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Autonomía fiscal y justicia tributaria

Ayuso, al PSOE: "Lo que llaman 'dumping' es no saber gestionar sus autonomías"

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El patológico tremendismo que envenena la política española es muy capaz de triturar cualquier discusión racional, sea cual sea la materia sobre la que verse. Y la materia tributaria, de por sí muy propicia para la demagogia electoral en condiciones normales, no podía quedar al margen del belicismo reinante.

Una de las batallas que últimamente despierta mayores pasiones es la que se libra en torno a la autonomía fiscal de las comunidades frente al Estado, con el Gobierno regional madrileño como vanguardia. Resulta desde luego chocante que una formación como ERC haya reclamado la armonización de impuestos mientras el PP clama por mayores dosis de autonomía en una dinámica de disgregación territorial y enfrentamiento institucional que hasta Vox, en Madrid, ha calificado de independentista.

La cosa podría inspirar una delirante comedia política, pero por desgracia para la ciudadanía, el fondo sobre el que se discute es algo grave. El modo en que se configuran la distribución y ejercicio de competencias de gasto e ingresos públicos entre los diferentes niveles administrativos y políticos del Estado resulta trascendental para la prosperidad de un país.

Existe una abundante literatura especializada respecto a lo que se denomina federalismo fiscal cuya eclosión cabe situar en Estados Unidos, inmediatamente después de la Segunda Guerra mundial, a raíz de las aportaciones del ilustre hacendista Richard A. Musgrave y en la que han intervenido, desde diferentes puntos de vista, autores como Wallace Oates, James M. Buchanan o Joseph Stiglitz. Entendemos por federalismo fiscal la discusión acerca de la atribución de competencias económicas en los distintos escalones territoriales de gestión pública. Sobre la base de un amplio consenso en torno a la idea de que las entidades públicas de menor nivel pueden captar mejor las necesidades de gasto por mayor proximidad al territorio al que se aplican, caben muchas y muy complejas gradaciones y matices.

Pero, en lo que a competencia sobre ingresos fiscales se refiere, hay dos grandes lineamientos desde mediados del siglo XX que manan a su vez de perspectivas económicas más generales. Quienes, como el propio Musgrave, consideran que el sector público ha de cumplir las tres clásicas funciones de estabilización de la economía, asignación de recursos y redistribución de la riqueza, entenderán que al menos ha de haber una coordinación fiscal superior apta para evitar la descontrolada competencia a la baja en ingresos tributarios que conduciría al desmantelamiento gradual, o no tan gradual, del Estado de Bienestar.

Desde el punto de vista de un federalismo fiscal de segunda generación, encuadrado en el neoliberalismo, y en particular en la teoría de la elección pública que fundara Buchanan, se quiere estimular la competencia fiscal entre entidades públicas, considerando idóneo que actúen como empresas que rivalizasen por los contribuyentes como lo harían por los clientes en un mercado. La idea es que las Administraciones se vean obligadas a ofrecer los mejores servicios al menor coste fiscal, pudiendo los ciudadanos moverse de un lado a otro si no les satisface la relación entre el “precio” que han de pagar y lo que reciben a cambio, según la conocida expresión de “votar con los pies”. Esto mitigará la que se tiene por propensión irreprimible de los gestores públicos al incremento del gasto y les forzará a ser más eficientes en su gestión.

El razonamiento parece impecable, pero olvida algunas realidades relevantes. La primera es que existen siempre desequilibrios territoriales; condiciones sociales, económicas y hasta geográficas diferentes hacen que las posibilidades de competir entre regiones nunca sean las mismas. En nuestro país, el mero hecho de la capitalidad de Madrid le ofrece una ventaja que gobiernos de comunidades vecinas han resaltado con amargura. También parece irreal la concepción del Estado como un ente absolutamente ajeno y enfrentado a la sociedad, cuando es evidente y lamentablemente creciente la penetración de intereses privados en su interior.

Pero, sobre todo, se pasa por alto que no toda la ciudadanía puede trasladarse de un lugar a otro con la misma facilidad. Por lo común moverse a la búsqueda de menores impuestos es una posibilidad difícil para las rentas más bajas y para quienes viven de un salario, siendo además estas las personas que más tienen que perder con el deterioro de los servicios públicos.

Ya he ofrecido el dato en alguna otra ocasión, pero no sobrará recordarlo porque resulta especialmente significativo. Según la última estadística de resultados del Impuesto sobre Patrimonio (la de 2018), en la Comunidad de Madrid se dejaron de recaudar, como consecuencia de la bonificación del 100% del tributo, unos 905 millones de euros de los algo más de 17.000 declarantes dueños de patrimonios superiores a 2 millones, que es a los que la norma estatal obliga a declarar aunque no deban pagar. 905 millones suponen aproximadamente el 11% del gasto sanitario de ese año, y 17.000 declarantes son el 0,25% de la población madrileña y el 0,50% de contribuyentes de IRPF en esta región. Cuando se divide la reducción de ingresos por la población total se está incurriendo en una falacia demostrable: es menos del 1% de la población la que se ahorra el pago, no casualmente aquel 1% que menor necesidad tendrá de asistencia sanitaria pública, y es más del 99% de la población la que pierde 905 millones de posible inversión sanitaria sin ahorrarse ni un céntimo en impuestos.

Repárese también en que el hecho imponible del tributo lo hace muy propicio para la movilización de bases cuando existen distintas regulaciones. Grava el valor neto del patrimonio de las personas físicas. Las grandes fortunas que se nutren de diversas fuentes de riqueza suelen pertenecer a personas que también disponen de varias residencias y que no hallarán gran inconveniente en ubicar el domicilio fiscal en el lugar más ventajoso sin que se resientan sus negocios. El Impuesto sobre Patrimonio, y en este punto la responsabilidad la comparten gobiernos socialistas y populares, es el último cuya descentralización normativa debía haber llegado al extremo de permitir anular su cobro.

La trampa argumental de la autonomía es vieja y también lo es el uso fraudulento del concepto de corresponsabilidad fiscal. Ya recurrió a él Ronald Reagan para fundamentar la liquidación de transferencias y el desmantelamiento de programas federales de ayuda social. Tampoco sorprende que sea modelo económico de la derecha ni la aparentemente extraña coincidencia en esta materia entre la derecha españolista y los sectores más conservadores del nacionalismo catalán. 

Se oculta además cuidadosamente en la propaganda que son tres los impuestos cedidos con amplia capacidad normativa a las comunidades: el de Patrimonio, el de Sucesiones y Donaciones y el de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados. Este último, que es de los tres el de naturaleza indirecta, nadie lo cuestiona, a excepción de cuando una sentencia del Supremo luego anulada amenazó con cargarlo a los bancos en su vertiente de Actos Jurídicos de las hipotecas. Hasta ahí podíamos llegar.

Con todo y para ser por entero justos, habríamos de concluir que tampoco la izquierda se ha librado de una exagerada retórica, si bien la aprovecha manifiestamente menos. Quizá a mí se me escapen los pormenores de la estrategia política, pero no acabo de encontrar la utilidad a los enardecidos discursos que hablan de reformas históricas y de colosales transformaciones si luego nos quedamos en un par de retoques de tipos impositivos o en un impuesto sobre transacciones financieras que libra de contribuir precisamente a las más especulativas.

Sugiero retórica más sencilla pero de mayor enjundia, si fuese posible, a la que creo que la ciudadanía tenemos derecho. Llevamos ya dos décadas, al menos, de demolición de los principios de igualdad y progresividad, el segundo de los cuales se funda estructuralmente en nuestro sistema tributario sobre las tres figuras impositivas que de modo más concienzudo se destruyen: el IRPF, Patrimonio y Sucesiones y Donaciones, las tres articuladas de forma complementaria para hacer efectiva una progresividad que acaba de convertirse en humo si a la liquidación se suma la elevación constante de la imposición indirecta. Se renuncia a una distribución más equitativa de la renta regional y personal que también la Constitución ordena en su artículo 40. Y se utilizan las propias Administraciones Públicas que se gobiernan para una guerra política que amenaza con derribar el principal pilar de nuestro Estado social.

Apartemos pues la hojarasca de la propaganda para hablar de ello, porque se trata de un asunto muy serio.

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