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Contrapunto es el blog de opinión de eldiario.es/navarra. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de la sociedad navarra. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continua transformación.

Costumbres en común

Costumbres en común

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Se nos fue agosto entre campos dorados y perezosos atardeceres. Los días eternos pasaron a la historia y las golondrinas, poco a poco, dejan de revolotear por encima de las tejas rojas de los pueblos del sur de Navarra. 

Llega el otoño con su promesa de cierzo y chaqueta. Es la estación de la nostalgia, pero también de los comienzos. Decaen las hojas, pero abundan los frutos. Un tiempo fértil en alimentos e ilusiones, un tiempo propicio para llenar la despensa de sustento para cuerpo y alma. 

A orillas del Ebro huele especial en septiembre. Vecinos y familias se juntan en las bajeras de las casas para asar, pelar y embotar pimientos. Las puertas están abiertas de par en par y las calles exhalan ese aroma tan inconfundible y apetecible que todo lo inunda y todo lo alcanza. 

Esta costumbre, tan arraigada en los pueblos del suroeste navarro, se repite por estas fechas de verano tardío y otoño tempranero. Las bajeras de las casas se alegran con las voces de quienes se afanan en prepararlo todo para el ritual. Después, alrededor de una mesa improvisada, mientras pelan los pimientos, los vecinos se cuentan sus cosas para hacer más amena la jornada. 

De todas las variedades que se consumen destaca el pimiento del piquillo de Lodosa. Se cultiva en el término geográfico que lleva su nombre y en los municipios colindantes y, debido a su sabor ligeramente almibarado, es el más valorado en las cocinas humildes y en los restaurantes de lujo. El “oro rojo” no distingue de clases sociales.

Los pimientos se pelan de uno en uno, se corta en primer lugar el rabillo y después se raspa la piel suavemente con la ayuda de un cuchillo, pero sin tocar el agua, siempre en seco, ya que si se mojan pierden parte de los aceites esenciales, lo que origina una merma de aroma y sabor. 

El almuerzo pone fin a las labores. Uno de los platos que más se estilan son los huevos fritos acompañados de pimientos aliñados con aceite. El pan y el vino tampoco faltarán a la cita. Alimentos sin arrogancia que nos evocan la identidad de un paisaje: los olivos, los viñedos, los campos de trigo lindantes con el azul… Todo un homenaje a la tierra y a las manos con memoria que la trabajan. “La cocina existe cuando las cosas tienen el gusto de lo que son”, decía Curnonsky.

A mi juicio, hay una lección luminosa escondida tras esta prosaica tradición. Una manera de entender el mundo creada a través de unos usos y costumbres surgidos del conocimiento social acumulado y trenzada por los lazos del vínculo comunitario y el apoyo mutuo. Pequeños resquicios de encuentro vecinal que aún resisten en el ámbito rural y que la modernidad no ha demolido. 

Pero esta costumbre, además de ser un refugio de cooperación espontánea, también inspira otra reflexión. Nos invita a identificar con claridad todo el esfuerzo que hay detrás de cada alimento y a valorarlo como se merece. A pensar en cuántas personas han aportado su trabajo para que un modesto pimiento llegue a nuestra mesa. En definitiva, nos invita a prestar atención a los detalles de nuestra vida cotidiana, tratando no sólo de saber comer, sino de comer sabiendo. 

De todo esto; del respeto, la tradición y el placer que encierra el acto de comer trata el libro “El pan que como” de Paloma Díaz-Mas. Por eso no quiero finalizar el artículo sin recomendar este hermoso libro sobre la relación de lo que somos con los que fueron nuestros padres y abuelos a través de lo que comieron y cocinaron. Un guiso literario lleno de sabiduría popular para alimentar el alma en esta antesala del otoño que se acerca sin solución.

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