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La ciencia contra las mentiras de la post-verdad

Imagen de archivo de un laboratorio.

María Blasco

Directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) —

En un reciente artículo en The Guardian, Jenny Rohn escribía: “Las mentiras o no-verdades están creciendo”… y nadie se molesta en ver si son o no verdad. Hay, por lo tanto, una gran preocupación ante la posibilidad de que estemos entrando en una nueva era donde la realidad empírica ya no es reconocida por todos como la mejor manera de tomar decisiones.

El desprecio por la evidencia científica parece estar cobrando adeptos. Una serie de artículos en la revista Nature, una de las más prestigiosas del mundo de la investigación, denunciaba recientemente el peligro de la post-verdad –el neologismo acuñado para definir las afirmaciones falsas de Donald Trump– para el avance de la ciencia y de la humanidad.

La ciencia nos enseña a defendernos de las mentiras, de los datos falsos, de las manipulaciones y, en definitiva, de las tinieblas. La luz del conocimiento, y lo que es aún más importante, el reconocer que no sabemos todo y que tenemos que seguir haciéndonos preguntas y seguir buscando respuestas, es lo que ha hecho que avance la humanidad por el camino más justo e igualitario.

Así, la actitud científica y la ciencia son un bien común, que trasciende a los complicados detalles de las investigaciones que ocurren en los laboratorios y que nos enseña un camino intelectual, el de la racionalidad, y un camino ético y moral, el del respeto por otras ideas y la flexibilidad de dar un paso atrás cuando no estamos en lo cierto. Sin embargo, esto que parece tan de sentido común, que parecía tan sólido en nuestra cultura, se tambalea a favor de mentiras, de manipulaciones de la realidad.

Cualquiera puede mentir, y si lo hace con suficiente convencimiento, da igual si es cierto o no, lo importante es que guste a cuanta más gente mejor. Esto abre la puerta a los abusos, y empodera a algunos ciudadanos y dirigentes irresponsables. Donald Trump dice, y no es el único, que el cambio climático no existe, y hay muchos que eligen creerle, aunque tal afirmación no tenga ninguna base empírica. Otros venden falsos remedios para tratar enfermedades y algunos (por desesperación) recurren a ellos poniendo en peligro sus vidas.

La única forma de combatir esta post-verdad es por medio de la ciencia. Entre los valores más importantes de la ciencia y de la investigación está cuestionar constantemente prejuicios y fantasías, que, a su vez suelen estar motivados por intereses particulares y casi nunca nobles. La ciencia nace pues en oposición a los mitos.

No estaríamos recordando hoy los grandes avances que se realizan cada día en la lucha contra el cáncer si los Griegos no hubiesen cuestionado a sus dioses y no hubiesen realizado las primeras autopsias para averiguar las causas de muerte de las personas. Gracias a estas autopsias, descubrimos que no eran las caprichosas criaturas mitológicas llamadas Parcas las que cortaban el hilo de la vida de los humanos y determinaban la muerte de cada individuo sin previo aviso, sino que existían las enfermedades, como el cáncer, que nos mataban. Y ese conocimiento, a su vez, llevó a que quisiéramos averiguar por qué se producían las enfermedades y a intentar evitarlas o curarlas. Y en ello estamos.

La propia investigación, pensarán algunos, no está completamente exenta de modas y de prejuicios, que a su vez pueden determinar la financiación y la dirección en la que avanza la ciencia, al menos temporalmente. Nos lo recordaba la socióloga Ángeles Durán en su reciente conferencia del ciclo de seminarios de la Oficina de Mujeres y Ciencia del CNIO (WISE): la ciencia que hacemos depende de los financiadores. En el libro ‘Excelentes’ que hemos editado recientemente en el CNIO, Irving Weissman, experto en las células madre del cáncer, afirma que “el principal obstáculo para el progreso son los adalides del saber establecido”. En el mismo libro, Paul Nurse, investigador y Premio Nobel, nos dice que “hay gente a la que no le gusta lo osado y lo innovador”.

En este sentido, conviene recordar que hace apenas unos años, pocos creían que el sistema inmunológico sería importante para acabar con el cáncer. Lo que estaba de moda eran los oncogenes (que vendrían a ser como los aceleradores de las células del cáncer) y después de los oncogenes, los genes supresores tumorales (que serían los frenos de las células) y, después de estos, las terapias inteligentes contra los oncogenes, que hoy día estamos aplicando con mucho éxito en algunos tumores y además, de una manera personalizada. Así, aunque no había ninguna base científica para pensar que el sistema inmunológico no era importante en el cáncer, no era uno de los temas estrella.

Afortunadamente, eso no frenó a algunos pocos científicos que creían en esto y que siguieron avanzando y, hoy en día, la inmunoterapia es la gran estrella de la investigación oncológica. Y tenemos nuestro propio ejemplo español con el trabajo pionero de Francis Mójica y Francisco Rodríguez-Valera descubriendo unas repeticiones del ADN de unas bacterias de las salinas de Santa Pola en Alicante. Aunque en su momento interesaron a muy pocos, han contribuido a una de la revoluciones de la biotecnología mundial, el “corta-pega de los genes” o sistema CRISPR-Cas. Y seguro que habrá más sorpresas en el futuro, ése es el poder de la ciencia: a pesar de los 'detours' dictados por las modas y la financiación, al final siempre se avanza, pues lo que guía el camino es la evidencia científica y la racionalidad, y ante la evidencia no se pueden interponer mentiras ni engaños; ante la evidencia, cualquier persona con un mínima educación científica se rinde.  

Hoy más que nunca, se pone de manifiesto la importancia de la cultura y la educación científicas, y su maravillosa manera de mirar los problemas de forma aséptica, como un gran bien común de los países y de los ciudadanos, al que nunca deberíamos de renunciar.

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