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Paisaje después de la Pandemia

La Marea Blanca en su última manifestación por las calles de Murcia / Foto: Satse

Gaspar Llamazares / Miguel Souto Bayarri

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La importancia de revisar, actualizar y/o reformar diferentes aspectos de nuestro sistema público ha tomado fuerza tras el coronavirus.

El interés de una evaluación así podría residir, al menos, en tres aspectos: primero, aprovechar la puesta en valor de lo público y, en particular, de nuestro sistema sanitario; segundo, la necesidad de acometer cambios inaplazables en nuestro sistema universitario de investigación; y tercero, el diseño de un futuro tecnológico al servicio del bien común y de las personas.

Primero. La sanidad pública ha resistido con nota. Ahora se trata de no morir de éxito. La hipótesis de la falta de eficacia y de eficiencia de la sanidad pública frente a la privada se ha dado de bruces, de repente, con la crisis del coronavirus: la sanidad pública gana con autoridad, no ha tenido rival en todos los apartados más importantes y ha salido vencedora en las preferencias de los ciudadanos y con una alta valoración social, incluso desde los balcones. Si algo ha salido reforzado de esta crisis ha sido nuestra sanidad y sus profesionales. Y la formación, la organización descentralizada, la labor de equipo, la cultura de servicio público y el compromiso profesional.

Paralelamente, se ha puesto de manifiesto la necesidad de mejora en los recursos públicos económicos, materiales, tecnológicos y humanos, aun no totalmente recuperados con la crisis, y tensionados con la pandemia. Pero sobre todo, la situación de carencia de los sistemas de información, la epidemiología y la salud pública que han tenido que esperar décadas para la aprobación de su marco legal, todavía pendiente de aplicación. No hemos desarrollado el papel coordinador y de planificación y dirección compartida del SNS. Y eso se ha puesto más de manifiesto durante esta crisis.

Pero, muy importante: se ha demostrado que el sistema sanitario ha resistido, y lo ha hecho, además, tras una década de recortes y privatizaciones patrocinadas por las derechas. Las políticas de austeridad del neoliberalismo han reducido el número de camas hospitalarias en el mundo occidental y han mermado de una manera muy importante la capacidad asistencial de los servicios de salud. Pero el personal sanitario ha afrontado la crisis con un alto nivel de preparación y de compromiso que, por cierto, se compadece mal con los contratos precarios, en muchos casos día a día, con que le obsequia la administración. La comparación con la respuesta alemana en equipos, pruebas, respiradores… es inapropiada, porque Alemania se ha convertido en un campeón industrial, tecnológico y de investigación, mientras que el modelo productivo del sur de Europa se ha debilitado y gira fundamentalmente en torno a una economía de servicios; cosa que nosotros hemos dicho en un artículo anterior: “Que inventen ellos”.

Por eso, nuestro sistema sanitario público cuyos niveles de inversión están significativamente por debajo de los de los países de nuestro entorno (Francia, Alemania, Italia) tendrá, por el bien de todos, que replantear esas cifras para optimizar sus recursos.

Segundo. De manera muy acusada durante la última década, desde la última crisis de 2008 que coincidió en el tiempo con el Plan Bolonia, tampoco ha habido políticas de prioridad hacia las universidades ni hacia el abastecimiento de la actividad de investigación. En España, que tiene un gasto público en educación en la cola de la UE-28, está en los puestos bajos en universidades de los países de la OCDE-34, y cuyo sistema tecnológico o científico-técnico es particularmente débil, nunca se ha puesto el foco en facilitar la trasferencia de la investigación y la innovación desarrolladas en las universidades. No hay apenas programas para financiar los proyectos de investigación que tienen opciones de triunfar comercialmente. Más allá de unos pocos momentos puntuales como la primera etapa democrática, con un reforzamiento sin precedentes de la actividad científica, y un repunte de apoyo a la investigación en la primera legislatura de Zapatero, el denominador común a lo largo de nuestra historia es que los esfuerzos en este sentido no han sido importantes, por lo que los resultados, en general, no han sido buenos.

Por eso en cuanto ha llegado la pandemia, nuestro sistema de ciencia y nuestros recursos científicos y tecnológicos, estrangulados por los recortes, han tenido, salvo excepciones, un protagonismo marginal: no han aportado para la contención de la pandemia y los laboratorios han cerrado durante prácticamente todo el período de confinamiento. Paralelamente, por si esto fuese poco, a algunos de sus portavoces se les ha ocurrido aquello de que la persona elegida por el Gobierno para dar la cara, no tiene la altura científica necesaria para presidir el comité de crisis del Ministerio de Sanidad. Se ve que los epidemiólogos del Centro Nacional que coordinan todo el proceso dentro de las directrices de la OMS (también maltratada por el populismo ultra) no les parecen de suficiente nivel y les parecería mejor que hubiesen llamado a alguno de ellos. Sin comentarios.

Pero hubo un tiempo pasado que fue diferente. En los comienzos de la Transición, muchos proyectos de investigación de pequeños grupos que se formaron en los departamentos universitarios recibieron una financiación adecuada y eso impulsó a la Universidad española de una manera determinante. Lamentablemente, los recortes de los últimos años han provocado el cierre de muchos de estos laboratorios, mientras que la financiación ha seguido un modelo de escasez de recursos y de concentración en pocos grupos, principalmente en los más grandes que se han formado en centros e institutos de investigación, muchas veces alejados de los departamentos universitarios. Hoy, este modelo emite señales de agotamiento, está despilfarrando el potencial más joven, al tiempo que hay cada vez más una innecesaria proliferación de artículos en revistas especializadas que sirven fundamentalmente para hacer ingeniería curricular para superar las evaluaciones de las agencias (ANECA, CNEAI) y para la promoción personal de los mayores, en las cátedras, todo ello en detrimento de la escritura de libros y ensayos, con lo que se debilita la Universidad como monopolio clásico de la información y de la opinión.

Tercero. Al calor de la pandemia han proliferado las iniciativas en la línea de la vigilancia social. Es una realidad que las nuevas tecnologías nos están ayudando a aguantar el confinamiento: nos han permitido vernos y comunicarnos durante la pandemia, hemos podido hacer videoconferencias y hemos estado informados y recibido las últimas novedades en nuestros teléfonos. Pero este tiempo de crisis también ha servido para sacar a la luz su lado más oscuro y se observa una fuerte tendencia a la digitalización policial. La cuestión, según parece, es aprovechar el momento de incertidumbre para acentuar una supuesta necesidad. Las aplicaciones de geolocalización de toda la población para identificar a las personas contagiadas degradan el nivel de nuestras libertades y podrían tener un efecto letal para la salud de nuestra democracia. Una de las voces que nos advirtió sobre estos peligros fue Zygmunt Bauman, cuyo concepto de vigilancia líquida haría referencia a la evolución digital del panóptico de Foucault, en la que los vigilados cooperamos con los vigilantes. Si es necesario utilizar sistemas para trazar los contagios –ojo al dato: Google y Apple ya se han apuntado los primeros a participar–, tendrá que ser con el patrocinio de la Unión Europea y, naturalmente, de manera voluntaria, al abrigo de la Ley orgánica de Protección de Datos Personales de 2018; que ya incluye el tratamiento de los datos personales en los casos de la propagación de epidemias, y con un horizonte estricto de aplicación por el tiempo que dure la necesidad. La tecnología debería preservar la relación de los ciudadanos con la sanidad, los derechos individuales a la intimidad y auxiliar en el seguimiento y aislamiento de casos en este momento. En este sentido son importantes algunas iniciativas como la app de autodiagnóstico y el seguimiento de casos de la atención primaria, frente al pasaporte serológico, las arcas de Noé y las aplicaciones obligatorias.

La crisis producida por el virus SARS-Cov2 ha hecho más visibles problemas que ya existían y ha generado interrogantes nuevos. Junto a ellos, ha situado al sector socio-sanitario y a las residencias de mayores en la primera línea de las cuestiones inaplazables. También hemos aprendido, como escribe Sami Naïr en sus artículos, que la salud, la educación, el conocimiento y la seguridad no se pueden mercantilizar: el Estado tiene que invertir en eso. Para que nuestro país no se quede definitivamente rezagado en la carrera tecnológica, es necesario dar prioridad a políticas de defensa de los servicios públicos y de combate contra la precariedad de los contratos, extraordinariamente comunes en el sistema sanitario y universitario, y al rejuvenecimiento de las plantillas, que afectaría fundamentalmente a nuestras universidades, en las que sería esencial repatriar a los miles de investigadores que trabajan en el extranjero. Tenemos que revitalizar la investigación en las universidades, dotándolas de un amplio tejido de grupos de investigación (“una nueva hojarasca”), financiándolos oportunamente mediante convocatorias especiales con fondos autonómicos, españoles y europeos, para rentabilizar la inversión que se está haciendo en la formación de los más jóvenes. Ningún investigador de nuestras universidades públicas, que justifique un proyecto y acredite una publicación científica, un libro, un ensayo… debería quedar sin financiación. Son nuestros serenos de la central de alarmas frente a futuras crisis globales.

Por último, la pandemia provocada por el SARS-Cov2 no ha respetado las fronteras y ha puesto en jaque no solo a los sistemas sanitarios, sino a toda la aldea global, lo que debería reforzar el papel de la OMS, con más recursos, más autonomía y más autoridad mundial. Afortunadamente, las medidas de confinamiento han funcionado y la curva de contagios va descendiendo. La obsesión actual por atribuir responsabilidades y la apropiación morbosa de los fallecidos es un esfuerzo inútil, que nos sitúa en un pasado que no podemos cambiar. Además, en un sistema descentralizado y de competencias compartidas, la responsabilidad solo puede ser eso: compartida. Los fallecidos solo son de sus allegados. Esa obsesión solo sirve para más cainismo. El relato de parte solo trae melancolía.

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