Hablemos de productividad

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La productividad en España se mantiene prácticamente estancada en lo que va de siglo y se rezaga del promedio europeo. Ese desempeño frustrante se traduce en que los salarios evolucionen a un ritmo inferior al europeo y en una progresiva desaceleración de nuestra convergencia en el PIB per cápita ajustado por paridad de poder de compra (PPA), que ya no alcanza el 90% de la media comunitaria. Son síntomas que delatan la fragilidad estructural (o, a la inversa, la fortaleza coyuntural) del satisfactorio rendimiento macroeconómico del país durante los últimos tres años: el crecimiento se ha alimentado principalmente de la incorporación de más volumen de empleo (cantidad), pero no en la generación de ventajas competitivas, de fuentes de eficiencia e innovación (calidad). Paul Krugman, Nobel de Economía, cifraba en la productividad la clave del progreso económico: “La productividad no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo”. Debemos estar, pues, alerta, en lugar de complacernos en éxitos tan inmediatos, como perecederos: adviertan que apelo a la responsabilidad de cada empresario y de cada trabajador, pues doy por descontado (no sé si ya más por despecho jeremíaco, que por resignación) que el Gobierno (que por tercer año consecutivo no va a presentar en plazo Presupuestos Generales del Estado) preferirá el oropel del instante, a la prudencia y el esfuerzo que exigen la previsión. 

Del pésimo comportamiento de nuestra productividad responden los dos factores en las que se sustenta: tanto el capital, como la mano de obra. La productividad del capital calcula cuántas unidades de producción, ya sean bienes o servicios, se obtienen por cada unidad de capital invertido: la Unión Europea, la Eurozona y EE.UU. oscilan alrededor de la tasa que exhibían a principios de siglo, mientras que España se ha desplomado casi siete puntos porcentuales (datos de 2024), porque todavía prevalece el gusto por la (cómoda) inversión en activos inmobiliarios, en vez de la (arriesgada) inversión en productos relacionados con la propiedad intelectual y el capital tecnológico. Por su parte, la productividad del trabajo deduce cuántas unidades de producción se generan por cada hora de trabajo empleada. Si, de nuevo, contrastamos con un índice base en el año 2000, la productividad del trabajo estadounidense es un 26% superior a la que acreditaba en los albores de la centuria, la de la Eurozona, un 16%, y la española y la comunitaria, un 12% (lo que explica el aletargamiento económico comparativo de toda la Unión): así se verifica que la estructura de nuestro mercado laboral, inclinada mayoritariamente a actividades de servicios de bajo valor añadido (en el sentido de que son necesariamente intensivas en horas de dedicación), no premia la optimización de los recursos. 

Permítanme denunciar tres causas que (creo) nos han arrastrado, y continúan postrándonos, a esta preocupante situación. Primero, nuestra legislación laboral y de Seguridad Social ha articulado un régimen tan intervencionista y protector de los trabajadores que, por un lado, desincentiva la escala de los negocios (y la dimensión de las empresas ejerce un influjo positivo en la productividad del capital y de la mano de obra, y así en las remuneraciones: España tiene un 36% menos de empresas medianas que los países de nuestro entorno) y, por otro, ha conseguido que una razonable competencia entre empleados ya no se perciba como una necesidad sistémica, sino como un acto de voluntad individual (entre otras cosas, y sin perjuicio de que la estacionalidad del empleo promueva una elevada volatilidad, nuestro mercado laboral adolece de rigideces estructurales que ofrecen suficiente margen de seguridad al trabajador conservador respecto del competitivo: compite, se desafía quien personalmente quiere, pero el contexto no le obliga a ello). Segundo, en buena medida por patrones culturales que no se ha procurado modificar a través de una educación financiera más sofisticada y por la falta de consistencia de los incentivos fiscales al ahorro complementario, el inversor español destina su ahorro financiero a la adquisición de patrimonio inmobiliario (que carece de efecto multiplicador para la economía en su conjunto, pero resulta muy rentable individualmente) un 150% más que el inversor medio de la Eurozona, mientras que canaliza a la de activos financieros (esto es, a la participación directa en el accionariado de nuevas empresas o start-ups o en fondos de inversión que las nutran, lo que sí puede provocar ese posterior efecto multiplicador) un 33% menos que su homólogo estándar europeo; así pues, el ecosistema nacional no propugna que produzcamos mejor riqueza, sino, simplemente, más riqueza (sin que pueda profundizar ahora en la cuestión redistributiva, tan ligada a esa premisa). Y tercero, a pesar de que la productividad es, probablemente, la variable que refleja con mayor fidelidad el nivel de vida de una población, parece que no permite construir un argumento electoral seductor (o su complejidad técnica no puede encerrarse en el maniqueísmo polarizado): ojalá que este artículo les persuada para que hablen de la productividad y la reivindiquen como uno de los temas recurrentes del debate público.

Y ya que les emplazo al diálogo sobre lo que he reflexionado en esta columna, y por añadir otra perspectiva más psicológica al análisis que haga ese diálogo más sugestivo, concluiré con la observación de una paradoja (irónica) que nos brinda la realidad social. Si bien es cierto que, según se ha expuesto, cada vez somos menos productivos en ese ámbito de nuestra vida (el laboral o el empresarial) en el que tenemos que serlo, cada vez se nos exige (o nos exigimos, por comparación social) que lo seamos más en esos otros ámbitos (el familiar y el tiempo libre) que, muy al contrario, se concibieron para el descanso o, incluso aún mejor, para todo aquello que no se evalúa por su resultado. ¿Quizá otro de los motivos que subyace en la atonía de nuestra productividad (aunque no sea, claro, el factor diferencial) es que la filosofía de las redes sociales, apoyada en un frenético y superficial y agotador consumismo, en la incesante acumulación numérica de sensaciones placenteras, ha transformado cómo vivimos nuestros ratos de deporte y ocio y cultura y convivencia familiar (más deporte, más, más series, más, más festivales, más, más tardeos, más), incluso cuando no las estamos usando? 

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