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Aplicaciones para ligar: ponme cuarto y mitad de carne y medio kilo de emoción

'Match' en Tinder.

Patricia Horrillo

¿Qué puede hacer una mujer de 41 años para ligar en Madrid? Me siento un poco como Carrie Bradshow en uno de los capítulos de Sexo en Nueva York cuando me hago esta pregunta, pero os aseguro que no es un invent. Las personas solteras que vivimos en el gran monstruo que es la capital de España sabemos que, por una cuestión numérica, deberíamos poder encontrar hombres y mujeres con los que podamos encajar según lo que estemos buscando. De hecho, ahora disponemos de montones de aplicaciones para conocer gente nueva, rollos, amigos, amantes y hasta potenciales parejas. ¿Acaso no habéis oído hablar de Tinder, Badoo, Meetic, Adopta un tío, Ok Cupid, Lovoo…? La carta es cada vez más amplia. ¿Y el menú? El menú son nuestras carnes (y hasta corazones): la casquería física y emocional de hombres y mujeres dispuestas a mezclarse con el mejor aliño.

En este mercado se nos vende la idea de que “ahí fuera”, en ese océano de internet, existe la persona con la que somos compatibles. En la publicidad de estas nuevas empresas cárnicas se nos muestran chicos y chicas estilosas y felices como en los anuncios de Coca-Cola de los años 80. Y nos cuentan que, seamos como seamos (heterosexuales, heteroflexibles, transexuales, homosexuales, bisexuales, sapiosexuales, demisexuales…) y sea lo que sea que busquemos (desde sexo esporádico a una relación tradicional), con una aplicación y desde la comodidad de nuestro dispositivo móvil lo podemos encontrar.

Bueno, mi experiencia por estos mundos de los contactos por apps ha sido variada: desde el buffet libre a la entrega a domicilio, aunque ahora he llegado a un momento de empacho del que no sé muy bien cómo salir.

La primera vez que entré en contacto con una aplicación para ligar fue a principios de 2010, por lo que se puede decir que viví la prehistoria de los programas de citas online. Había vuelto a Madrid después de varios años viviendo en Barcelona y un divorcio a cuestas. Tenía 32 años y casi ningún lazo con la gente de mi ciudad. Una amiga que trabajaba en Meetic me propuso que me abriera una cuenta. “¡Venga, anímate! Y te pongo perfil premium un par de meses”. Mi primera reacción fue reírme porque me parecía marciano y le dije que no tenía el cuerpo preparado para tanto futuro.

Pero a los pocos meses, las ganas y la curiosidad se antepusieron a las reticencias y me di de alta. Avisé a mi amiga y empecé a ver cómo me movía en ese mundo digital que era completamente nuevo para mí. ¡Todavía no tenía ni Twitter en ese momento! Por aquel entonces yo tenía un móvil de la era pre-smart (¡qué tiempos!) y todo se hacía desde el ordenador: completar información, responder a ciertas cuestiones para presentarte “en sociedad”, subir fotos para el perfil… y avivar al voyeur que (creo que) todxs llevamos dentro.

Recuerdo lo divertido que me resultó empezar a mirar los “cromos” de los perfiles de tíos: nole, nole, nole, ¡sile!, nole, nole… Sí, claro, aquí no se trataba tanto de “tenerlos” sino de los que una quería tener. Me gustaba también llegar a casa y, al encender el ordenador y conectarme, que empezaran a llegarme mensajitos de los chicos a los que les había gustado mi perfil. Tenía todo un punto naif que me devolvía en parte a la adolescencia.

Conocí a varios chicos y aprendí que una buenísima conexión chateando no tiene que corresponderse necesariamente con que luego esa persona me atraiga o encajemos en persona. Con lo que reduje el tiempo de “conocimiento” escrito y, con el último chico con el que tuve una cita, a los pocos días de habernos saludado a través de la pantalla, me quedé con él casi seis años porque las químicas (y más tarde el amor) funcionaron. Fue una experiencia maravillosa y supe que en mis círculos personales y laborales nunca le habría conocido, así que me rendí a la tecnología y a internet.

Ya en 2017, meses después de separarme y tras un tiempo de recogimiento necesario, decidí probar alguna de esas aplicaciones para ligar de las que tanto había oído hablar. Ahora no buscaba pareja sino otro tipo de encuentros para ver la compatibilidad en la cama y pasar un buen rato. Habían pasado unos años y ya todo eran apps para móviles. Muchas alternativas y cada una autopromocionada como “la mejor herramienta para X”, siendo X buscar pareja, ligar o, directamente, follar.

Me lancé a Tinder y tuvo su gracia. Era fácil e intuitiva y sólo se abría el chat cuando las dos personas nos habíamos gustado (match!). Con una o varias fotos y una descripción personal tenía que hacerme una idea rápida para decidir en qué dirección pasaba los “cromos”: hacia la izquierda para descartar o hacia la derecha para salvar. La verdad es que en esta época en la que los selfies y la exhibición fotográfica están tan extendidos, se puede saber mucho de alguien por las imágenes que publica. Yo eliminaba a todos los que posaban al lado de un coche, una moto o un barco. Nunca me han interesado los individuos que necesitan reforzar su masculinidad con algo que lleve un motor.

Los primeros matches fueron divertidos, como años atrás. Aunque enseguida me di cuenta de dos cosas: por un lado, que no es lo mismo treinta y pocos que estar entrando en la cuarentena y, por otro, que se abriera el chat no quería decir que hubiera una conversación, sobre todo si la que iniciaba la charla era yo. Aunque no fue siempre así, la mayoría de las veces en las que escribí la primera, no recibí respuesta. Ahora que lo pienso, puede que las dos cosas sí que estén relacionadas…

Tinder fue divertida hasta que me asusté. Quedé con un tipo del que no sabía nada más que le gustaba un tema musical muy friki que es mi favorito, y le propuse unos vinos ese mismo mediodía en una terraza. Yo era muy clara en mis mensajes: “no busco pareja, busco compatibilidad personal y una cierta atracción física para pasármelo bien en la cama, sin otras expectativas”. Y aunque no me pasó nada, el individuo combinaba todos los elementos por los que me habría cambiado de acera de cruzármelo por la noche. Ahí me di cuenta de lo vulnerable que era y busqué una excusa para largarme después del primer vino (no supe cómo hacer para hacerlo antes). Cuando me fui, sentí rabia por no ser un tío para poder vivir mis impulsos sin miedo. ¡Grrrrr!

Después de esta experiencia, un amigo me dijo que probara con OK Cupid porque tenía varios filtros que me permitiría poder seleccionar mejor las personas con las que quedaba. Y así lo hice. Me borré del Tinder y me hice una cuenta en esta otra aplicación. Al ser todo en inglés es cierto que filtra a gente (con el clasismo que eso mismo conlleva). Hay un cuestionar infinito muy orientado a la población de Estados Unidos con preguntas sobre armas, Trump, amish… pero que me permitió completar un perfil bastante completo.

OK Cupid tuvo varias cosas buenas y es que, por ejemplo, me obligó a hacerme a mí misma preguntas sobre prácticas sexuales que jamás me había hecho. Los porcentajes de afinidad ayudan a que realmente puedas entablar una conversación con alguien de tu misma cuerda. Y, en ese sentido, tienes más datos para valorar con quién te citas en persona. Tuve algunas citas satisfactorias aunque llegó un momento en el que también me agotó la dinámica: quedas para tomar algo, ofreces la mejor versión de ti misma (que crees que más le puede interesar al tío que tienes enfrente), intentas prestar atención a lo que te cuenta de sí mismo y, si las químicas encajan… “¿En la tuya o en la mía?”

Sin embargo, todo ese esfuerzo de frescura y naturalidad, que al principio era divertido, ahora se me ha indigestado… No es fácil encontrar matches en la vida real en los que se combine una cierta afinidad ideológica y una buena química en la cama. Tengo ganas de conocer tipos que me interesen y con los que me pueda acostar, pero este mercadeo agotador y venta de mí misma me hace plantearme si de verdad no hay otra forma. ¿Debería recurrir a las citas que me organicen colegas? ¿Voy a un speeddate? ¿Pruebo con los anuncios por palabras? Todavía no lo tengo decidido. Acepto ideas… #UnaCitaParaPatri

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