Escuela de Salamanca y Guerra de Gaza
El azar (que, curiosamente, suele ser el aliado más fiable de la intuición) me ha regalado el tema para esta columna o, al menos, el enfoque con el que congeniar sus temas. El domingo 12 de octubre se conmemoró el Día de la Hispanidad: utilizo la denominación culturalmente significativa porque la oficial (Fiesta Nacional), vestida de aséptico luto burocrático, carece, como sintagma, no solo de trascendencia evocativa o literaria, sino de una mínima eficacia explicativa autónoma. El lunes 13 de octubre se firmó el Plan de Paz para Oriente Próximo. Son dos acontecimientos que atraen el pensamiento, pues uno supuso (y no deberíamos dejar de recordar su contribución a la configuración del mundo moderno), y otro puede suponer, una honda inflexión en las dinámicas geopolíticas que acaban afectando a nuestra realidad más cotidiana. Y, como trataré de exponer, guardan entre sí una insospechada relación.
La magnitud del Descubrimiento de América desató en España un intenso debate intelectual y moral que erosionó (empezó a socavar) la tradicional doctrina del derecho de conquista: ¿eran los indios personas? Isabel la Católica, con su grandeza de estadista visionaria, e influida por la espiritualidad franciscana de su confesor, el Cardenal Cisneros, abolió la esclavitud de los indígenas americanos (formal o jurídicamente) mediante la Real Provisión de 20 de julio de 1500, y los declaró súbditos libres de la Corona. Antes en la historia (y la excepcionalidad se extiende igualmente después), ninguna soberana (pues cabe atribuirle el impulso genuino de una decisión tan asombrosa) se había planteado que las personas nativas de los territorios conquistados no pudieran tratarse como meros bienes; decisión aún más admirable, por revolucionaria, si consideramos que la Reina poseyó esclavos negros. No obstante, si bien cabe concederle la promoción regia de la actuación legislativa, el debate no fue exclusivo de la conciencia de Isabel, sino que impregnó a toda la efervescente sociedad castellana del Renacimiento, que lideraba un cambio de época: juristas, políticos, teólogos, filósofos, artistas. La evidencia empírica de los atentados contra los derechos de los indios, que siguieron cometiéndose después de la promulgación de la norma (los medios punitivos de la Corona resultaban insuficientes), provocó que Carlos I (cuya conducta, igual que la de su abuela, estaba hondamente atravesada por un sentido ético del poder, por lo que continuó con la legislación protectora de los indios, como las Leyes Nuevas de 1542) emitiese una Real Cédula en 1550 por la que suspendía la conquista de América. La suspensión se levantó un año después, cuando finalizaron las sesiones de la Controversia de Valladolid, durante las que se disputó (¡se puso en duda!, en un alarde de libertad de expresión contra el poder que hoy nunca patrocinaría el propio poder) la legitimidad de la conquista.
La Escuela de la Universidad de Salamanca, encabezada en particular por el profesor (jurista y teólogo) Fray Francisco de Vitoria, emerge como una corriente destacada de ese debate. Su producción intelectual devino en precursora del Derecho internacional moderno que, varios siglos y dolorosas experiencias históricas después, cristalizó en la Declaración Universal de Derechos Humanos. La Escuela desarrolló los conceptos de un ius inter gentes (esto es, un derecho natural, consustancial a la dignidad inalienable de las personas, que debía ser común a todos los países) y de un bien común internacional (el totus orbis o “comunidad universal de todos los pueblos organizados políticamente”). Imaginó, pues, la instauración de un orden mundial, al que se subordinarían las soberanías estatales y que se regularía por reglas basadas en los derechos humanos: la coordinación de las relaciones internacionales no se sustentaría en la fuerza, sino en la búsqueda de ese bien común global. Como consecuencia obvia de estas tesis, la Escuela reconoció la humanidad y personalidad y capacidad jurídica y de obrar plena de los indios, su libertad e inteligencia, a cuyos pueblos integraba en esa sociedad universal.
Esta extraordinaria aportación de España a la historia universal (a la civilización, en la medida que propició una evolución cultural y jurídica más respetuosa con la dignidad de la persona, como individuo y como comunidad) proyecta un violento contraste con la masacre que ha asolado Gaza durante el último año y que ha concluido en el citado Plan de Paz para Oriente Próximo. Un Plan que no resulta esperanzador por su contenido, en sí mismo considerado, sino por la aplicación fructífera que puede augurarle el debilitamiento de la subversiva Irán y la adhesión diplomática (movida por intereses económicos, financieros y comerciales) de los países árabes a EE.UU.: lo cierto es que se asemeja más a un armisticio (ojalá que duradero, no obstante, para que al menos esta castigadísima generación de palestinos pueda prosperar; ahora aún estamos asistiendo a las escaramuzas salvajes propias de la inestabilidad de una transición), a una paralización de las hostilidades entre dos partes beligerantes, que a una paz abarcadora. La Guerra de Gaza (y la de Ucrania, y otras tantas de nuestro convulso mundo) nos retrotrae, con espeluznante vigencia, al antiguo derecho de conquista que comenzó a superar la Escuela de Salamanca y que se presumía anulado después de la Segunda Guerra Mundial. Y lo más preocupante es que ese derecho de conquista, con su pragmatismo utilitarista, ha prevalecido sobre la fragilidad de un modelo más justo que Occidente no ha sabido o podido (incluso podría sospecharse que no ha querido) defender: Netanyahu y Hamás han demostrado que el uso de la fuerza, la negación de la humanidad recíproca del adversario, sigue compensado para alcanzar objetivos políticos, y esto es lo que, siquiera incidentalmente (quizá involuntariamente), viene a rubricar el Plan de Paz trumpista.
La fragilidad del sistema occidental de derecho internacional, en acelerado retroceso, se debe, en primer lugar, a la timidez de nuestras sociedades, o a nuestra directa incapacidad, para invocarlo e instruirlo. Frente a las batallas ideológicas internas que denuestan la tradición en la que se funda ese sistema (unos repelen su sustrato cristiano para apelar a un positivismo yermo, los otros repelen su universalismo para encerrarse dentro de las fronteras nacionales), y si queremos que en Gaza o en Ucrania triunfe la paz y no meros armisticios, reivindiquemos los inspiradores principios de la Escuela de Salamanca: todos componemos una comunidad universal de personas igualmente dignas y humanas, por lo que no alcanzaremos el bien común de nuestras sociedades o países si no trabajamos por el de los demás.
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