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El plagiador, el peor parásito de la Universidad

Ignacio Fernández Sarasola

Profesor Titular de Derecho Constitucional (Universidad de Oviedo) —

La excelencia de una Universidad se mide por la calidad de sus docentes, y ésta, a su vez, depende de que aquellos cumplan con los dos quehaceres que entrañan su cometido profesional: docencia e investigación. Unos elementos que se hallan íntimamente conectados, pues aquél que no invierte tiempo en investigar no se halla en condiciones de impartir clases de calidad.

Lamentablemente entre el profesorado universitario abundan quienes no ejercen tarea investigadora alguna, bien porque prefieren vegetar, bien por absoluta incapacidad pues, no nos engañemos, también la Universidad española está plagada de gente que no da la talla. Aun así, dentro de este grupo cabría diferenciar a los ágrafos que, puesto que no investigan tampoco publican, y los plagiadores, que sin dar palo al agua se aprovechan del trabajo ajeno para aparentar unos conocimientos de los que carecen. Se trata del peor grupo de parásitos posible en la Universidad, ya que merced a su fraudulenta conducta pueden acabar engañando a las propias instituciones, obteniendo inmerecidamente sexenios de investigación, acreditaciones o puestos de responsabilidad. Todo lo cual entraña un incremento de salario, de modo que, a costa de nuestros impuestos, pagamos a defraudadores.

Pero, a pesar de tan reprobable conducta, hay algún académico (sólo de título) que no tiene empacho en recurrir a esta práctica execrable, e incluso hacerlo con reincidencia. Pero tarde o temprano acaba saliendo a la luz su proceder, porque hace falta estar dotado de un grado superlativo de estulticia como para pensar que tus colegas (también sólo de título) no acabarán reconociendo al tramposo.

Cualquier investigador (entre los que, obviamente, no sitúo al falsificador) sabe identificar fácilmente un plagio. Existe plagio cuando se reproduce una idea ajena y no se cita la fuente de donde se ha extraído. Se trata, si acaso, del mayor grado de falta de honradez, ya que el verdadero autor resulta absolutamente ninguneado. Pero también hay plagio cuando se copian párrafos enteros de otros autores, aunque se citen, si esos párrafos no aparecen debidamente entrecomillados, ya que, de lo contrario, el lector no podrá saber si lo redactado es una interpretación del texto original, o una simple reproducción textual de ella. Imagínese Vd. que ahora mismo pongo una nota a pie de página e indico simplemente un nombre, apellidos y título de un trabajo. ¿Sabría Vd. decir qué parte de cuanto he escrito hasta este momento es obra mía y qué fragmentos he tomado de otro autor? ¿Y qué pasaría si le dijera que los cuatro párrafos que llevo escritos hasta este momento no son más que un descarado copia/pega de ese autor al que he citado? Sin duda consideraría que he sido deshonesto, y que en el resto de este escrito Vd. no puede fiarse ya más de si lo que digo procede de mí o, por el contrario, es obra de alguna otra persona.

Nadie en su sano juicio pensaría que si ahora transcribo en tres páginas otros tantos artículos de Pérez Reverte (citándolos al final de cada página pero sin las debidas comillas) estoy haciendo una reproducción lícita de sus obras. ¿Qué parte es de Pérez Reverte, la última frase, antes de la referencia a pie de página, todo el texto…? Imposible de saberlo. Se trataría de una mera suplantación de la personalidad, tan lamentable y tan fraudulenta como la del Pequeño Nicolás. Porque estos profesores-plagiadores son eso: un fraude.

Para el plagiado lo triste quizás no sea el hecho de ver que tu trabajo es fusilado sin piedad, sino ver la impunidad con la que se lleva a cabo. Porque el plagio sale rentable al infractor. ¿Qué arriesga? Todo lo más una demanda de responsabilidad civil cuyo previsible resultado será una exigua indemnización, ya que el daño causado por una publicación científica (destinada a un público reducido) no representa cuantitativamente una cantidad exorbitante. Pero el infractor mantendrá todas sus prebendas y su execrable conducta acabará siendo olvidada. Y entretanto, jóvenes de valía tendrán que buscarse la vida en el extranjero, o quedarán excluidos de la docencia universitaria porque los tramposos que están injustamente apostados en ella les cierran el paso.

Otro gallo cantaría si se adoptasen las medidas adecuadas. A un medallista olímpico que se dopa se le obliga de devolver sus medallas y se le sanciona impidiéndole participar temporal o definitivamente en sucesivas competiciones. Traslademos estas sanciones al ámbito universitario: privación de los sexenios y acreditaciones adquiridas durante los años en que se produjeron los plagios, destitución de los cargos representativos universitarios, sanción disciplinaria por parte de la Universidad a la que pertenece el infractor, y expulsión de los consejos editoriales de las revistas y editoriales científicas a las que pertenezca.

Hasta que esto no se produzca (y es difícil que así sea, para qué nos vamos a engañar), esta basura universitaria –a la que me resisto a llamarla profesor, porque el término se le queda muy grande–, contaminará con su hediondo olor todo cuanto toque: desde la Universidad a la que pertenece hasta las publicaciones en las que asuma cualquier cargo de responsabilidad.

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