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¡Éramos tan felices...! y llegó el coronavirus

Puesto de frutas y verduras.

Joaquín Mayordomo

Periodista y escritor —

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¡Vivíamos tan felices...! Todo el día viajando, celebrando onomásticas y festejos; cualquier disculpa era buena para regalarnos una fiesta: Santa Claus, los Reyes Magos, el día del padre y de la madre, el Black Friday y la noche de Halloween... Un día en el calendario para cada invento y una juerga para rubricar que estábamos acercándonos a la inmortalidad. La cultura americana era la mancha de aceite que lo impregnaba todo. Sí, porque la noche era la vida. Sin saber por qué, de pronto, los adolescentes empezaron a hacer botellón a la hora del crepúsculo; ocupaban las plazas en un deseo espontáneo de demostrar que gozar lo era todo. ¡Parecíamos tan felices! Cientos de personas bajo los efectos del alcohol intercambiando elixires vaporosos y emociones.

Unos años antes, algo parecido había ocurrido ya... Celebrábamos entonces la frágil libertad saliendo por las noches como búhos. En lugar de irnos a la cama, abandonábamos el nido familiar para soñar con un mundo mejor y gastar tiempo. Y en la Universidad pasamos de estrujarnos el cerebro leyendo a los filósofos (Marx, Lenin, Kolontái, Marcuse, Garaudy o Simone de Bouvoir, por citar solo unos cuantos) a reducir la semana académica a cuatro días; ahora, los jueves por la tarde nos reuníamos a hacer fiesta. ¡Fiesta, fiesta! El hito que apuntaba al horizonte era el de la eterna diversión; la vida, como bucle de arco iris, se tejía de arrullos.

Tampoco existían ya los enfermos, ni el dolor; ser joven era el paradigma. Para los problemas de salud menos importantes, esos de andar por casa –revisiones oculares, eliminar unas verrugas, una cita en el podólogo y diez cosas así– media España sucumbió al reclamo de las aseguradoras y suscribió un seguro. La sanidad pública, entonces, quedó arrinconada en los Presupuestos Generales del Estado y autonómicos y a sus profesionales se les puso a trabajar a destajo.

Mientras tanto, a los ancianos los habíamos recluido en vistosas “residencias”; las imaginábamos hoteles; quizá porque así nos quitábamos de encima el sentimiento de culpa. Sabíamos que la muerte les rondaba, sí, pero... ¡estábamos tan ocupados! ¡Teníamos tanto que hacer! Así que les fuimos dejando ahí, arrinconados como muebles en desuso, mientras vivíamos “nuestra” vida y... ¡Viajábamos! ¡Viajábamos!

Algo parecido hacíamos con los niños. Apenas abrían los ojos, ya les preparábamos un pack con su mochila y les aparcábamos en una guardería a la que, para que no nos resultase tan duro, llamábamos jardín; “jardín de infancia” quedaba mejor y era más lindo.

Cuando los dejábamos allí, recién arrancados de la cuna, nos dolía el alma. Igual que se nos partía el corazón con la soledad de los abuelos. Pero el trabajo era el trabajo. Trabajar y trabajar. Trabajar tanto ¿para qué? Para tener más y más cosas. Para atascar estanterías hasta hundirlas; para colgar en las paredes nuevos cuadros aun sabiendo que al mirarlos no podríamos ver ninguno; para apretar más los armarios y no poder cerrar la puerta; para levantar esculturas con zapatos. ¡Ay!, para vestir nuestro esqueleto con más kilos visitando restaurantes a los que éramos adictos. También para tener un coche nuevo cada cuatro o cinco años y un apartamento en cualquier parte, en la playa por ejemplo. Esa “segunda residencia” por la que, “en términos de vida”, que diría Pepe Mújica, expresidente uruguayo, pagamos un alto precio y a la que apenas vamos.

Mientras tanto, los señores del Dinero, el Capital, para acabar de embelesarnos con la ideología del consumo, y por si mostrábamos aún síntomas de rebeldía o deseo de libertad y se nos ocurría plantearnos huir del “mundo feliz” que habían pensado para nosotros, hicieron un esfuerzo y desarrollaron la televisión. Ahora nos ofrecía nuevo alpiste a discreción. ¿Acaso había mejor narcótico para el desasosiego que mirar a una pantalla? Era tal la eficacia de este método en el proceso de lavarnos el cerebro que podíamos ver las guerras en directo, cualquier desastre, sin sentir el menor miedo o dolor. Cada día, a la hora del almuerzo, nos visitaba una contienda. Y por la noche, en la cena, los muertos regresaban otra vez para sentarse a la mesa. Los telediarios nos aportaban la dosis precisa de alienación; eran como esa granjera habituada a cebar ocas: ¡por el papo y sin escrúpulos! Y así, mientras degustábamos el filete de pollo con un ojo, cuchillo y tenedor en ristre, con el otro mirábamos impasibles como saltaban por el aire, descuartizados, seres inocentes.

Mas, como teníamos mil canales, y hacíamos zapping, con frecuencia nos hartábamos. Sobre todo cuando se repetía el charco de sangre. Entonces decíamos ¡basta ya! y nos íbamos a otra cosa, al fútbol por ejemplo... Que terminó por absorbernos el seso también; y hasta que el mundo empezó a hundirse y a nublarse por la COVID-19, veíamos fútbol por la tarde, todas las noches, y por la mañana a veces.

No recuerdo cuándo, pero alguien comenzó a hablarnos de “las series”. De las series de televisión. Y entonces revivimos el pasado. Regresamos a las tardes felices de nuestras madres escuchando folletines en la radio. Los seriales de Guillermo Sautier Casaseca les encantaban. Mientras zurcían calcetines o echaban un remiendo –todavía no había llegado la época de usar y tirar–, las voces seductoras de Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa, Juana Ginzo... las transportaban al país de los sueños.

Ahora era distinto, los personajes tenían “cuerpo”, no voz solo. No tendríamos que imaginarlos. ¡Podríamos verlos! El problema era que no se podía hacer otra cosa al mismo tiempo; había que sentarse delante del televisor. Y así lo hicimos. Dedicamos tantas horas a ver series que nos volvimos memos. Cuando no estábamos trabajando para poder comprar más cosas o mirando obsesivamente el móvil, estábamos viendo esas series o el fútbol. Ah, también los programas-guirigay, modelo gallinero, en los que la basura es el producto y quienes en ellos intervienen, salvo honrosas excepciones, actúan abonados a la infamia y al chalaneo.

Pero... ¡Éramos tan felices! Sí, sí... tan felices.

Tan felices que, aunque se hablaba permanentemente de crisis, nos reíamos. Porque crisis siempre ha habido, nos decíamos, y, como en el cuento de Pedro y el lobo, terminamos perdiéndole el miedo.

Vivíamos envueltos en plexiglás. El plástico que aislaba nuestras vidas del dolor y el sufrimiento parecía tan resistente y refractario a los malos augurios, y generaba tal asepsia, que no teníamos dudas ni la más mínima sospecha de que algo pudiera llegar a irnos mal. Habíamos conseguido desterrar el sufrimiento, controlar el dolor; y hasta la inanición intelectual que padecíamos nos resultaba estimulante. Nuestros ídolos eran los brutos o los delincuentes confesos. Los héroes a imitar no tenían nombre, se les conocía por su avatar, y la gloria de sus hazañas se reducía a saber golpear un balón. Definitivamente, vivíamos atrapados en el caldero consumista. Es más, hasta “la cultura de usar y tirar” nos producía también empacho. No dábamos abasto con tanto recital, concierto, exposición, fiesta cultural, inauguración... Andábamos ansiosos yendo de un espacio a otro como las mariposas libando: empachándonos de flores sin tener claro el provecho. Saltábamos de espectáculo en espectáculo como el que salta una hilera de pontones... A prisa y sin mirar a los lados; sin detenernos a pensar por qué o para qué hacíamos aquello. En fin...

Aquel mundo de ensueño, que nos parecía que jamás iba a acabarse, ha hecho crack. En muy pocas semanas la realidad nos ha impuesto sus reglas y colocado ante el espejo. Ahora, que tenemos tiempo libre y estamos recluidos en casa, deberíamos preguntarnos si la vida siendo corta y frágil, como se ha demostrado que es, merece ser vivida como la estamos viviendo: enredados en un consumo absurdo; acumulando mil objetos que no necesitamos y que cuestan tanta vida y trabajo conseguirlos. Deberíamos preguntarnos si la deshumanización que padecemos, hasta el punto de no tener ni idea de quiénes son nuestros vecinos, nos compensa.

Porque somos agua, plantas de la tierra; hijos y parte de la gran Naturaleza. Necesitamos pisar suelo cada día, suelo vivo, no el asfalto; esparcir la mirada contemplando el horizonte; sentir la caricia del sol, el beso del viento, el hormigueo de las gotas de lluvia resbalando por el rostro. Necesitamos respirar aire que sea solo aire, que no contenga gases ni humo negro; tiritar de frío; transpirar con el calor sin que nos corran chorretones de hollín por la frente.

Pero ¿qué hacer? ¿Cómo conseguirlo? Vivimos atrapados en una ratonera: si no consumimos no hay empleo y sin empleo no vivimos. Pues habrá que cambiar el modelo; repartir ese trabajo. En vez de ocho horas, trabajar cuatro. Y la riqueza distribuirla mejor. Que no quiere decir que todos vayamos a tener que poseer los mismos... No, no.

Pero sí deberíamos empeñarnos en lograr otra forma de gobierno, más solidaria y cooperativa. Y el Estado (la Política, con mayúsculas) adquirir más protagonismo y no dejar que el dinero nos gobierne. Es absurdo que Europa, como se ha visto con la COVID-19, esté a merced de China. Es absurdo que tengamos que consumir productos “frescos” que vienen de la antípoda cuando aquí los producimos. Un ejemplo: España es el 6º productor mundial de cítricos y también el primer exportador del planeta. Sin embargo, en 2018, nuestro país importó más de 300.000 toneladas si sumamos las naranjas, los limones o las mandarinas que llegaron de otros países. Es decir, exportamos nuestros cítricos a la vez que compramos a terceros. No parece que esta práctica en la que se ha empeñado el mundo –llevar las mercancías de acá para allá en aras de la globalización y el beneficio– tenga demasiado sentido si queremos no acabar de esquilmar el planeta. Los recursos son finitos y la Tierra muere lentamente... Y nosotros moriremos con ella.

O reaccionamos de una vez y volvemos a la naturaleza, renunciando a la locura del crecimiento ilimitado basado en el consumo o este o cualquier otro virus acabarán con el planeta. Así que ahora que tenemos tiempo, tomemos conciencia.

Pensemos. Porque esta sociedad, que la COVID-19 ha expuesto a la intemperie y desarbolado, si desea sobrevivir, ha de revisar forzosamente la forma de vida que tiene.

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