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Brasil, hambre y negacionismo

Una mujer pasea con bicicleta y mascarilla en Brasil

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La ONU ha alertado ya que, de seguir la tendencia, para finales de 2020 Brasil volverá a formar parte del mapa del hambre de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), del que salió en 2014. Ese mapa está formado por los países con más del 5% de la población en pobreza extrema. En la práctica significa decir que una de cada 20 personas se encuentra en una situación de pobreza y hambre.

Brasil es, junto a India y Sudáfrica uno de los países de renta media en los que, según señala Oxfam Intermón, los niveles de inseguridad alimentaria se están incrementando rápidamente debido a la pandemia. Brasil es el país democrático con más concentración de riqueza en el globo. Un país en el que la brecha económica no ha dejado de subir desde 2014. En estos seis años, los ingresos del 1% más rico han crecido un 10%, mientras que el del 50% más pobre se han desplomado en un 17%. Eso significa que actualmente más de 23 millones de personas están bajo el umbral de la pobreza, 9,3 millones viven en extrema pobreza y 5,2 millones pasan hambre.

La congelación de las inversiones sociales, el desempleo y la reducción de los receptores de ayudas sociales del programa la Bolsa Familia, cuyo fin es apoyar a los más desfavorecidos, han contribuido al avance de la pobreza en el país. La inversión en salud en Brasil ha ido cayendo hasta representar un 4% del PIB, 35 millones de ciudadanas y ciudadanos no tienen acceso a agua tratada, viven hacinados en las favelas más de 11 millones y 40 millones son trabajadores informales que viven con lo justo y han perdido su empleo debido a la pandemia.

Esta era la realidad del país cuando la crisis de la COVID-19 se desató, azotando sin tregua a quienes menos tienen en lo que ya se ha definido como el genocidio de los más pobres. Brasil es, desde hace unas semanas, el foco mediático porque lidera, junto a Estados Unidos, la triste lista de fallecidos.

Hasta la fecha, la pandemia se ha llevado la vida de más de 76.000 brasileñas y brasileños, y ha contagiado a dos millones de ciudadanos. Son cifras abrumadoras, pero no parecen más que la punta del iceberg. Según estima el Instituto para la Métrica y Evaluación de la Salud (IHME) de la Universidad de Washington, Brasil superará 166.000 muertes antes de octubre.

Brasil se ha convertido así en el segundo país más afectado por la epidemia, tanto en casos como en muertes. Mientras esto sucede, Bolsonaro ha entorpecido cuanto ha podido las medidas de distanciamiento social y ha vetado recientemente parte de una ley aprobada por el Congreso sobre el uso obligatorio de mascarillas en lugares cerrados.

Oxfam Intermón y otras organizaciones han acusado al Presidente de omisión deliberada por ignorar las evidencias científicas para controlar la epidemia y por no poner en marcha medidas de protección social y de servicios esenciales para las personas más vulnerables. La epidemia avanza en las periferias y las favelas, en los hogares de ancianos, en las aldeas, en las comunidades tradicionales y en las cárceles ante un gobierno que niega la realidad.

El coronavirus puede significar para Brasil borrar en pocos meses el esfuerzo realizado durante años para combatir el hambre y terminar el año con más personas pobres que en 2014. Un gran batacazo que ahondará las desigualdades y lastrará a las futuras generaciones.

2020 quedará para los anales como el año de la COVID-19, pero la desigualdad y la pobreza lastrarán a millones de personas durante décadas. El caso de Brasil no será distinto.

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