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Decadencia política en tiempos de pandemia

El expresidente de Estados Unidos Donald Trump. EFE/ZACH GIBSON/Archivo

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Cuando se inició la actual situación de pandemia, originada por la infame COVID-19, fui uno de los que pensó -he de reconocerlo- que se nos brindaba una estupenda oportunidad para que la humanidad saliese reforzada en sus lazos de unión y cooperación para salir, de la mano y hombro con hombro, de una situación catastrófica que está dejando por el camino muchas vidas, muchas ilusiones, muchos sueños rotos.

Me equivoqué. Y lo lamento, de verdad, muchísimo. Fui un ingenuo atrapado en ese optimismo militante que va en mi ADN. Tal vez me reste objetividad pero, al menos, aplico un filtro a nuestro devenir que hace más llevadera la caminata. Aunque era consciente de vivir en un mundo inundado por el egoísmo -también hay mares de bondad-, no supe estimar la gravedad del paciente: estamos demasiado divididos y la pandemia ha profundizado en esa grieta que se ha hecho más profunda y oscura.

En España esa división se puede hasta respirar. No hemos sido capaces de aparcar diferencias -legítimas-, y arrimar el hombro para salir del barro. Todo lo contrario; se suceden innumerables zancadillas para que el otro vuelva a caer mientras todos nos hundimos en el fango. El cenagal es tan vasto que no nos hemos dado cuenta de que nadie puede salir por su propio pie de él, y menos cuando se desperdician las fuerzas, cada vez mas mermadas, en desestabilizar en vez de caminar.

La clave fundamental de nuestro fracaso de convivencia es el viciado y salvaje ambiente político del país. Un escenario decadente, con grandes fuegos de artificio, pero con actores vencidos por el resentimiento. Un estrado en el que todo vale para hundir al adversario. No han comprendido que al hacerlo, lo que logran es hundirnos a todos lo demás, a la ciudadanía, a la que realmente sufre y trabaja para evitar la ruina total del anfiteatro.

El espectáculo está siendo del todo punto lamentable. Se ha utilizado absolutamente todo para atacar al contrario, y hay quienes han evitado intencionadamente alcanzar acuerdos globales por motivos puramente de propaganda, los más espurios de todos. No hay el mas mínimo consenso ni en materia sanitaria, ni social, ni económica, ni tan siquiera en relación a las vacunas. Menudo espectáculo, en relación a esto último, el que están ofreciendo consejeros, altos cargos, alcaldes, concejales, militares y hasta obispos… una colección de próceres al mas puro estilo berlanguiano.

Los mismos que ayer decían una cosa, hoy dicen exactamente la contraria para seguir apretando el cuello del rival. Pero tranquilos, mañana dirán otra cosa totalmente distinta para generar el titular que le dé una vuelta de tuerca más a la crispación. Incluso, hemos asistido a una moción de censura impulsada por la extrema derecha con un único fin de autobombo y enardecimiento de la borregada afín. Un acto abocado, de inicio, al fracaso; una burla y manipulación de las instituciones que demuestra el nulo respeto a estas por quienes se llenan la boca de la palabra libertad mientras apoyan y promueven manifestaciones de negacionistas. Aunque -ya lo sabíamos-, de los herederos políticos del franquismo tampoco puede extraerse nada positivo ni constructivo; aunque ahí están -impasibles efigies de rostro marmóreo- aquellos que gobiernan gracias a sus votos, legitimando sus proclamas abiertamente xenófobas y contra la igualdad entre hombres y mujeres (aclaro: feminismo)… en pleno siglo XXI. Esos autoproclamados liberales que se han dejado arrastrar a ese estercolero moral y político, poniendo en peligro lo más valioso que tenemos como sociedad: la convivencia pacífica basada en valores y principios democráticos, el respeto y la tolerancia. Sin ellos no existe la libertad. Ocupar sillones con ese aval, ese oprobioso lastre, como mínimo debiera producirles un sonrojo que ninguna bandera -por grande que sea- puede ocultar. Es una cuestión de vergüenza, cuando se tiene, claro.

Todo es una sucesión de declaraciones exageradas, demagógicas y fuera de tono; con una ramplonería y escaso nivel intelectual que debería plantearnos si algunos dirigentes no debieran pasar alguna prueba de aptitud psicotécnica. Y es que el estilo trumpista de hacer política ha triunfado en una buena parte de los representantes públicos, muy escasos de recursos culturales. Se dice cualquier cosa, aunque sea manifiestamente mentira, para agrandar la polarización porque este fenómeno se ha convertido en la manera de hacer crecer la tribu electoral. La razón, la argumentación, y hasta el debate mínimamente respetuoso, han sido barridos por el titular zafio, grosero, pero perfectamente identificable por una población cada día mas hastiada. Todo ello, además, convenientemente aderezado por unos medios de comunicación -no todos, pero sí demasiados- sumisos, esclavos de la publicidad institucional, ausentes en la crítica y en la responsabilidad; cómplices hasta en la propagación de discursos incendiarios, salidos de la sordidez de una cueva del medievo, enmarcados en la burda manipulación partidista.

No me gustaría estar en la piel de los que toman decisiones, sean del partido que sea, porque estamos en una situación extraordinariamente difícil y sin precedentes. Y también hay que señalar que existen servidores públicos que están intentando gestionar las cosas con honestidad e intentando alejarse de ese campo de batalla de mezquindad y mediocridad hasta donde alcanza la vista. No metamos a todos en el mismo saco porque, en primer lugar, no es cierto; y en segundo lugar, porque también forma parte de un discurso extremista, falso y vulgar que solo busca pescar votos en una población cansada, deprimida y bombardeada; víctima de un estrangulamiento feroz.

Esos son los efectos de una decadencia calculada, en la que triunfa el discurso identitario pueril, extremadamente retrógrado, que culpabiliza de todo a alguien -al que menos opciones tenga de defenderse- para ofrecer una vía de escape a tanta angustia. Conmigo o contra mí.

“Yo, patriota, vengo a salvaros de los demonios que vienen a devoraros las entrañas. Contempladme en mi esplendor, he irrumpido en el templo a pecho descubierto, pinturas de guerra y cuernos para demostrar mi superioridad. Porto una bandera porque soy el bueno y ellos los malos. Todo progreso es el enemigo. He aquí las cadenas, esculpidas en odio, que os atarán a mí. Adoradme porque es vuestra naturaleza”.

Es la política binaria, diseñada para un entorno infantilizado, huérfano de análisis y que algunos han abrazado de manera incondicional. Es como una religión: todas son falsas excepto la mía. Pero es una forma de hacer política que nos pone en peligro a todos. Pero no les importa porque la ignorancia y la mansedumbre son atrevidas aún estando al borde del precipicio y de su propia ruina.

Permítanme que pare aquí. Necesito un respiro. Retomo, por voluntad propia, mi optimismo crónico, ese que nos permitirá salvarnos de la decrepitud de la vida pública. Creo firmemente en ello. Aún queda gente buena, honesta, de mirada limpia y corazón generoso; en todos los ámbitos. No permitan que los bárbaros apaguen su luz.

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