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EN PRIMERA PERSONA

La pareja de mi ex, la mejor segunda madre para mis hijas

Una madre con su hija en las inmediaciones de un centro educativo.

Sara Solomando

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Cuando cuento que mi hija mayor ya ha cumplido los 18 años puedo notar cómo los cerebros de quienes reciben la información comienzan a echar chispas. No porque parezca más joven de lo que soy, sino porque nos hemos acostumbrado a que lo normal, ahora, sea dejar eso de ser madres para los 40 y yo tuve a mis hijas antes de los 30. Yo, que en mi pueblo fui una de esas madres “tardías”, ahora soy una madre “joven”. Lo era cuando tuve a mis hijas, cuando me embarqué en lo que estaba escrito que tenía que ser, que era lo correcto, y lo hice sin darle una mínima pensada.

Debía andar por los 25 cuando conocí al que dos años después se convirtió en mi marido. Recuerdo que cuando hincó rodilla mostrándome un precioso anillo de compromiso, en vez de emocionarme, como sucede en tantos vídeos virales que vemos en Internet, en lugar de llorar, a mí me dio la risa. No es que yo no pensase en el futuro, en casarme, tener hijos, perros, hipotecas y coches comprados a crédito. No, pero era algo que no estaba en mi día a día; en mi cerebro era algo que hacían los demás y que, en algún momento, me apetecería a mí.

Desde luego no estaba preparada cuando esa petición de mano llegó, y mucho menos para todo lo que vino después a una velocidad inusitada. Por aquella época yo trabajaba en el gabinete de prensa de un ministerio de nueva creación y la vida me pasaba por encima mientras lidiaba con unos medios absolutamente beligerantes con la llegada al gobierno de Zapatero y sus ministras. Los días se me quedaban cortos y mi pareja, con la ayuda de mi madre, se puso manos a la obra para organizar la boda.

En menos de un año ya estaba casada y a los pocos meses, embarazada. Y yo apenas me di cuenta, mi trabajo robaba mi atención. Me vi muchas veces como Scarlett O’Hara, diciéndome eso de: “Ahora no puedo pensar en ello, me volvería loca si lo hiciera, ya lo pensaré mañana…”. Y en ese postergar la reflexión, me vi en 2008 casada, con dos niñas, una hipoteca, un coche pagado a crédito y a punto de tener un perro. Lo que para muchas mujeres es una etapa preciosa e ilusionante, a mí me aplastó por completo. Me abrumaba todo el amor que sentía por mis hijas, gestionaba mal el miedo a que les pasase algo malo, a estar haciéndolo mal, a no ser lo suficientemente buena madre. Mis hijas eran unas niñas listísimas, preciosas, felices, extrovertidas y amorosas que me calentaban el corazón con sus abrazos, pero yo no podía dejar de estar asustada.

En 2009 estaba presentando un programa directo de tres horas en la televisión autonómica extremeña, criando a dos bebés y haciéndome cargo de toda la intendencia de un hogar. Era yo quien sabía cuándo había que poner las lavadoras, cuándo hacía falta comprar champú o verduras, la talla de ropa y calzado de mis hijas, su peso y altura, la que las llevaba a las revisiones pediátricas. Era yo quien se hacía cargo de pensar qué se cenaba en función de qué se había comido ese día o qué se pondría en la mesa el siguiente. Entonces era “lo normal”, ahora se le llama carga mental.

Como un hámster en una rueda

Tardé poco en sentirme como un hámster en una rueda. Con la perspectiva me doy cuenta de que fue algo gradual, pero aún recuerdo esa mañana de sábado que me costó levantarme de la cama y que, mientras escuchaba a mis hijas jugar con su padre, me pregunté dos cosas: ¿cómo he llegado aquí?, ¿esto es lo que quiero? Y desde ese momento mi cerebro no pudo dejar de pensar en otra cosa.

En 2010 ya estaba divorciándome del padre de mis hijas, que lloraba pidiéndome que no le separase de ellas. Algo que me sorprendió totalmente porque en mi cabeza jamás estuvo pedir la custodia total de mis hijas. Fuimos pioneros en Extremadura, y nos concedieron la compartida a regañadientes, con el compromiso de que las niñas estuvieran seis meses en mi casa y los seis siguientes en la de él, con fines de semana alternos. Aceptamos ante el juez, pero jamás cumplimos. Las niñas pasaban la mitad de la semana conmigo y la otra con su padre, o a demanda, lo que ellas quisieran, lo que necesitaran.

Una época muy difícil en la que el padre de mis hijas estaba muy enfadado conmigo —me culpaba de haber dinamitado su familia, su plan de vida—, y yo sobrepasada por los acontecimientos. Una época en la que tenía que morderme la lengua o medir mis palabras para no discutir por señalar que las niñas salían a la calle despeinadas, con legañas o lamparones en la ropa; en la que se me llevaban los demonios por cómo las vestía a pesar de que yo iba a su casa a menudo para estar con ellas y aprovechaba para dejar los conjuntos preparados ya en sus armarios, aun estando separada: pantalón con su correspondiente zapato y diadema, vestido con sus lacitos, etc. Mis hijas estaban bien cuidadas, con sus necesidades perfectamente cubiertas, eran dos niñas felices que se sentían amadas, pero yo, además, perdonen la frivolidad, quería que saliesen a la calle con un aspecto cuidado…

Pequeños detalles

Fue precisamente por estos pequeños detalles por los que descubrí que el padre de mis hijas tenía pareja de nuevo: el día que llegaron a casa con las coletas perfectamente pulidas, a la misma altura, la raya recta, sus ropas limpísimas y a juego con los zapatos y los lacitos del pelo. Ese día supe que había otra mujer en su vida. Una mujer que estaba atenta a los detalles, que se preocupaba por mimarlas. Una mujer que no solo se enamoró de su padre, también de ellas, cosa por otro lado facilísima porque son unas niñas estupendas. Y que no sólo las aceptó como parte de su relación, sino que además se implicó en su crianza. Una mujer que jugaba con ellas, que les leía y compraba cuentos, que las besaba, las abrazaba y las cuidaba como si fuesen sus propias hijas. Una mujer de sonrisa abierta que siempre ha estado para ellas, y que además ha convertido a sus padres en parte de su familia.

Mis hijas no tienen cuatro abuelos, sino seis. Los dos “nuevos” las han llevado al teatro, al cine, a conciertos, se estrenaron como abuelos con las hijas de su yerno. Así es que, cuando un tiempo después, por motivos profesionales, tuve que dejar Extremadura para volver a Madrid y él se quedó a cargo de forma exclusiva de nuestras hijas, me fui tranquila. Sé lo sumamente machista que suena, pero es así como me sentí y como me siento catorce años después.

Aunque desde hace mucho volvemos a vivir en la misma ciudad y las niñas van de un hogar al otro, sé que cuando no estoy, ellas tienen en casa a una mujer que las escucha, las regula emocionalmente, las entiende y se preocupa por su bienestar. La misma que durante muchos años, en mi ausencia, las llevó al pediatra o las llevó a urgencias cuando su padre no podía, y las acunó cuando tuvieron fiebre, se preocupó porque sus comidas, meriendas y cenas fueran saludables. La que me atendía al teléfono cuando sentía que había algún problema con las nenas y me daba su opinión o aceptaba la mía. Una de las muchas mujeres que cada día hacen que la palabra madrastra pierda su sentido peyorativo. La otra madre de mis hijas.

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