El desarrollismo de la dictadura, a lomos de emigrantes
Al visitar recientemente el Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat, MuVIM, me llamó particularmente la atención un objeto incluido en la espléndida exposición temporal ¿25 Años de Paz? El lavado de imagen del franquismo en 1964. El objeto del que hablo es una pequeña libreta roja con tapas de plástico y gusanillo; un humilde cuaderno destinado a recibir anotaciones.
En la primera hoja de la libretita aparece la traducción al castellano, y la equivalencia en pesetas, de una nómina de un trabajador español en la Alemania occidental. Corría el mes de junio de 1966, y Francisco Martínez Sánchez, natural de Murcia, dedicó su tiempo a rellenar con bolígrafo azul aquel papel blanco dividido por cuadraditos. El emigrante que nos ocupa procedería de la misma manera mes tras mes, transcribiendo a las otras hojas las sucesivas nóminas: siempre en su lengua materna, y siempre convirtiendo los marcos alemanes en pesetas.
Esta libreta roja, adquirida en su momento por 50 pfennig, medio marco, constituye uno de los objetos más singulares e interesantes de la exposición que puede verse, hasta principios de octubre, en el citado museo de la ciudad de València. La libretita en cuestión encarna las incertidumbres y las esperanzas de aquellos emigrantes que abandonaban su casa y su tierra, a familiares y a amigos, con el propósito de alejar de sí las perspectivas económicas terribles. Unas personas que pretendían, y en buena parte de las ocasiones conseguían, hacerse con suficiente dinero para comprar un piso o una vivienda rural, adquirir o ampliar propiedades agrícolas o ganaderas, establecer un negocio o integrarse en una cooperativa. A menudo, además, los desplazados al extranjero destinaban una buena porción de su paga a otros miembros de la familia, a quienes ayudaban a seguir en sus casas, a continuar radicados en el territorio. Fue el caso de Francisco Martínez, metódico en sus anotaciones y cálculos, y perseverante cada treinta días en darse a sí mismo respuesta a la pregunta «¿cuánto dinero puedo enviar este mes a España?».
El enigma se comenzaba a resolver, doce veces al año, tras consignar el salario en bruto y, a continuación, sumar los descuentos en concepto de Lohnsteuer (equivalente a nuestra retención del impuesto de la renta actual), de pago a la Iglesia, de seguro de enfermedad, de seguro de vejez y de «paro obrero». En aquel junio de 1966, casi una cuarta parte del bruto no se convirtió en líquido en las manos de Francisco: de los 867 marcos y 43 pfennig iniciales, equivalentes a 13.011 pesetas y 45 céntimos, su cartera solo pudo alojar 608 marcos y 56 pfennig, es decir, 9.128 pesetas y 40 céntimos. Un marco, 15 pesetas.
En aquel mismo año de 1966, en la España franquista el salario mínimo mensual era de 2.520 pesetas. Y, a pesar de que no podemos comparar esta última cifra con la percibida por nuestro trabajador en Alemania (que había sido alumno de la Escuela de Maestría Industrial murciana), no es nada osado afirmar que Francisco Martínez estaba bastante satisfecho de su decisión de emigrar. En aquellas latitudes, y en las de Suiza, o Bélgica, o Francia (e incluso en las de América), los deseos de conseguir un cierto capital podían hacerse realidad siempre que se tuviese la voluntad de trabajar duramente (y se ostentase la condición física correspondiente). Como contraste, hay que recordar el hecho de que, en la España del desarrollismo con dictadura, ni había libertad sindical ni se la esperaba, y las condiciones laborales podían llegar a ser muy precarias, con salarios que en muchas ocasiones merecen el calificativo de misérrimos: Spain was different, también en aquel campo.
En 1970, ya muy avanzado el proceso migratorio hacia el continente, Pedro Lazaga dirigió la película ¡Vente a Alemania, Pepe!, protagonizada por Alfredo Landa. Al margen de los enjundiosos discursos franquistas enquistados en su metraje, es obvio que el éxito comercial del film se explicaría —además de por el tirón del actor principal—por poner de relieve alguna crítica y a la gigantesca dimensión y transcendencia social del fenómeno. En ese sentido, la exposición del MuVIM constituye también un buen recordatorio de un proceso que —por desgracia— puede ser ninguneado o mistificado —y acostumbra a ser ninguneado o mistificado— en el relato de la historia reciente de España. Y ello hasta el punto de que, por ejemplo, se miente sin ningún pudor cuando se afirma que los emigrantes españoles de los años sesenta siempre fueron «legales»: algunas crudas escenas de ¡Vente a Alemania, Pepe! son suficientes para desmontar el bulo acuñado por nuestras derechas —incluso antes de confirmarse palmariamente lo extremas que son— con propósitos xenófobos. Sí: a la vista de cómo está el patio, debería recordarse más a menudo que hasta un 50 % de nuestros emigrantes de aquellos tiempos fueron «ilegales».
Volviendo a la exposición, junto a la antedicha libreta roja, y entre otros elementos, Francisco Martínez ha prestado también, para su exhibición en el museo, una sobrecogedora foto tomada en la Nochebuena de 1964 en la fábrica donde estaba contratado. Para la realización de la instantánea, y junto a los trabajadores y el un gran árbol navideño de rigor, también posaron los propietarios teutónicos. No hace falta ser un lince para imaginar donde estaría la mente de Francisco, y la de su madre (que había abierto la ruta de la emigración en el seno familiar), en aquellas Navidades donde no volvieron a la península.
Con el paso del tiempo, el emigrante murciano —que preservó una colección documental impresionante de su vida laboral germana— recaló en las tierras valencianas y se construyó una nueva vida. Desde hace décadas vive en Algemesí con su familia y, hace pocos años, visitó en Alemania la fábrica donde trabajó y la localidad donde vivió, gastó y ahorró. Francisco tiene un carácter alegre y ha referido al comisario de la exposición, Rafael Company —director del museo también— un sinfín de anécdotas de aquellos años de juventud. La libreta roja se ha convertido, gracias a su generosidad y memoria, en el emblema de una trayectoria personal que —con independencia de los detalles concretos— podrían hacer suya millones de personas radicadas en muchos lugares. En efecto, las remesas de divisas enviadas desde Europa, por tantos hombres y mujeres con los lomos doloridos, contribuyeron a que la vida en España fuera mejor.
Así, el «milagro económico español» de los años sesenta, y lejos de deberse a la supuesta genialidad de un dictador que, en realidad, hizo cuanto pudo por preservar la autarquía (y ello a pesar de las hambrunas y de los centenares de miles de víctimas mortales y de las desnutriciones aparejadas), aquel «milagro», insisto, que ha motivado demasiados estudios laudatorios y cuyo verdadero alcance tantas acotaciones merece, hay que atribuirlo —junto a los ingresos por el turismo masivo, los préstamos foráneos a muy bajo interés y las fuertes inversiones extranjeras— a las espaldas de trabajadores como Francisco Martínez y a la cuidadosa gestión de los destinos de su sueldo.
Sacrificios como estos nunca se pusieron de relieve por parte de los gestores de la gigantesca campaña de agitación y propaganda de los «25 Años de Paz», ahora analizada de manera muy sugestiva, pedagógica y documentada en la exposición de Valencia. Los responsables franquistas tampoco se refirieron entonces a las hambres pasadas (como he tenido ocasión de recordar en algún escrito mío), ni al contexto expansivo mundial que presidía la economía de aquel período histórico, ni tampoco procedieron jamás a comparar los logros del «milagro español» con los conseguidos contemporáneamente en los países democráticos del entorno (de hacer esto último, hubieran enrojecido de vergüenza si la hubieran tenido).
Los dirigentes españoles de 1964 nunca hablaron de nada de ello porque, en aquel ejercicio publicitario colosal, destinado a garantizar la adhesión al régimen de Franco y a consolidar el consenso conseguido también con sangre y miedo, los artífices de la inteligente manipulación —con el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, y su cuñado, Carlos Robles Piquer, a la cabeza— jamás tuvieron in mente decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad. Justo lo contrario de lo que acontece en la citada exposición del MuVIM.
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