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Después de la Memoria

Miembros del Congreso de los Diputados aplauden a represaliados del franquismo tras aprobarse el proyecto de ley de Memoria Democrática.

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Como era previsible, la tramitación por el Congreso de los Diputados de la Ley de Memoria Democrática ha venido acompañada de encendidas polémicas. Es obvio que muchos de los que critican o rechazan completamente la ley, como otros que la defienden, no la han leído. También parece evidente que, incluso si esta no hubiese extendido sus efectos hasta 1983, habría sido igualmente repudiada. En parte esto se debe a que la palabra 'Memoria' suscita un rechazo visceral en amplios sectores de la sociedad española, que la ven como partidista y revanchista. Para otros, por el contrario, es un término que encapsula la reparación histórica, simbólica o material, de las víctimas del franquismo y sus descendientes. Quizás ha llegado el momento de pensar en qué vendrá después de la puesta en marcha de esta ley y cómo podemos reconducir la situación de enfrentamiento actual sobre qué hacer con nuestro pasado.

El Movimiento para la Recuperación de la Memoria Histórica surgió hace más de dos décadas porque había una realidad dolorosísima para muchos y que además se había convertido en anómala en el mundo occidental: la existencia de cientos de fosas comunes, sin marcar ni identificar, que contenían los restos de decenas de miles de personas asesinadas durante nuestra guerra incivil y la cruel dictadura que le siguió. El objetivo era recuperar e identificar los cuerpos de los allí enterrados o al menos dignificar sus lugares de reposo. Esto se ha conseguido en parte. Gracias a los esfuerzos de estas asociaciones y a la colaboración de muchas entidades, incluyendo distintas administraciones, unos 10.000 cuerpos han sido recuperados y un tercio de ellos identificados. Los expertos estiman que este número, sin contar los que se encuentran en Cuelgamuros, se puede doblar en los próximos años. Según estos mismos profesionales, entonces el proceso habrá concluido. Los restos, decenas de miles de desaparecidos en la guerra no podrán ser recobrados. 

La nueva Ley de Memoria Democrática, por primera vez, fuerza a la administración central a financiar estos esfuerzos de recuperación y dignificación de las víctimas. Cuesta creer -sería un escándalo internacional- que un futuro gobierno del Partido Popular acabe con este proceso (la ley en sí es otro tema), que al fin y al cabo es simplemente humanitario. En todo caso, pase lo que pase, el mejor y más perdurable legado de la Memoria, las exhumaciones, habrá quedado ahí, y sin duda ha hecho más digna a la sociedad española. También parece improbable que las medidas legales incluidas en la nueva ley para reparar jurídica y materialmente a las víctimas y sus descendientes vayan a ser impugnadas o anuladas. Y eso también habrá sido muy bueno para el país. Como lo será que por fin se cree una guía para los visitantes a Cuelgamuros que sustituya a la franquista en uso, o que se trace un circuito turístico oficial para el conjunto monumental. Todas estas medidas son realidades que se podrán ajustar, pero es razonable pensar que son irreversibles.

Pese a todo lo anterior, o más bien como consecuencia, ha llegado el momento de mirar al futuro y reflexionar de forma pausada sobre qué queremos hacer. Podemos empeñarnos en guerras culturales que no llevan a ninguna parte, o podemos buscar soluciones, incluso a riesgo de pecar de ingenuidad. En este sentido, la validez en el debate político del concepto de Memoria ya ha cumplido su función y debería tener los días contados. Muchos de los historiadores que hemos escrito sobre este tema durante bastante tiempo no hemos dejado de sentirnos incómodos con la poca precisión con la que el término se ha empleado, por no hablar de su uso partidista. Tampoco nos ha gustado que se centrase solamente en los aspectos traumáticos del pasado. Entre otras razones porque hay claras disonancias entre la complejidad y la tragedia de las vidas de las generaciones anteriores, la realidad actual de España y, por último, la insistencia de algunos en recordar solo lo doloroso -que además puede resultar obsesiva y provocar cansancio- como si Memoria fuese lo mismo que trauma. España no es un país traumatizado; pero los españoles sí tenemos memorias distintas de una historia común, y eso no va a cambiar pronto.

La palabra Memoria se ha enquistado en el debate público, y probablemente suscita más reacciones viscerales que intercambios enriquecedores y productivos. Hay que reconducir esta situación, buscando sosegar los ánimos, y comenzar una nueva dinámica más sana en la sociedad española. Para ello, dado que el lenguaje que usamos está ya contaminado por nuestros propios vicios colectivos, habría que adoptar un vocabulario nuevo que nos abra a otros horizontes mentales, y políticas públicas, en los que se sienta cómoda una mayoría de los ciudadanos. Estos, por otra parte, cuando se han expresado en encuestas de opinión sobre qué hacer con nuestro ayer, han mostrado de forma muy mayoritaria una actitud humanista y democrática. Canalicemos entonces estos valores hacia acciones políticas inclusivas. 

El lenguaje define nuestros horizontes, nos abre o cierra puertas. Cambiemos las palabras que entorpecen el diálogo, conservemos sus mejores objetivos y marquémonos otros nuevos. Para empezar, deberíamos hablar menos de Memoria y más de instrucción pública. Esto último no quiere decir que haya que forzar a nadie a tragar historia, sino que hay que buscar vías imaginativas para ofrecer a la ciudadanía la posibilidad de aprenderla, si es lo que quiere, de forma rigurosa, curada por historiadores y museólogos, y alejadas de polémicas sectarias. Para conseguirlo, ni hay que inventar las palabras ni las políticas. Alemania, por ejemplo, ha desarrollado en las últimas décadas un ambicioso y exitoso programa de Historia Pública, en forma de museos, exposiciones y proyectos educativos, para enseñar la historia del país. En España podemos hacer lo mismo. En este nuevo proceso podríamos discutir cómo vamos a educarnos sobre nuestro pasado y considerar, por ejemplo, crear una buena red de museos que, aunque incluyan aspectos terribles, vayan más allá. Hasta ahora hemos sido bastante alérgicos a hacerlo. En nuestro país hay pocos museos de historia. No hay, por ejemplo, un museo de Historia de España o, mejor, de los Españoles: un centro educativo de nuestra historia como sociedad en el que se explique a los ciudadanos qué era trabajar y vivir antes de nuestra prosperidad actual. Este museo podría existir y colaborar con otros de muy distinto tipo, incluyendo los que abordan el pasado traumático como el centro de interpretación que se piensa hacer en Cuelgamuros, o con el museo de la guerra civil que se está construyendo en Teruel.

Hay mucho por hacer para educarnos en la historia de nuestro país (incluido su pasado colonial), en lo bueno y lo malo, en lo cotidiano y lo grandioso, en lo privado y lo público. Pero esta es una tarea que solo el Estado puede acometer. Aunque siempre existe el riesgo de que los políticos intenten colonizar las instituciones de Historia Pública, esto no es inevitable. En España hemos demostrado muchas veces que podemos hacer las cosas muy bien. Pero para ello necesitamos imaginación, y hablar con palabras nuevas, para discutir ideas nuevas y así hacer las paces con el pasado (lo que los alemanes llaman Vergangenheitsbewältigung). De este modo podremos conseguir que la historia se quede en un problema sobre todo de los historiadores, mientras que para la sociedad pueda convertirse en un recurso cultural y hasta en una fuente de riqueza. 

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