Síndrome del impostor

28 de septiembre de 2025 11:48 h

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Por qué no escribes más, me pregunta a veces algún amigo, conocedor de la alegría que me produce acabar un texto de cuyo resultado me siento satisfecho. Mi respuesta no suele ser muy consistente: a veces atribuyo los largos periodos de silencio a la simple pereza y otras me escudo en el trabajo y los temas sensibles que es aconsejable evitar. Pero la realidad es que, más allá de cuestiones personales, si no escribo más es también porque pienso que ya se escribe demasiado. Parafraseando a Machado y Azaña, si escribiéramos sólo y exclusivamente de lo que sabemos, o de lo que tenemos una perspectiva diferente que aportar, no se produciría un gran silencio, pero sí habría menos oferta en la sobreabundancia digital en que vivimos, y quizás, sólo quizás, podríamos prestar más atención a quienes realmente tienen algo que decir (aunque también existe la posibilidad de que simplemente acabáramos leyendo menos).

En términos concretos, no escribo sobre el genocidio de Israel en Gaza, por ejemplo, porque tengo una opinión intercambiable con la mayoría de las presentes en este y en otros periódicos y porque, intentando ser honesto conmigo mismo, tengo poco o nada que aportar en comparación con los periodistas o historiadores especializados en la región, los expertos en derechos humanos o los propios palestinos e israelíes. En relación con estos últimos, intento desde hace tiempo buscar un pequeño hilo de esperanza en las páginas de Haaretz, ejemplo de buen periodismo en una democracia que languidece; en los activistas por la paz que no desisten en su empeño pese a defender posiciones cada vez más minoritarias en la sociedad israelí; o en la mirada crítica de escritores como Etgar Keret o Dror Mishani, cuya lectura considero un mejor uso del tiempo que escribir yo algo que difícilmente sería original.

Escribir lo justo —o hablar lo justo— es también dejar espacio, atención, a quienes tienen algo que decir, no necesariamente por una posición de autoridad o por el conocimiento teórico o práctico sobre una materia. Cualquiera puede tener una perspectiva valiosa que aportar sobre algún tema, pero difícilmente todo el tiempo y sobre todos los temas. Y, sin embargo, las redes, los medios, incluso a veces las librerías, están llenas de superhombres que opinan todo el tiempo y sobre todos los temas. Me pregunto si reprimiendo las dudas que, al menos a mí, me acechan incesantemente: ¿pienso realmente lo que estoy escribiendo?, ¿y a quién le importa aunque realmente lo piense?

Quizás sea síndrome del impostor, uno de esos constructos contemporáneos con los que normalizamos el engaño colectivo y convertimos en patología individual la inadaptación a las reglas del juego. En lugar de promover que todos dejemos de lado nuestras dudas e inseguridades y nos lancemos a competir por la menguante atención de un mundo sobresaturado, podríamos promover la duda y una dosis recomendable de inseguridad que nos lleve a aceptar nuestra limitada capacidad de aportación. Porque quizás el verdadero síndrome que sufrimos es el de una impostura colectiva y, si la individualización es inevitable, el foco debería al menos estar en los impostores.

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