamos a diario con este pequeño y rico rincón de EEUU. Gracias a una combinación de factores –su proximidad a Washington, precios de electricidad competitivos y su poca vulnerabilidad ante desastres naturales–, este condado es el hogar de centros de procesamiento de datos utilizados por unas 3.000 empresas tecnológicas.

Grandes concentraciones de circuitos, cables y sistemas de refrigeración se asientan en rincones del mundo que la mayoría de nosotros rara vez vemos, pero ahora están en el centro de nuestra forma de vida. Se calcula que en torno al 70% del tráfico mundial online pasa por el condado de Loudoun.

Pero hay un gran problema y se centra en una empresa eléctrica llamada Dominion que suministra la inmensa mayoría de la electricidad al condado de Loudoun. Según un informe de 2017 elaborado por Greenpeace, solo el 1% del total de la electricidad de Dominion viene de fuentes renovables convincentes. El 2% se origina en centrales hidroeléctricas y el resto se reparte a partes iguales entre carbón, gas y energía nuclear.

Dominion también está en medio de una gran polémica regional por la propuesta de un oleoducto que llevará gas extraído mediante la técnica del fracking a sus centrales eléctricas. La empresa justifica en parte esta medida por el apetito insaciable de electricidad en los centros de procesamiento de datos. Está claro que la reproducción de vídeos, las fotografías digitales y los mensajes que salen de esos servidores tienen un precio.

El libro recién publicado del británico James Bridle, 'New Dark Age', me recordó todo esto. El autor cita un estudio en Japón que sugiere que para 2030 las necesidades energéticas de los servicios digitales superarán la actual capacidad del país de generarla. Bridle cita un informe estadounidense de 2013 –irónicamente encargado por lobbies de la industria del carbón– que señala que utilizar una tableta o un smartphone para ver una hora de vídeo a la semana utiliza prácticamente la misma cantidad de energía (principalmente consumida al final del proceso en el centro de procesamiento de datos) que dos neveras nuevas.

Si te preocupa el cambio climático y una causa famosa como la ampliación del aeropuerto de Hearthrow, merece la pena considerar que los centros de procesamiento de datos pronto tendrán una huella de carbono mayor que toda la industria de aviación. Aun así, tal y como señala Bridle, incluso esa estadística no hace justicia a algunos problemas potenciales de enorme calado.

El escritor menciona la gran cantidad de electricidad consumida por las operaciones con la criptomoneda Bitcoin, que en el momento de máxima locura especulativa a principios de este año hubiese producido una cantidad anual de dióxido de carbono equivalente a un millón de vuelos transatlánticos. Y está nervioso por lo que pasará después: “En respuesta a los grandes aumentos de almacenamiento de datos y capacidad computacional de la última década, la cantidad de energía utilizada en los centros de procesamiento de datos se ha doblado cada cuatro años, y se espera que que se triplique en los próximos diez”.

Estos cambios están en parte provocados por el llamado internet de las cosas: el creciente despliegue de dispositivos cotidianos –desde televisiones a dispositivos de seguridad doméstica, sistemas de iluminación e incontables métodos de transporte– que constantemente emiten y reciben datos. Si los coches sin conductor llegan alguna vez a nuestras vidas, esos mismos flujos aumentarán considerablemente. Al mismo tiempo, la expansión acelerada de internet y de sus tecnologías asociadas en el mundo desarrollado aumentará la carga.

Hace aproximadamente un década nos decían que para combatir el cambio climático teníamos que apagar nuestras televisiones y altavoces. Si la batalla es ahora más urgente, ¿cómo encaja en un mundo en el que las luces de los routers parpadean constantemente y en el que todos los dispositivos que poseemos estarán en comunicación constante con megaordenadores gigantes lejanos consumiendo mucha energía?

Pero hay algunas buenas noticias. Cualesquiera que sean sus otras contorsiones éticas, Silicon Valley tiene conciencia medioambiental. Facebook ha prometido que, tarde o temprano, todas sus operaciones utilizarán “energía 100% limpia y renovable”. Google dice que ya ha cumplido ese objetivo. Igual que Apple. Aun así, si se tienen en cuenta las mejoras en eficiencia energética, debajo de muchas de estas afirmaciones hay una realidad en la que la inmensa y constante demanda de energía significa que estas empresas utilizan inevitablemente energía de combustibles fósiles y que después lo compensan utilizando la práctica cuestionable de las compensaciones de carbono.

Y entre las grandes empresas tecnológicas hay un gran foco de preocupación: Amazaon, cuya rama de computación en la nube, Amazon Web Services (AWS), en constante expansión, ofrece “la entrega bajo demanda de potencia informática, almacenamiento de datos y otros recursos de tecnologías de la información” y suministra la mayor parte de la potencia informática a Netflix. Esto está en el corazón de la incesante expansión de los centros de procesamiento de datos. Los activistas ecologistas lamentan el hecho de que los detalles del consumo de electricidad de AWS y su huella de carbono se mantengan ocultos. En su web, el historial de su uso de energías renovables se detiene de forma repentina en 2016.

Además, a pesar de todo su poder, incluso los más ilustrados gigantes de EEUU solo representan parte de una industria global. Citando el informe de Greenpeace: “Entre los gigantes chinos de internet emergentes como Baidu, Tencent y Alibaba, el silencio sobre el consumo de energía continúa. Ni el público ni los consumidores pueden obtener ninguna información sobre su uso de la electricidad y el objetivo de CO2”.

Independientemente del buen trabajo de algunas grandes empresas tecnológicas y te tomes o no en serio las proyecciones que calculan que toda la industria de la tecnología de la comunicación representará el 14% de las emisiones de carbono en 2040, una realidad clara continúa: la inmensa mayoría de la electricidad utilizada en los centros de procesamiento de datos del mundo viene de fuentes no renovables y a medida que su número aumenta rápidamente, no existen garantías de que esto vaya a cambiar.

En los ciertos ámbitos de la industria se han escuchado algunas voces describiendo el tipo de futuro al que la mayoría de nosotros –esperando el derecho a que todo se retransmita en streaming– nos opondríamos. Hablan de racionar el uso de internet con el tiempo, de alejar a la gente de las plataformas de vídeos en streaming e insisten en que la gente envíe imágenes en blanco y negro.

Su principal argumento está relacionado con esos momentos en los que tu teléfono se empieza a calentar de repente en tu bolsillo: una metáfora de nuestro planeta que se está calentando y del hecho de que incluso las empresas con mejores intenciones pueden descubrir que sus supuestamente delicias digitales ilimitadas son, con el diccionario en la mano, insostenibles.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti

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