La exhumación del franquismo
Con motivo de la decisión del Parlamento, por amplia mayoría, de proceder a la exhumación de los restos del dictador de su actual mausoleo en el Valle de los Caídos y la posterior aprobación del decreto por parte del Gobierno de Sánchez, han vuelto a salir a la luz también los restos del franquismo sociológico y político. Aún perduran, tras más de cuatro décadas de democracia.
Para entender la trascendencia de la exhumación del dictador como desarrollo lógico de la Ley de Memoria Histórica, hay que recordar que España ha sido el país que sufrió la dictadura fascista más larga, y una de las más duras, de Europa y del mundo. En consecuencia, el proceso de 'desfranquización' ha sido -y sigue siendo- uno de los más largos y accidentados de los países que han soportado dictaduras en Europa, hasta el punto de durar más que la propia dictadura.
No se trató solo de un régimen reaccionario, ni siquiera autoritario, como los blanqueadores de turno pretenden hacernos creer ya desde el inicio de la transición democrática, propaganda que se reedita con más fuerza con los gobiernos de las derechas, como si éstas aún fueran incapaces de cuestionar su legitimidad, al menos en la misma medida que lo hacen con la de la Segunda República. La única rectificación hoy ha sido la de sustituir la propaganda por los problemas de procedimiento legislativo. Una nueva oportunidad perdida.
Algunos, sin embargo, vuelven ahora a los argumentos del así denominado “dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en fecha del 18 de julio”, promovido por el entonces ministro franquista Serrano Suñer, que pretendía datar el inicio de la guerra en la insurrección obrera del 34 con objeto de cuestionar la legitimidad de ejercicio republicana y, en consecuencia, de justificar el golpe de julio del 36. Los mismos propagandistas que paradójicamente denominan sin problema alguno de dictadura al régimen instituido por Primo de Rivera, pero que como mucho hablan del régimen autoritario franquista.
El historiador Ángel Viñas en su reciente libro La otra cara del Caudillo da cuenta de los principios que caracterizan al franquismo como una dictadura inclemente: la autocracia o el Führerprinzip en el plano institucional; la proscripción coactiva de los partidos y sindicatos; la propaganda como complemento necesario de una represión feroz para garantizar el orden interno; y la relación paranoica con el entorno internacional y en particular con las democracias y la izquierda. Dictadura inicialmente de corte inequívocamente fascista, uno de cuyos principales, sino el principal rasgo identitario, fue la violencia institucional, lo cual la alinea con los fascismos de entreguerras más represivos y sanguinarios. El régimen franquista, que aunque algunos de sus historietógrafos (en palabras del propio Viñas) lo oculten o minimicen, perpetró un verdadero genocidio de 350.000 muertos y 114.000 desaparecidos, además de 270.000 prisioneros políticos y 500.000 exiliados.
El 18 de julio de 1936 un grupo de militares, encabezados por el general Franco, se sublevaron contra sus mandos y contra el Gobierno legal y legítimo de la República. Los insurrectos sometieron los mandos fieles al mandato democrático a Consejo de Guerra y los fusilaron por el delito de rebelión militar. Esta insurrección, además, recibió ayuda militar de la Italia fascista y de la Alemana nazi y se convirtió en la Guerra de 1936-1939, prólogo de la segunda Guerra Mundial y, ya en España, en una dictadura en la cual continuaron y se ampliaron las atrocidades.
La del 36 no fue una 'guerra civil'. Fue un golpe de Estado contra un gobierno legalmente constituido, convertido luego ante la resistencia republicana y popular en una guerra de exterminio del enemigo, tan del gusto de su admirado ejército alemán y al servicio de la paz de los cementerios.
Más tarde, durante la II Guerra Mundial el régimen militar de Franco se alineó con Hitler y Mussolini. En estos años, más de medio millón de ciudadanos españoles se tuvieron que exiliar, 12.000 de los cuales cayeron en manos de los nazis y fueron desposeídos de la nacionalidad española, razón por la cual fueron a parar a campos de exterminio nazi con la calificación de “apátridas”. Cerca de un millón de exiliados republicanos en el exterior y de ciudadanos españoles en el interior fueron internados en campos de concentración. Después las prisiones sustituyeron a estos campos; cientos de miles de personas fueron depuradas y apartadas de sus cargos públicos. En 1939, los republicanos españoles en Europa fueron recibidos como bestias. A partir de 1940, miles de ellos deportados a los campos nazis de exterminio (Mauthausen, Dachau, Buchenwald, Ravensbrück) y usados como carne de cañón en las industrias de guerra, la construcción de fortificaciones y trincheras en el Muro del Atlántico o la base submarina alemana en Burdeos. A pesar de ello, combatieron en la Resistencia y la Liberación de Francia, con los aliados en Noruega, Bélgica, Francia, Norte de África y otros frentes.
Finalizada la guerra, con la derrota de las fuerzas nazi fascistas, la Guerra Fría dio una nueva oportunidad a Franco como vigía de occidente frente al comunismo. Si bien los pronunciamientos fascistas explícitos se diluyeron en el convenio con los EEUU, nada cambió en los 50 en la naturaleza dictatorial y represiva del régimen.
Sólo la muerte del dictador puso fin a décadas de persecución de los luchadores por la libertad. Poco antes, sin embargo, Franco todavía mandaba ejecutar los últimos cinco fusilamientos de la dictadura.
Cuando hablamos de memoria democrática y de Comisión de la Verdad hablamos del derecho a conocer la verdad de la historia de la lucha de los españoles contra la dictadura, pero sobre todo del derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación, como garantías de no repetición.
Porque todavía hoy algún periodista se permite decir públicamente, en contra de cualquier evidencia histórica, que Franco no mató a nadie, parafraseando la entrevista exculpatoria y cínica en que el propio Franco responde a Le Figaro que “después del 39 solo se castigaron los delitos de derecho común”. Todo es mentira. Los tribunales franquistas establecidos para dar cumplimiento a la Ley de Responsabilidades Políticas y a la Ley de represión de la Masonería y el Comunismo fueron unos tribunales ilegítimos, tanto por su origen como por su composición, y sobre todo por constituirse como organismos de naturaleza administrativa dotados de competencias penales para dictar extrañamientos, confinamientos, destierros, embargo de bienes, prisión o penas de muerte. Aquello no fueron juicios. En siete minutos condenaban a una persona a muerte. Los magistrados, o eran de la Falange o eran militares. No existía la independencia judicial, dada su dependencia jerárquica del poder ejecutivo y sometidos a la disciplina castrense hasta 1975. Y era el propio Jefe del Estado, el general Franco, quien firmaba el “enterado” para la ejecución de la pena de muerte. Más mentiras.
Con el Decreto Ley de Bandidaje y Terrorismo, cuando una parte de la oposición antifascista optaba por la resistencia guerrillera, la dictadura creó una norma penal de una dureza inaudita: “Teniendo en cuenta la gravedad de la situación actual, todas las circunstancias atenuantes deben desaparecer y las penas más severas serán aplicadas dentro del cuadro de medidas excepcionales, tomadas para castigar estos crímenes contra la nación”, en palabras del Ministro Ibáñez Martín. Amparados por el terrorismo de Estado, las fuerzas represivas acudieron de forma habitual a procedimientos extrajudiciales, a la eliminación física directa de los resistentes o por vía de la aplicación intensiva de la pena de muerte para “el Jefe de la Partida” y “aquellos que hubieren colaborado en cualquiera de los delitos comprendidos en esta Ley”. En definitiva, la dictadura que comenzó de forma sangrienta, continuó imponiéndose con la sangre y terminó entre la sangre.
El restablecimiento de la legalidad democrática tras la Constitución de 1978 enlaza con la legitimidad democrática de la Constitución de 1931, y restituye ese hilo institucional, dejando la dictadura franquista como un oprobioso paréntesis criminal. La historia así lo demuestra y la memoria democrática así tiene la obligación de exponerlo y defenderlo más de cuarenta años después. La exhumación del dictador es solo el principio. Luego vendrán medidas como la efectiva anulación de los juicios y la responsabilidad pública en las exhumaciones.