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La violencia descontrolada en América Central provoca una invisible crisis de refugiados

Protesta contra la impunidad y los asesinatos de campesinos en Honduras

Nina Lakhani

Tapachula (México) —

Hasta hace unos meses, Carlos Hernández era un trabajador social empleado por el gobierno en la zona central de El Salvador. Su trabajo consistía en visitar familias y asegurarse de que los niños iban a la escuela y recibían atención médica a cambio de una modesta ayuda económica.

Un día de marzo, de camino a visitar una familia en un barrio controlado por la Mara Salvatrucha (MS13), Hernández fue testigo de una paliza que le daba la pandilla a una persona. Asustado, no se atrevió a intervenir. Siguió caminando, visitó la familia que había ido a ver y comenzó a caminar de regreso a su casa. Pero los cuatro agresores lo estaban esperando.

“Les rogué que me dejaran vivir, les dije que tengo hijos, les juré que no diría nada”, relata Hernández, de 31 años. “Accedieron a perdonarme la vida, pero me dijeron que no volviera nunca más”.

La víctima de la paliza fue encontrada muerta tres días después. Fue uno de los 611 asesinatos que sufrió el pequeño país centroamericano ese mes.

Hernández, aterrorizado, no pudo encontrar otro trabajo. Así que cuando regresó al barrio a visitar a la misma familia el mes siguiente, eligió otro camino y dejó el uniforme en su casa, esperando pasar desapercibido.

Pero informantes de la pandilla lo reconocieron, y los mismos cuatro jóvenes agresores lo confrontaron con bates de béisbol, acusándolo de hacer espionaje para la pandilla rival.

“Vieron la dirección de mi casa en mi carnet de identidad y amenazaron con asesinar a toda mi familia si me volvían a ver. Cinco días después nos fuimos de El Salvador”, cuenta Hernández, que ahora vive con su esposa y sus dos hijos en una habitación casi sin muebles en Tapachula, en el sur de México, donde piden asilo.

Un alarmante éxodo de familias enteras

La familia Hernández es parte de un alarmante éxodo de familias enteras que se ven obligadas a huir de la violencia generalizada en el Triángulo del Norte de América Central, la región más peligrosa del mundo fuera de las zonas de guerra.

Mientras muchísimos refugiados sirios y africanos arriesgan sus vidas intentando cruzar el Mediterráneo para escapar de sus países destrozados por las guerras, los expertos aseguran que existe una crisis de refugiados paralela a un paso de Estados Unidos, en medio de una guerra, no declarada pero igualmente brutal, entre grupos criminales y fuerzas de seguridad.

Se estima que unas 80.000 personas de El Salvador, Guatemala y Honduras, mayormente familias y menores no acompañados, pedirán asilo al extranjero este año, un aumento del 658% respecto del año 2011, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR). Probablemente, decenas de miles más se vean obligados a desplazarse pero no pidan asilo internacional.

Durante los años 80, los tres países que conforman el llamado Triángulo del Norte fueron arrasados por guerras civiles entre dictaduras apoyadas por Estados Unidos y grupos de guerrillas de izquierdas. Pero incluso después de que se acordara un alto el fuego, la paz nunca llegó a la región. La desigualdad y los indultos que permitieron a los criminales de guerra escapar de la Justicia hicieron que se generara una nueva ola de violencia y corrupción.

La mezcla tóxica de pandillas enfrentadas y fuerzas de seguridad corruptas está provocando una de las crisis de refugiados menos visibles del mundo, afirmó Amnistía Internacional en un informe publicado la semana pasada.

“Lo más impactante es la absoluta falta de protección de los gobiernos hacia sus propios ciudadanos”, asegura a The Guardian Salil Shetty, secretaria general de Amnistía Internacional.

En El Salvador, la gente está huyendo –y muriendo– en cifras similares a las que tenía el país durante la guerra civil de 12 años de duración, en la cual un millón de personas tuvieron que desplazarse y 75.000 fueron asesinadas. El año pasado, 6.657 personas fueron asesinadas y la violencia obligó a al menos 23.000 niños a abandonar la escuela, en un país de 6 millones de habitantes.

“Las migraciones forzadas actuales y los desplazamientos internos que hay ahora son el mismo drama humanitario que vimos durante la guerra”, afirma Celia Medrano, miembro de la Mesa de la Sociedad Civil de Desplazamiento Forzado en El Salvador.

Utilizan armas de guerra

Y en muchos casos están matando con las mismas armas: muchas pandillas están armadas con los mismos rifles de asalto que usaba la guerrilla durante la guerra civil.

Aunque llegar a Estados Unidos sigue siendo el objetivo principal de los desplazados centroamericanos, México se ha convertido en un destino final cada vez más popular.

En Tapachula, la ciudad más grande cerca de la frontera con Guatemala, los refugios que antes alojaban a migrantes en tránsito hacia Estados Unidos, ahora están llenos de atemorizados solicitantes de asilo.

“Antes, la gente dejaba su país en busca de una vida mejor. Ahora tienen que huir de la noche a la mañana para salvar sus vidas”, explica Olga Sánchez Martínez, fundadora del refugio Jesús el Buen Pastor.

El cambio se debe en gran parte al Plan Frontera Sur: promovido por Estados Unidos, el plan lanzado en junio de 2014 después de que ese año aumentara exponencialmente el número de menores no acompañados que solicitaban asilo, implica medidas enérgicas contra los migrantes centroamericanos y les dificulta enormemente cruzar México hacia Estados Unidos.

El candidato presidencial republicano, Donald Trump, ha prometido construir un muro en la frontera con México para que no puedan cruzar los migrantes. Pero la proliferación de puntos de control en la frontera y las pandillas que roban a los migrantes ya son de por sí una barrera que obliga a la gente a buscar nuevas rutas clandestinas a través de zonas más aisladas, o a quedarse en México.

En los primeros seis meses de este año, la agencia mexicana para los refugiados, Comar, recibió 3.486 solicitudes de asilo, un incremento del 150% comparado con el mismo período del 2015. Se estima que a fin de año llegarán a las 8.000 solicitudes.

Pero a pesar del importante aumento de solicitudes aprobadas en el último año, los activistas dicen que muchos solicitantes de asilo son rechazados o simplemente se echan atrás por las enormes tardanzas que hay en el proceso.

La familia Hernández es un caso de estos: su solicitud de asilo fue denegada alegando que podían volver a El Salvador y mudarse a una zona denominada “espacio seguro” luego de la tregua entre pandillas de 2012.

Guerra entre pandillas y crimen organizado

Pero la tregua, que al principio redujo el número de asesinatos en un 50% fue abandonada en 2014. Desde entonces, la guerra entre pandillas, el crimen organizado y la brutalidad policial se han intensificado en todo el pequeño país.

“Las pandillas son más fuertes que nunca. Es un conflicto nacional. Si te mudas a una comunidad controlada por una pandilla rival, eres sospechoso de ser un informante, lo cual es razón suficiente para que te maten”, explicó Hernández.

Su esposa Elizabeth Portillo, de 24 años, afirmó: “Dejamos todo lo que teníamos. Nuestras camas, muebles, nevera, nuestras familias, todo para venir aquí y dormir en el suelo. No queríamos esto, nos fuimos porque no teníamos otra opción”.

Denegar solicitudes de asilo alegando que la gente puede reubicarse en su propio país es una violación de los protocolos nacionales e internacionales, explicó Perrine Leclerc, directora de ACNUR en Tapachula.

“La reubicación interna como una alternativa segura al asilo sólo debería utilizarse en circunstancias muy específicas, y no en países pequeños como estos de América Central, donde la violencia es generalizada”, argumentó.

La familia está apelando la decisión, pero las apelaciones no suelen tener éxito. Mientras tanto, no pueden trabajar legalmente y dependen de las ayudas de ACNUR. Comar no respondió las preguntas de The Guardian.

Gracias a potentes leyes para refugiados y a la presión de los activistas, a un pequeño pero cada vez mayor número de familias se les está concediendo asilo en México. Janet Machado, de 48 años, huyó de la ciudad de La Ceiba en el norte de Honduras después de que un matón de su barrio disparara y dejara paralizada a su hija menor en enero pasado.

Machado viajó por tierra hacia México, con dos hijos en sillas de ruedas (Gabriela y Eric, su hijo de 30 años que tiene grandes discapacidades físicas tras haber sufrido meningitis cuando era pequeño), su hija de 17 años Maholy y su nieto Donovan, de 2 años.

Gabriela, de 14 años, recibió un disparo en el hombro izquierdo cuando iba a comprar pan a la tienda de la esquina, después de tener una discusión con un compañero de clase. El padre de su compañero, que se encontraba bajo los efectos de las drogas y el alcohol, le disparó desde cerca y luego la pateó cuando estaba inconsciente en el suelo. La bala le dañó la médula espinal y sigue alojada entre los pulmones.

Quieren llegar a EEUU

“Mi vida cambió completamente de un momento a otro. Pasé tres meses en el hospital y no voy a la escuela desde enero”, le cuenta Gabriela a the Guardian luego de una sesión de fisioterapia. La familia lucha para poder pagar el taxi a la clínica de rehabilitación y no reciben ayuda económica de ACNUR.

Tras pasar cuatro meses en un refugio abarrotado en Tapachula, la Comar le concedió a la familia el estatus de refugiados. Esperan poder en algún momento llegar a Estados Unidos, donde la madre de Donovan es una inmigrante indocumentada y trabaja como limpiadora en Texas.

Volver a casa no es una opción. “La inseguridad en Honduras es cada vez peor, y no se puede confiar en las autoridades. Todo el mundo sabe quién le disparó a mi hija, pero el hombre sigue libre. Incluso si lo arrestaran, las cosas podrían empeorar para nosotros. No podemos volver”, dijo Machado.

La mezcla de crimen organizado, brutalidad estatal y una arraigada impunidad dejó 8.035 muertos el años pasado en Honduras, un país con 8,5 millones de habitantes.

En realidad, los que reciben protección internacional no son más que una pequeña porción de los que realmente calificarían para pedirla.

Menos del 1% de los que cruzaron la frontera sur de México el año pasado –unas 3.423 personas- solicitaron asilo. En comparación, 170.323 centroamericanos fueron detenidos por agentes de inmigración mexicanos y la mayoría fueron deportados inmediatamente.

Además, más de 100.000 familias y menores no acompañados de Honduras, El Salvador y Guatemala fueron detenidas en la frontera sur de Estados Unidos el año pasado.

Aún así, ni Estados Unidos, ni México ni ninguno de los países del Triángulo del Norte ha reconocido la alarmante crisis de refugiados a pesar de las advertencias de la ONU y grupos de Derechos Humanos.

Mientras tanto, muchas personas están demasiado aterrorizadas para solicitar asilo o simplemente desconocen sus derechos, afirma Fermina Rodríguez, del Centro de Derechos Humanos Fray Matías en Tapachula.

“La gente huye de América Central para salvar su vida, para salvar la vida de sus hijos. Necesitan ayuda. Pero la política mexicana –que recibe instrucciones de Estados Unidos– es detenerlos y deportarlos en vez de ofrecerles protección”, afirma Leclerc.

“El Sueño Americano todavía existe, pero ahora la mayoría de la gente simplemente busca un sitio seguro donde vivir con su familia. Lo que buscan es poder tener una vida normal”, concluye.

Traducido por Lucía Balducci

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