El 10 de enero de 2023 el diario El Mundo publicó el artículo titulado 'Sólo un policía de protección por cada 60 mujeres en riesgo en plena alarma por la violencia machista' en el que denunciaba la escasez de efectivos policiales dedicados específicamente a proteger a las mujeres de sus parejas o exparejas heterosexuales.
Dicho artículo plantea el problema como si fuera simple y ofrece una respuesta simple: más policías y más especialización para abordar la cuestión. Sin embargo, el asunto de la seguridad en la familia resulta algo más complejo, por lo que las soluciones han de ser complejas también.
La violencia que sufren las mujeres es un problema grave y creciente de nuestra sociedad que ha atraído una importante atención mediática y que requiere soluciones. Sin embargo, la vulnerabilidad de la mujer es más el resultado de una coyuntura circunstancial que el de una característica estructural. Por ello, en muchos casos las políticas de empoderamiento pueden ser más apropiadas que, o complementar a, la intervención policial.
Por otra parte, los ancianos, especialmente a partir de cierto grado de deterioro, y los niños sí son intrínsecamente dependientes y necesitan protección externa cuando sufren maltrato, situación que no resulta un descubrimiento novedoso.
Si consideramos que la solución policial es la única adecuada para resolver todas las situaciones de abuso o violencia, ¿cuántos policías necesitaríamos? No se suele hablar de la violencia que sufren algunos hombres en la familia porque 'manos blancas no ofenden', ni del maltrato en las parejas homosexuales que, aunque esté fuera de foco, también existe. ¿También vamos a encomendar a la policía que resuelva eso?
Independientemente de cuántos policías sean necesarios para garantizar la seguridad ciudadana, dentro y fuera de la familia, y de si tenemos los suficientes o hay que contratar más, no creo que baste con incrementar las fuerzas policiales para poner fin a la violencia (machista o de otro tipo).
La “alarma por la violencia machista”, a la que hace referencia el artículo, aborda un problema importante, la inseguridad de las personas más vulnerables y de las mujeres en particular, desde una perspectiva sesgada y, valga la redundancia, alarmista, dificultando un planteamiento más reflexivo de un problema sistémico cuya solución requiere soluciones más complejas.
Cuando planteo problemas sociales complejos, mi atención se dirige de manera automática a la educación. ¿Qué estamos haciendo con las nuevas generaciones para que las agresiones a las mujeres no dejen de aumentar a pesar de su denuncia constante en los medios de comunicación, de la implementación de leyes específicas para proteger a este sector de la población y del esfuerzo policial? ¿Se están promoviendo valores machistas, agresivos o ambos? ¿O acaso no es una cuestión de valores sino de incapacidad de aceptar la frustración sin canalizarla de manera agresiva? La cultura consumista no enseña precisamente a tolerar las limitaciones. ¿Conduce el modelo actual de familia a la concordia o a la violencia? ¿O son otros factores los que tenemos que atender? De ser así, ¿cuáles?
Es posible que el mismo lenguaje que se utiliza para denunciar las agresiones las esté fomentando. El planteamiento de “guerra de sexos” y la simplificación del problema como “violencia machista” canalizan la complejidad de conflictos que pueden surgir en una pareja hacia una salida muy primitiva, la agresión al más vulnerable. Cuando se tienen claves para pensar los distintos aspectos de una cuestión, resulta más fácil sostener un proceso mental para buscar soluciones, en vez de recurrir a la descarga mediante la acción.
No toda agresión de un hombre a una mujer es machista. Lo es sólo si la agrede por ser mujer, por considerar que eso la hace inferior, o al menos, merecedora del ataque aunque no sea inferior. Hay otras agresiones a mujeres, igualmente condenables, cuyas motivaciones no son machistas. La sobresimplificación del problema obtura su solución.
No tengo la solución al problema de la violencia, pero creo que ampliar el foco de análisis, sin caer en relativismos ni en la dilución de responsabilidades, puede acercarnos a ella.
Además, quisiera plantear otra cuestión relacionada con la reclamación de más policías para proteger a las mujeres frente a sus parejas: el de la creciente hipertrofia de las funciones del estado. ¿Realmente queremos al estado y a la policía más metidos en la familia? Cualquier padre de familia sabe que la asunción innecesaria de responsabilidades por parte de una autoridad infantiliza al resto de implicados. Un padre que se mete a parar todas las peleas entre sus hijos consigue, paradójicamente, que se peleen más. ¿Reduciendo la responsabilidad de los hombres vamos a conseguir que la policía elimine la violencia? Además de su cuestionable eficacia, y de su coste, la intrusión del estado en la familia plantea un problema ético, así como de modelo de familia y sociedad, lo que requiere que lo pensemos bien.
En conclusión, problemas complejos requieren soluciones complejas, y la consideración de “alarma” puede estar facilitando abordajes simplistas que resulten contraproducentes.
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