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Supervivientes en el desierto que dejó el turismo masivo en Madrid

Dos personas pasan ante la conocida pastelería La Mallorquina en la puerta del Sol de Madrid. EFE/Víctor Lerena

Alberto Ortiz

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Los versos de Mario Benedetti parecen proféticos si uno pasea por el centro de Madrid estos días de enero: “Madrid quedó vacía. (...) / Se ha convertido en una calma unánime. (...) / Sin mercaderes, ni paraguas / ni comitivas, ni mítines”. Casi un año después de las primeras restricciones por el coronavirus, el centro de Madrid es un lugar semivacío, sembrado de persianas cerradas y carteles de alquiler, en el que los pequeños comerciantes, los artistas callejeros o los camareros subsisten a duras penas y recuerdan con nostalgia aquellos días de bullicio. 

“Esto ahora mismo es como un pueblo. Mira cómo camina la gente, con las manos en los bolsillos”, observa el encargado de una tienda de zapatos en la calle Carmen, casi en la desembocadura de la plaza. El comercio destaca por la cantidad de carteles rojos colgados entre los zapatos: “rebajas”; “última oportunidad”; “liquidación de stock”. “Estamos con liquidación total porque creo que vamos a cerrar, al menos por un tiempo, para hacer reformas”, afirma. 

Según el último informe del Instituto Nacional de Estadística (INE) difundido este viernes, el comercio minorista cayó en la Comunidad de Madrid un 3,4% a lo largo de 2020, a pesar de un repunte en diciembre por las compras navideñas. En septiembre, la Confederación Española del Comercio (CEC), estimó que cerca de un 15% de comercios de proximidad había cerrado desde el comienzo de las restricciones por la covid-19. Aunque no hay datos exactos, el centro de la capital parece haber acusado mucho peor el golpe.

Este vendedor, que lleva 13 años en la tienda, coincide con las estadísticas que se publican. “¿Tú sabes lo que puede valer un alquiler de estos? Un local como este, mínimo 40.000 euros al mes. Nosotros porque es local propio, que si no…”. Las ventas del negocio, asegura, han caído más de un 70%. Antes de la pandemia, trabajaban ocho dependientes. Hoy solo hay tres. “Y sobramos, no te creas. Si es que mira como estamos, está vacío”, dice mientras señala el interior de la tienda donde, efectivamente, únicamente hay estanterías repletas de zapatos. 

“Todo cerrado. No vendo nada”, resume Wu, dueño de una tienda de regalos turísticos en el inicio de la calle Carretas. “No hay excursiones. Aranjuez, Toledo, Segovia. Nada”. Dice que vende algunas mascarillas. El resto de la tienda, souvenirs, sudaderas con la impresión “I Love Madrid” o postales con imágenes de la ciudad, permanece intacta, como hace un año. 

Aunque no lo dice, seguramente piensa que, en comparación con parte de su competencia, hasta ahora ha tenido suerte: no ha cerrado. Unos metros más adelante, un local de souvenirs aún tiene ofertas sobre el escaparate. “Amazing prices, limited time”, dice un anuncio con camisetas del Real Madrid. A través del cristal se ven estanterías vacías y polvo en el mostrador. 

Los aledaños de la plaza son un desfiladero de establecimientos cerrados, de bajos en alquiler y de papel de estraza sobre los escaparates. En el ‘McDonalds’ de la esquina, solo hay dos personas sentadas en una mesa; nadie hace cola en la famosa confitería ‘La Mallorquina’. Quizá lo más sorprendente es que las conversaciones de los paseantes se distinguen claramente entre el murmullo de la ciudad. 

José Antonio asoma sus gafas por la ventana de su quiosco, con vistas a la calle Preciados, un gesto que repite desde hace más de 40 años. Sin embargo, hace meses que no asiste a la procesión habitual de cogotes apresurados. Un cartel luminoso avisa de que la mascarilla es obligatoria para circular y recuerda a los viandantes mantener la distancia. “Yo en estos años he visto de todo, ya te puedes imaginar. Pero es que esto es terrible, es global”, comenta. Una señora se acerca y pide la revista ‘Hola’. “Esto es lo único que vendemos, diarios, revistas... -comenta después-. Pero es que de esto no se vive”. 

El verdadero negocio de estos puestos de periódicos está en la venta de tickets de visitas guiadas y excursiones. Estas últimas le suponían a José Antonio y a su socio un 70% de la facturación. “En verano recuperamos un poco, pero apenas. Es que tampoco pasa nadie. Ya lo ves. La gente ya ni pregunta”. Y confiesa: “Te cuento algo. Nosotros somos dos. A mí me quedan diez meses para jubilarme. Pues creo que lo dejo antes. Es que no llego, me voy, no me compensa”. 

Las restricciones, el goteo de noticias y los horizontes temporales continuamente pospuestos salpican todas las conversaciones. “Acabo de leer un artículo que dice que hasta después del verano no vuelve el turismo. ¡Pero si acabamos de salir del verano!”, exagera Miguel, medio en broma, medio enserio, mientras repasa con un cúter una lámina que acaba de dibujar con spray y moldes de cartón. Tiene varias expuestas sobre el suelo y unos cuantos euros en un gorro del revés. 

“Nosotros nos vinimos hace un año, en febrero de 2020”, sonríe. “La gente nos decía: ya verás cuando llegue el verano, que Madrid es otra cosa. Y un mes después llegó la pandemia. Pero aquí seguimos. Es difícil, pero seguimos”, dice Rebeca, su pareja, que pinta junto a él. Ambos son de Maracay, una ciudad venezolana donde la temperatura ronda los 25 grados todo el año. “Vinimos aquí porque nos decían que no llovía, así podíamos estar en la calle. ¡Y nos viene una nevada así!”, se ríen. 

Son los únicos artistas que quedan, un día cualquiera entre semana, en la calle Arenal. Dicen que a las inclemencias del tiempo y a la escasez de transeúntes a veces se suman los problemas legales. “La policía a veces pone problemas, aunque siempre con amabilidad, eso sí”, precisa ella. Antes de despedirse, Miguel levanta el cuadro, ya terminado: “¿Un regalito adelantado de San Valentín?”. 

El trayecto hasta la Plaza Mayor está, como el resto de calles, plagado de persianas metálicas bajadas y dependientes en los umbrales con las manos anudadas a la espalda. Messian está sentado al lado de unas caricaturas de reserva. Hace mucho que no pinta una. Se le ilumina la cara cuando se acerca este periodista, aunque tuerce el gesto al darse cuenta del engaño. “Pensé que venías a que te dibuje. Ya decía yo, si aquí no viene nadie ya”, dice. Él y un colega que devora un bocadillo a su lado son los únicos que resisten en una plaza desconocida, sin turistas en las terrazas, sin músicos, vendedores ambulantes, ni luces voladoras. Quedan algunos restos de nieve color carbón y un árbol de navidad desmontado. “Yo sigo aquí porque estoy loco. Si no, no aguantaba esto. Llevo aquí toda la vida, pero esto está muy mal. Estoy frustrado”, reconoce. 

“En un día igual entran 30 o 40 personas, pero de esas 15 te compran algo”

Las tiendas de carcasas, antes abarrotadas, hoy parecen museos de plástico. Bajo el halo verde de uno de estos establecimientos, en la calle Preciados, una dependienta admite que no venden casi nada. “En un día igual entran 30 o 40 personas, pero de esas 15 te compran algo”, explica. Sus dos compañeras miran algo en la pantalla de un móvil. “Así nos pasamos todo el día. Esto es aburridísimo”, dice. 

Un par de calles más allá, casi al llegar a Gran Vía, otra tienda similar, ‘Carcasas y souvenirs’, pasa desapercibida ante los contados transeúntes. “No te digo cuánto tengo en la caja porque te echas a llorar”, dice la encargada, que espera en la entrada, expectante, por si entra algún cliente. “Antes me pasaba todos los días reponiendo imanes, era una locura. Ahora, esos que ves ahí -señala una pared llena de recuerdos de nevera con banderas de España o con la Puerta de Alcalá tallada- llevan semanas muertas de risa”. “Vendemos alguna mascarilla de vez en cuando, algún peluche de estos que están de moda por el ‘Tik-tok’, pero poca cosa”, concede. 

Tampoco derrocha optimismo la cara del gerente de una casa de cambio de dinero ubicada en la Puerta del Sol. “No puedo cambiar muchas monedas, porque sencillamente no tenemos. Si no viene la gente, no hay aviones… ya me dirás”, lamenta. Hace un año contaban con cuatro sucursales en Madrid y otras tres en Barcelona pero decidieron mantener solo una en cada ciudad. “Facturamos un 95% menos. Es muy agobiante. Dicen que en septiembre vuelve el turismo. Pero es que no sabemos. Y tampoco sabemos cómo vamos a aguantar hasta entonces. Es insostenible”, se desespera. 

“Devastador. No tengo otra palabra”. Ángel reparte flyers a la entrada del O’Connell, uno de los clásicos de la zona de Huertas, parada obligada de los pub crawls madrileños. “De lo que yo veo repartiendo flyers y poniendo copas, estamos haciendo un 10% de la facturación habitual. Ahora viene algún francés sobre todo, pero americanos y británicos, desaparecidos desde marzo”, explica. Estos meses tampoco frecuenta la zona el público español. La zona, sin el enjambre de turistas y curiosos, pierde bastante interés para los locales, razona. 

La cervecería Sol Mayor es uno de esos bares típicos del centro de Madrid donde sirven bocatas de calamares y las comandas se encargan a gritos. “Este bar tiene más de 100 años”, dice uno de los tres camareros que esperan la llegada de clientes dentro de una barra semicircular. “¿Qué? ¿Cómo has visto el centro? Es la hostia, ¿eh?”, pregunta y responde. 

El local está totalmente vacío. Entra una pareja, que pide una ración de calamares y un pincho de tortilla. “¡Una de calamaaares!”, vocifera el camarero. El grito rebota en las paredes. Hace solo un año, la orden apenas se habría descifrado entre el griterío del bar, el sonido de los vasos y los grifos de cerveza. El camarero muestra una foto del bar en su teléfono. “Es de febrero de hace un año, justo antes de que nos encerraran. Mira cómo estábamos. ¿Cómo te quedas?”, dice. Cuando por fin llegan los calamares y el pincho, los tres camareros participan ceremonialmente en la entrega, deseosos de hacer algo. “Antes venía todo el mundo aquí. No sólo turistas. Gente que venía a comprar, hacer gestiones, gente que igual trabajaba cerca. ¿Pero quién va a entrar ahora? Si no hay gente”, lamenta mientras pasa un trapo por la barra y mira hacia la calle desierta.

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