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¿Quién paga los impuestos que perdonamos a los ricos?

Imagen de archivo de la Delegación Especial de la Agencia Tributaria en Madrid. EFE/ Alejandro Lopez

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El pasado septiembre el PP volvió a presentar en el Senado una proposición de ley para la eliminación completa en toda España del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Es un empeño sobre el que la derecha vuelve cada cierto tiempo y que ha convertido en una de sus principales banderas, si bien en esta ocasión con la novedad de que la mayoría de que goza en la Cámara Alta le podría permitir que la iniciativa llegase al Congreso, en donde no sería improbable que dos de los grupos nacionalistas tradicionalmente favorables a la supresión de este gravamen, Junts y el PNV, la votaran a favor.

Si tal cosa sucediera, alguna pregunta ingrata debería formularse tal vez el Gobierno acerca de sus alianzas. 

Sea como fuere, diciembre ha dejado aún abierta la disputa procedimental con el Consejo de Ministros, que pretende que la iniciativa no sea tomada en consideración habida cuenta de que, según dispone el artículo 134.6 de la Constitución, su coste presupuestario exige para su tramitación la conformidad del Gobierno, que no ha sido prestada.

Nos debería asombrar la vehemencia y persistencia de esta disputa si nos fijáramos en exclusiva en el escaso peso cuantitativo que en el conjunto de ingresos fiscales del Estado alcanzan los dos tributos directos cedidos a las Comunidades recurrentemente cuestionados, el de Sucesiones y Donaciones y el de Patrimonio. De manera muy significativa, en cambio, el de Transmisiones Patrimoniales, impuesto indirecto que grava determinadas operaciones entre particulares, no parece estorbar a nadie. De hecho, tan parva cuantía es uno de los argumentos esgrimidos por el PP para su supresión. Y cierto es que no supondría un quebranto irreparable para las arcas públicas dejar de cobrarlo, pero, por el mismo motivo, y dado que ambos gravan principalmente los más elevados patrimonios, podría argüirse que no parece que su existencia resulte tan asfixiante.

Sin duda, el grueso de modificaciones de una reforma estructural de nuestro sistema tributario que permitiera lograr financiación suficiente para los servicios públicos y una mayor justicia social habría de afectar a los grandes impuestos: el IRPF, en el que habría que caminar hacia la desaparición de la tributación privilegiada de las rentas de capital sobre los rendimientos de trabajo, el IVA, cuyo volumen de fraude sigue siendo alarmante, y el Impuesto sobre Sociedades.

Se ha de añadir, no obstante, que los dos tributos polémicos cumplen funciones estratégicas en el sistema diferentes de la meramente recaudatoria, lo que eleva su trascendencia por encima de los ingresos que propicien. Con el de Patrimonio se persigue captar parte de las plusvalías latentes que genera el capital y que eluden la tributación, desempeña una función de censo de la riqueza, en tanto que fuente de renta, y adecuadamente gestionado posee la capacidad de estimular un uso de la propiedad más productivo y provechoso para el conjunto de la sociedad, en concordancia con el mandato de los artículos 33.2 y 128.1 de la Constitución. El de Sucesiones y Donaciones busca que no se perpetúen y ensanchen generación tras generación las desigualdades de riqueza hasta el punto de convertirse en un lastre para la prosperidad general.

En el desempeño de estas funciones ejercen como figuras auxiliares del Impuesto sobre la Renta, alcanzando a donde éste no llega y armando junto a él la triada que constituye la columna vertebral de la progresividad del conjunto del ordenamiento tributario. Ésa es y no otra la razón de la ira que provocan en las élites económicas, a las que jamás se les despintó que vivimos en una sociedad de clases. 

Sus posibilidades han vuelto a ser explicadas en estos años de forma documentada y pedagógica por el economista Thomas Piketty, pero en realidad, mucho antes de que el autor de 'Capital e ideología' lo hiciese, ya se encontraban perfectamente plasmadas en el documento económico de los Pactos de la Moncloa y en las exposiciones de motivos y las presentaciones de la reforma fiscal impulsada por UCD en 1977 que respaldó la práctica totalidad de partidos políticos, incluidos quienes hoy aspiran a su eliminación.

Pero hay dos aspectos derivados de la propuesta principal en la proposición de ley del PP que arrojan una inesperada luz sobre el fondo que se debate.

Del primero hablé en un artículo publicado por este mismo medio hace ya más de cuatro años ('La paradoja del Impuesto de Sucesiones: suprimirlo podría obligar a los herederos a pagar mucho más').

Efectivamente, si las ganancias patrimoniales obtenidas a título gratuito (herencias, legados, donaciones o determinadas prestaciones de seguros de vida) no son gravadas por un impuesto específico, pasarán a tributar de manera natural por el IRPF, cuyo hecho imponible es la totalidad de las rentas obtenidas en todo el mundo por las personas físicas. Las ganancias patrimoniales se configuran como una de las cuatro fuentes de renta y no hay razón alguna para que las que se obtienen a título oneroso (la ganancia obtenida al vender nuestra casa, por ejemplo) y algunas de las gratuitas (como los premios) sí se graven y no se haga con las provenientes de herencia o donación.

La vigente ley de renta las declara no sujetas porque ya lo están a un impuesto específico, que por cierto ofrece a estas ganancias un tratamiento bastante menos oneroso del que recibirían del IRPF. Pero si el impuesto específico deja de existir, quedarán sujetas en la medida en que se encuadran en el hecho imponible del tributo general.

Naturalmente esto es algo que en el PP saben. Por ello en su proposición de ley incluyen sendas disposiciones finales que declaran expresamente no sujetas al IRPF y al IRNR (el de renta de no residentes) las ganancias obtenidas por herencia, legado, donación o seguros de vida no contratados por su beneficiario. 

Ahora interesa reparar en lo que esto significa.

Queda desmontada la pertinaz patraña de la doble imposición. Pues, en efecto, se trata de rentas que no habían sido gravadas con anterioridad (con independencia de lo que por ellas pudieron pagar otros contribuyentes) y que, en ausencia de un gravamen específico, han de tributar en IRPF como cualquier otra renta. Y para que esto no suceda la ley ha de hacer una excepción expresa. En mi opinión ni siquiera es técnicamente correcta para el caso la figura de la no sujeción. Para lograr con rigor jurídico lo que el PP pretende la figura adecuada es la exención, con la que se deja fuera de tributación hechos o negocios que entran en la definición del hecho imponible del tributo, pero a los que, por la razón que sea, social o de otro tipo, se exime de pago.

Y es que ante un privilegio estaríamos, contrario a mi juicio al principio de igualdad ordenado por el artículo 31.1 de la Constitución para esta materia. ¿Qué razón y de qué índole justifica que una persona que reciba por herencia, donación o legado más de cuatro millones de euros, pongamos por caso, no contribuya ni con un céntimo al bien común y quien gane apenas 25.000 euros al año gracias a su trabajo deba pagar más de 2.000 euros? Aún más, ¿dónde queda la dichosa aspiración a una sociedad meritocrática que los promotores de estos cambios fiscales enarbolan cuando, de todas las rentas, son precisamente aquellas que se logran sin coste las que se quieren excluir de contribución?

Y hay un segundo aspecto de interés. 

El PP propone que las Comunidades Autónomas sean compensadas por el Estado por la pérdida de ingresos, unos 2.800 millones de euros, que la desaparición del tributo implicaría. La compensación debería mantenerse hasta que se reformara el sistema de financiación autonómico, se entiende que para establecer alguna fuente sustitutiva de recursos.

Habría que apuntar que si tan pobre es la recaudación obtenida como el mismo PP asegura para fundamentar su propuesta, tampoco debería ser muy preocupante para las Comunidades el menoscabo. Pero lo más importante es preguntarse de dónde saldrían los 2.800 millones de euros de compensación. Naturalmente, de la aportación fiscal de toda la sociedad.

Y éste es el fondo de la cuestión. De esto se hablaba desde el principio, aunque quedase velado por la retórica. No se trata de reducir impuestos a todo el mundo, sino de que la totalidad de los contribuyentes paguemos la reducción de impuestos de los más ricos. Es, sin más, una transferencia de rentas de abajo arriba. En el fondo, esto ocurriría también si la pérdida de ingresos se saldara con un empeoramiento de servicios públicos, pero que en esta ocasión se especifique quién correrá con el coste de la fiesta nos lo hace ver con una claridad digna de agradecer.

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