La elocuencia pornográfica de la polarización

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Una de las características que más me asombra de la Biblia, en términos de análisis literario, es su extraordinaria capacidad evocativa. La narración que los Evangelios (los de San Mateo y San Lucas) ofrecen del nacimiento de Jesucristo exige que nuestra imaginación trabaje o intervenga de una manera intensiva para completar todo aquello a lo que el texto parece apuntar, pero estrictamente no define. Comparen lo que se lee en los versículos evangélicos (Lc, 2, 6-7: “Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada”) con la rica dramaturgia y puesta en escena de la que la piedad popular ha dotado al relato: mientras que el canon opta por una síntesis abocetada y aséptica, puramente factual, para exponer uno de los principales misterios del cristianismo, la paradójica encarnación temporal de un Dios eterno, la tradición litúrgica, que no hizo sino consolidar lo que la comunidad creyente ya venía imaginando sobre el suceso, ha añadido múltiples detalles (algunos de los cuales atesoran una elevada sofisticación simbólica) que se han acabado integrando en cómo recordamos ese nacimiento. Por cierto, uno de los empeños que más admiro de ese esfuerzo creativo de la piedad popular es cómo se afana en humillar al poder: no basta con que Dios se encarne en una situación normal o típica (lo que, ya de por sí, resulta una novedad histórica en el discurso teológico), sino que debe hacerlo marginado a la humildad más precaria y extrema, incluso dentro de una cueva. Debe celebrarse que, antes como súbditos, ahora como ciudadanos, podamos honrar al poder, pero que nunca le hayamos tolerado que ostente. 

Pero no pretendo que este artículo se convierta en una homilía sobre la humillación del poder ni la humildad del poder (por cierto, siempre tan reconfortantes, y habitualmente divertidas, por irónicas), ni mucho menos en una melodía sobre el espíritu navideño en esta época de agitación, sino en una reflexión de cómo esa concisión o laconismo elocuente de la narración evangélica (que, por lo demás, suelen compartir las obras maestras de cualquier disciplina artística) constituye un remedio útil para combatir la polarización política y social que continúa exacerbándose. Una advertencia preliminar, a este respecto: me sorprende que haya quienes se escandalicen de que una sociedad democrática pueda estar polarizada (más bien, me escandaliza que lo planteen como un oxímoron), cuando uno de los defectos inherentes a la democracia, por la diversidad de ideas y estilos vitales que promueve y debe amparar, es que genera enfrentamiento, división, fragmentación; quienes prefieran sociedades unitarias o uniformes, que escojan un Estado totalitario, pero que luego soporten sus contrapartidas. El peligro (¡la corrupción!), y es a lo que nos estamos precipitando aceleradamente, es que la confrontación deje de servir como un medio fértil para construir consensos sobre las soluciones que pueden reformar nuestros problemas y se convierta, sino ya en un fin en sí mismo (no son pocos los políticos a los que no se les descubre otra misión que la batalla, desgraciadamente), sí, al menos, en un exclusivo instrumento para lograr triunfos electorales: y así es cómo, en lugar de abono fértil, la dialéctica democrática termina en tierra quemada. 

Una de las razones por las que sigue expandiéndose la polarización es la sobreexposición a la que están sometidos nuestros políticos: confieso que no sabría decantarme por si son ellos quienes estresan a los ciudadanos con esa ansiosa permanencia mediática o si somos nosotros quienes les obligamos a ella (probablemente sea una mezcla), así que he elegido una fórmula gramatical neutra. Nuestros políticos tienen que estar hablando y diciendo cosas todo el rato, ya sea en los medios de comunicación tradicionales o en las redes sociales, como si un lapso de oportuno silencio o de sobriedad informativa significaran su ostracismo. Esta verborrea desaforada provoca tres consecuencias que inciden en la polarización: i) cuanto mayor es su tiempo de exposición, menor es el tiempo que dedican a pensar, y la polarización se alimenta de la ausencia de un debate mayéutico de ideas y de la simplificación y la superficialidad y la confusión mixtificadora; ii) cuanto mayor es su tiempo de exposición, menor es el tiempo que dedican a hacer (aprobar planes o ejecutar medidas), y la polarización crece cuando el hecho se rinde a la percepción (por muy honesta o bienintencionada que sea), cuando no se busca comprender la realidad sino que la realidad nos comprenda a nosotros; y iii) cuanto mayor es su tiempo de exposición, más engorda (por muy recatado o tímido que inicialmente sea el político) una inevitable vanidad de actor, una pulsión escondida (que en todos reside) hacia el exhibicionismo protagónico, y la polarización aumenta cuando se discute y especula sobre personajes y no sobre propuestas. Es un malentendido crítico que esa elocuencia pornográfica (superflua y subjetiva) se considere una premisa para una democracia transparente; por el contrario, el laconismo elocuente (claro y concreto) sí que es una premisa para una democracia funcional, pacífica: comunicar en democracia no es decir más, sino decirlo mejor. Si nuestros políticos tuvieran que exponerse menos (insisto en que no sé si esa nociva circunstancia parte de su estrategia comunicativa o de una preferencia ciudadana, pero sí que se retroalimentan), pronostico que la polarización se rebajaría rápidamente.  

También contribuiría a ese deseable dominio de la polarización que la democracia recuperara su cierto sentido religioso fundacional (permítanme que regrese al tono del primer párrafo). La democracia no es una fe sagrada, claro, pero sí que posee unos rituales secularizados (los debates parlamentarios, sin ir más lejos) cuyo reciente menosprecio les niega su relevante para vincularnos, intelectual y emocionalmente, con la ontología simbólica de este sistema de gobierno. Pero la eficacia del rito demanda dos actitudes a sus participantes, tan ajenas a esa elocuencia pornográfica de la polarización: apertura al misterio (esto es, a la transcendencia que persigue cualquier artefacto antropológico, sistemas de gobierno incluidos) y humildad (en la medida que el individuo se disuelve en una forma o ceremonia universal). Para contar lo importante (¡lo verdadero!), también en democracia, el laconismo elocuente de Lucas resulta mucho más benéfico.

¡Les deseo una feliz Navidad y un próspero año nuevo!

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