La ley del buen morir perpetúa el estigma de la discapacidad
España está inmersa en el debate parlamentario para una futura regulación de la eutanasia, un nuevo estatuto que debería ser aséptico para la discapacidad, a excepción de asegurar los mecanismos que permitan a este grupo humano, cuando así sea necesario, acceder a esta prestación de manera auténtica y sin presiones ajenas a la propia persona.
Sin embargo, el Legislador incurre en el simplismo sesgado de vincular las situaciones de discapacidad con las decisiones personales sobre el final de la vida, como si se tratara de una regulación particularmente pensada para este grupo social.
Esta reflexión no trata de fijar una posición a favor o en contra sobre la eutanasia, trata de evidenciar otra discriminación estructural hacia las mujeres y hombres con discapacidad en una ley del Siglo XXI.
Si entendemos discriminación como cualquier distinción, exclusión o restricción por motivos de discapacidad que tenga el propósito o el efecto de obstaculizar o dejar sin efecto el reconocimiento, goce o ejercicio, en igualdad de condiciones, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales; llama la atención que el Estado conceda cobertura legal al acto del 'buen morir' entre personas con unas características determinadas, como las personas con discapacidad, sin considerar la cautela y el respeto necesario a los derechos humanos y a los valores que los sostienen.
La ley asegura los apoyos y medidas de accesibilidad en la formación y expresión de la voluntad, que otorguen su consentimiento y se comuniquen e interactúen con el entorno, de modo libre, a fin de que la decisión sea individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas. Este es un asunto que debe ser aplaudido al Parlamento y reconocido a la labor de incidencia del movimiento de la discapacidad encarnado en el CERMI.
Duele, sin embargo, que el legislador nos siga percibiendo a las personas con discapacidad como seres infelices, asistidos y depreciados. Sin duda, estas percepciones negativas, profundamente arraigadas sobre el valor de la vida de estas personas, siguen siendo un obstáculo permanente en todas las sociedades. Estas ideas surgen de lo que se ha denominado capacitismo: un sistema de valores que considera que determinadas características típicas del cuerpo y la mente son fundamentales para vivir una vida que merezca la pena ser vivida. Atendiendo a estándares estrictos de apariencia, funcionamiento y comportamiento, el pensamiento capacitista considera la experiencia de la discapacidad como una desgracia que conlleva sufrimientos y desventajas y que, de forma invariable, resta valor a la vida humana. Como consecuencia, suele inferirse que la calidad de vida de las personas con discapacidad es ínfima, que esas personas no tienen ningún futuro, y que nunca se sentirán realizadas ni serán felices.
La proposición de ley no utiliza la expresión personas con discapacidad, hubiera sido muy descarado y provocador. Nuestro idioma tiene la riqueza léxica suficiente para disfrazar una intención y en este uso sibilino de las palabras, el eufemismo resulta más doloroso dada su intención de esconder y de engañar.
Juzguen las lectoras y los lectores lo que aquí se afirma, pero no traten de justificar el supuesto. Una simple lectura basta para descubrir que en esta definición describa y deja al descubierto a las personas con discapacidad.
El artículo 5 de la proposición de ley sobre requisitos para recibir la prestación de ayuda para morir indica que, para acceder a la misma, la persona ha de sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento crónico e imposibilitante debidamente certificados por las autoridades médicas. La propia norma define como imposibilitantes, en su artículo 2, aquellas situaciones referidas a una persona afectada por limitaciones que inciden directamente sobre su autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que le impidan valerse por sí misma, así como sobre su capacidad de expresión y relación. Limitaciones que, asimismo, llevan asociadas un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable, existiendo seguridad o gran probabilidad de que vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable, y que, en ocasiones, puedan suponer incluso la dependencia absoluta de apoyo tecnológico.
“El lenguaje es una herramienta de poder. Constituye un producto social que acumula y expresa la experiencia de una sociedad concreta” y que actúa sobre la forma en que se percibe esa realidad. Las palabras no solo reflejan, sino que a su vez transmiten, y como tal, refuerzan los estereotipos marcados socialmente. Lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿Cómo se percibe desde el Congreso de los Diputados, a través de este proyecto de ley, el vocablo imposibilitante? ¿Qué transmite a la sociedad española?
Se ha tomado conciencia de los riesgos que entraña una única palabra en una ley. Me cuesta resistirme que en mi país una situación de discapacidad sirva como supuesto o coartada para poner fin a la vida, y promover y reforzar el estereotipo según el cual la vida de las personas con discapacidad tenemos menos valor o menos calidad. Este estereotipo, además, tendrá el peligro de ser asimilado por las propias personas con discapacidad como consecuencia de la presión social, en una clara forma de opresión interiorizada.
Duele también que no hayamos sido capaces de arrancar de raíz, de entre nuestras diputadas y diputados, esta visión lastimosa de la discapacidad. Que siga sin permear el sentido y sentir de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, un imperativo legal en España. Que insistan en vernos, al menos en el texto de esta ley, como “vidas descartables”. Que ignoren las recomendaciones que el órgano de la ONU que vela por el cumplimiento de este Tratado daba en 2019 a nuestro país: 'vele por que no existan disposiciones que permitan la eutanasia por motivos de discapacidad, ya que tales disposiciones contribuyen a la estigmatización de la discapacidad, lo cual puede propiciar la discriminación'. Ha de estar, este enfoque, grabado a fuego o tatuado con una tinta indeleble en el imaginario político y social.
“La discusión de este artículo no es eutanasia sí o eutanasia o no”, lo que trato de señalar es que cualquier regulación de un nuevo derecho, no debe suponer como coste la estigmatización de un grupo social. Como sociedad no podemos consentir que se dé el mensaje de que las personas con discapacidad somos prescindibles, y que somos objetos y no sujetos de derecho. Como tampoco podemos permitir, en nombre de la protección de la práctica clínica, que sea norma ignorar las leyes que apuntalan los derechos de las personas con discapacidad.
Decía la escritora feminista Chimamanda Ngozi que las historias se han utilizado para desposeer, pero también se pueden usar para facultar y para humanizar; pueden quebrar la dignidad de un colectivo, pero también pueden restaurarla… Luchemos contra esa historia única de vidas asistidas, de vidas depreciadas y de negación del estatus de Persona. Busquemos en los Derechos Humanos los mejores aliados para reescribir la historia de las personas con discapacidad, de modo que sea ésta una historia de autoderminación, de bienestar, de inclusión y, sobre todo, de derechos.
Algunas ideas de este artículo están sacadas del trabajo de la investigadora María Laura Serra, investigadora postdoctoral del Departamento de Derecho de la Universidad de Maynooth (Irlanda).
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