No hay nada como el futuro para hacer política
“¡Por el horizonte asoma ya el comunismo!”. Se asiste a un mitin para renovar la ilusión política y esa esperanza, con sus claroscuros, retrataba bien al dirigente de la Unión Soviética Nikita Khrushchev.
La escena la toma el historiador Reinhart Koselleck del libro de Alexander Drozdzynski El ingenio político en el bloque del este, publicado en Düsseldorf en 1974. Koselleck la usa para ilustrar lo convincentes que parecen las previsiones de futuro cuando las asociamos a imágenes espaciales: cada “horizonte de expectativa” (lo que esperamos que suceda) puede abrir un nuevo “espacio de experiencia”.
Imaginamos el futuro porque orientamos así nuestra vida. Necesitamos expectativas. El tiempo de la política está hecho de ellas. Juega con el pasado y el presente hasta reorientar su temporalidad, pues todo cuanto toca lo envía al futuro: el tiempo que siempre estamos esperando, que se anticipa como promesa o amenaza y que queremos creer que llegará, del modo que deseamos o del modo que tememos.
Mientras nuestros representantes políticos dicen diagnosticar la actualidad, piensan inevitablemente en el futuro. Apenas describen, imaginan. Lo que menos importa es lo que dicen sobre el presente. El interés de lo que expresan se encuentra en lo que prometen. Incluso cuando se refieren al pasado, su verdadera atención se proyecta hacia el futuro de una manera irremediable.
¿Por qué pasa esto? Hay varias respuestas que permiten aclararlo. La primera tiene que ver con nuestro modo de comunicarnos. La segunda, con cómo argumentamos. La tercera explica los usos del tiempo político.
De lo que decimos a lo que queremos decir
Al comunicarnos, enseñaba J. L. Austin, conviven tres niveles de significación: lo que expresamos, el modo y la intención con la que lo hacemos, y lo que esperamos lograr al comunicarnos. A su vez, cada uno es un tipo de acción.
Lo que expresamos suele ser lo menos relevante, lo más superficial de nuestra comunicación. Quedarnos ahí limita cualquier posible entendimiento, aunque a veces señala el comienzo necesario para ello. También en política. El modo y la intención suponen una llamada de atención a nuestros interlocutores sobre algo de lo que queremos o pedimos. A veces representa lo más a lo que aspiramos porque pensamos que es lo necesario en un determinado momento: llamar la atención sobre algo.
La clave última, sin embargo, es lo que Austin llamaba “acto perlocucionario”, que John R. Searle llamaría “acto performativo”. Es lo que queremos que nuestros interlocutores hagan tras atender a nuestra comunicación.
Cada vez que Julio Anguita repetía “programa, programa, programa”, por supuesto que daba por sentado lo evidente: que los partidos políticos se presentan a las elecciones con programas. Pero su intención iba más allá. Era una llamada de atención doble: a la ciudadanía, para que examinara racionalmente y comparara las propuestas de los partidos; y a sus correligionarios y rivales, para que en la contienda electoral no olvidaran el valor que como proyectos políticos tenían los programas electorales.
Por su experiencia como alcalde en los años ochenta del pasado siglo sabía que la aspiración performativa, realizar en la práctica un programa electoral, sólo podía lograrse de manera imperfecta. Era ilusorio incluso con mayorías absolutas. Usaba ese recordatorio con el propósito de elevar la conversación política al nivel deliberativo parlamentario de la confrontación entre argumentos. Pero su idea de gobernar tenía una impronta argumentativa tan fuerte, que reducía sus opciones de negociación. La inteligencia política obliga no sólo a deliberar sobre las mejores propuestas, sino también a negociar las que en cada momento pueden realizarse.
Los tiempos de la argumentación
Se argumenta en política de un modo distinto al derecho. Las prácticas argumentativas en un juicio comparten elementos con la actividad parlamentaria. Ambas siguen procedimientos reglados que ordenan el uso de un tiempo limitado y el tipo de acción que generan resulta de un debate público entre dos partes. Pero su retórica, el modo en que cada una procede, no sólo las diferencia de la retórica de una negociación, en la que argumentos e intereses se contrapesan entre sí, sino que las sitúa en direcciones temporales opuestas.
Mientras la retórica legal, que vemos en el curso de cualquier juicio, orienta la reconstrucción verosímil de acciones del pasado que cada una de las partes enfrentadas presenta como versión alternativa, la retórica jurídica, como muestra con brillantez José Calvo, se despliega como aplicación razonada de la ley a cada conflicto concreto. De esa forma, redactar una sentencia supone describir un orden narrativo cuya validez se asienta sobre su razonabilidad más que sobre su racionalidad. En ambos tipos de retórica la atención se dirige al pasado.
Las argumentaciones políticas, en cambio, no tienen capacidad forense ni histórica, pero tampoco periodística. Lo son porque anticipan el futuro. El tiempo que ya ha pasado es el tiempo de la justicia y de la historia. Del presente queda constancia por los medios de comunicación. Los usos políticos del tiempo son juegos de apariencias.
Pueden falsear el pasado, como la negación desde 2012 por Aung San Suu Kyi de la responsabilidad del gobierno de Myanmar en la persecución a la minoría Rohingyá. Pueden defender el statu quo bajo la apariencia de buscar la justicia o investigar la historia. Sus consecuencias explican la democratización interrumpida de Egipto desde 2011, o la involución política de Nicaragua tras las presidenciales de 2006, cuando el vencedor, Daniel Ortega, había prometido una nueva revolución.
Los usos políticos del presente no son menos elusivos. Pueden llegar a desfigurarlo si se actualiza el pasado para desviar la conciencia del presente, o si se institucionaliza el presente como repetición continua de lo ya ocurrido.
Lo primero condena a cualquier democracia a la parálisis, pues el pasado se convierte en una trampa que impide proyectar el futuro. Israel señala algunas de sus lecciones.
Lo segundo, al despolitizar el presente, acerca a las democracias al tiempo lineal y monótono de las dictaduras. En Venezuela sólo existe oficialmente el tiempo circular de la revolución bolivariana. En Hungría hace años que la transición a la democracia, con la promesa que traía, ha desaparecido del discurso oficial.
La necesidad de futuro
La anécdota del principio todavía continuaba. Uno de los asistentes al mitin preguntó: “Camarada Khrushchev, ¿qué es el horizonte?”, a lo que Nikita Sergeyevich respondió: “Eso, búscalo en el diccionario”. Deseoso de saberlo, de vuelta a casa encontró esta definición: “Horizonte: línea brillante que separa el cielo de la tierra, y que cuando uno se acerca a ella, se aleja”.
Puede que Khrushchev no supiera explicarlo con esa precisión léxica, pero usaba la metáfora del horizonte con pleno conocimiento de lo que intentaba hacer: dar un significado radicalmente nuevo a su ideal político. Cambiar el terror por la esperanza tuvo un efecto terapéutico, pero quedó en eso. Varias décadas después se descubrió que detrás de aquel horizonte de expectativa, el espacio de experiencia obligaba a empezar de cero.
Aunque nunca podamos alcanzar el horizonte, lo proyectamos como una expectativa razonable; incluso podemos, contra toda evidencia, aferrarnos a él como un sueño imposible, tan grande es nuestra necesidad, acentuada en momentos electorales, de proyectar el futuro, de saber que hay un horizonte.
Pero la esperanza es un bien escaso en política. Con ella se construyen los proyectos, que no son sino formas de aprovisionar tiempo para el futuro. Defraudarla por jugar con promesas incumplibles, que no es obligatorio creer, suele llevar tarde o temprano a cambios políticos. De los desencantos aprendemos, si bien posponer muchas veces el vencimiento de una promesa conduce a la apatía o a la rabia.
Por eso la esperanza, para que no se convierta en moneda de cambio entre embaucadores que se apuestan el futuro de la gente, necesita templarse con una moderada dosis de distancia escéptica ante las promesas políticas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.
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