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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Murcia ya no huele a azahar: la huerta de mi abuelo ahora es un Burger King

Huerta de Murcia | Turismo de Murcia

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Cuando era pequeño plantaba caracoles. A mi lado, mi abuelo escarbaba con su azada sobre un montículo de tierra en línea recta para plantar tomateras. Caminaba de aquí para allá, traía esto y se llevaba lo otro, mientras yo plantaba caracoles porque un abuelo no está para adelgazar las ilusiones de su nieto diciéndole que los caracoles no brotan de la tierra. Era esa tierra marrón, deshecha y poco cohesionada de la vega del Segura, de la que brotan cítricos, frutas y paisajes impresionistas de flores y abejorros y plagada de perros – ya no los hay – y gatos salvajes, que se atesta de vida después de cada lluvia y que olía a azahar cuando florecían los naranjos. Por todas partes había acequias y verjas metálicas, de puertas hechas de somieres que utilizan esos muellecitos de alambre como bisagras, a lo largo de una barra de hierro enrobiná. Cada lugar huele de manera diferente y define nuestros recuerdos y emociones con respecto a los lugares en los que pasamos tiempo; el olor del altiplano de Granada, a almendro, a leña, a puro frío y viento seco, no es el mismo que el de la Región, más dulce, más húmedo por más cerca que se encuentre el uno del otro.

Mi abuelo era la mejor persona que yo he conocido. Se dice siempre de los abuelos, y todo el mundo tiene razón. Era de esos abuelos que siempre va en camisa, y el tipo más flaco que pueda uno imaginar; de aquellos hombres – decentes – de la vieja escuela, con un paquete de Winston en el bolsillo de la camisa y otro en el bolsillo del pantalón. Los sábados me llevaba a la huerta; recorríamos los cien metros que separaban su tahúlla de la estación de paso de la acequia mayor y abría la boquera unos minutos dejando libre un caudal que llegaba hasta sus pimientos. De ahí, canalizaba el agua a mano con la azada y repartía la que creía conveniente. Después íbamos al videoclub a por una película y eso es todo lo que yo sé sobre la felicidad y esas cosas que tanta falta hacen en la España del capitalismo tardío. La otra mañana me desperté nostálgico como los que se quedan viendo ‘Cachitos’ en Nochevieja, y tenía la idea de dar un paseo entre canales y arbolitos pero, ¡sorpresa! ya no queda huerta; al menos, ni la sombra de lo que fue. El expansionismo urbanístico - ay, nuestra pulsión provinciana de querer convertir Puente Tocinos en Brooklyn – y la oleada de expropiaciones para el (hashtag) temita del AVE están detrás de todo. De aquellos años no queda ni el videoclub, ni mi abuelo, ni la huerta. Sólo quedo yo, que ya no puedo disfrutar de las natillas de mi abuela o de los tomates de mi abuelo, a cambio, puedo comprar un Whopper sin bajarme del coche. Coche que, por otro lado, tampoco tengo.

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