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Podemos y el poder: mantener las vacunas

Pablo Iglesias durante la presentación de su candidatura para la III Asamblea de Podemos, el pasado domingo.

Ramón Espinar

Exsecretario general de Podemos en Madrid y exdiputado en la Asamblea de Madrid —

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La concepción del poder que tiene un actor político es uno de los rasgos con menor presencia explícita en el debate público y, sin embargo, más relevantes para analizar su forma de actuar. De entre las instaladas entre la ciudadanía, sobresalen tres formas de entender qué cosa sea el poder político: la primera lo entiende como un lugar en que se está o al que se llega; la segunda, como un objeto que se posee y la tercera, como una fuerza que se ejerce. Se trata de tres aproximaciones muy de andar por casa, pero trazan el mapa de la percepción generalizada sobre la cuestión.

La llamada Cultura de la Transición trabajó siempre desde las dos primeras concepciones del poder. Quien ganaba las elecciones “llegaba” al poder y lo “tenía” por cuatro años. La cultura política que emergió del 15M tras la crisis económica de 2008 incorporó al debate público la tercera: el segundo mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, con una acción económica de gobierno muy alejada del programa del PSOE justificada en la presión internacional, recuperó para la vida pública española la distinción entre poder y gobierno, que caló. Las movilizaciones del ciclo que arrancó en 2011 eran perfectamente autoconscientes cuando se presentaban a sí mismas como “poder popular” en contraposición al institucional. Estaban trabajando con la idea de que el poder no es un lugar o un objeto, sino una relación. Como la energía, el poder se crea y se transforma en la contienda política.

La irrupción de Podemos algunos años después como herramienta de representación de la España nueva que había surgido en las movilizaciones y en el cambio cultural de la pasada década se insertó también en esa concepción del poder. Solo era posible desafiar el statu quo del Sistema Político Español desde la convicción de que podían surgir actores políticos nuevos en el juego de la representación si eran capaces de reformular la propia representación a partir de la sistematización y agregación de los diferentes malestares sociales en una propuesta política.

Dicha propuesta se articulaba en tres ejes: la defensa de la soberanía popular, una segunda transición democrática y un programa económico que extendiera al reparto de riqueza la idea de democracia. A esos tres ejes se sumaban, de forma transversal, la apuesta por el feminismo y por construir una herramienta política que prefigurara su propio programa. Esto quiere decir que pusiera en marcha en su propia forma de hacer política aquello que proponía para el conjunto de la sociedad.

La fuerte impugnación de las élites políticas que caracterizó la irrupción de Podemos se condensó en la palabra “casta” y señalaba, de forma razonada y con amplio consenso social, a una clase política que llevaba décadas repartiendo la totalidad de responsabilidades de representación y gobierno entre un grupo muy pequeño de personas. Además, en esa élite o “casta” convergían altas remuneraciones y periodos enormes de permanencia en la vida política.

Esta situación generaba un problema de fondo para la democracia que Podemos enunció con precisión: no es posible cumplir el mandato de representación si los políticos viven durante décadas emancipados de los problemas de su pueblo; no se puede representar a una ciudadanía que atraviesa situaciones de precariedad y desempleo masivos con enormes sueldos en el ejercicio de una política profesionalizada por parte de una clase política cronificada en sus cargos.

Para prefigurar el modelo de Podemos no solo se enunció la crítica. A medida que conquistaba posiciones institucionales de representación, se instauraron una serie de medidas de limitación para los cargos públicos del cambio político. Los representantes de Podemos tendrían salarios limitados, estarían en política para cumplir dos mandatos y no acumularían cargos. La regla recogía excepciones razonadas: recogía la figura del “lucro cesante” para poder atraer a la política a quienes tenían sueldos por encima de la limitación y la vida organizada (jueces, médicas…), se ampliaban los límites salariales para personas con familiares a cargo y la limitación de mandatos podría revisarse en momentos excepcionales previa consulta a la ciudadanía. El modelo era enormemente innovador y su recepción por parte de la ciudadanía fue positivo: gente corriente llegaba a las instituciones y generaba anticuerpos para mantenerse corriente y estar en ellas poco tiempo.

El acierto de las medidas, en todo caso, no tenía que ver con cuánto exactamente cobra una diputada o un concejal -eso siempre generó interés morboso en algunos sectores, pero no dio mucho más de sí-. El acierto radicaba en combinar una práctica contrapuesta a parte de lo que no funcionaba en nuestra élite política con una reflexión de fondo sobre la ética política y el mandato de representación. Las limitaciones no eran una pose, sino que partían de firmes convicciones sobre cómo ensanchar la democracia desde una formación política que aspiraba a refundar España. Ay.

Cinco años después, en su tercera Asamblea Ciudadana, la única candidatura que concurre a la dirección de Podemos propone eliminar algunas de estas limitaciones y flexibilizar otras. La propia candidatura única ha desmentido que desaparezcan, argumentando que los cargos públicos donarán entre un 5 y un 30% de su salario al partido, pero la argumentación es endeble. Cualquiera con una calculadora en la mano y una conexión a internet puede aplicar un 30% de donación a los salarios de los cargos públicos (todos disponibles en portales de transparencia institucionales) y ver un incremento sustancial de su cuantía respecto a los 2.200 euros que, hace poco más de un año, cobraba una senadora o un diputado en la Asamblea de Madrid. Con todo, no es la cantidad que van a cobrar los representantes de Podemos lo que ha supuesto un torpedo en la línea de flotación de la ética política con la que se fundó: las cantidades económicas son discutibles, no así los principios políticos.

El paradigma de la limitación salarial y de mandatos, fundamentada en una ética de la representación que implicaba conexión con la ciudadanía frente a la cultura de la emancipación de los políticos, va a ser sustituido por un sistema de donaciones que aplican todos los partidos políticos españoles desde siempre. Hacer viable económicamente el aparato del partido, financiar campañas de publicidad y mejorar los materiales de agit-prop en redes sociales es fundamental para ganar elecciones, pero no puede confundirse una decisión administrativa con un programa de principios.

La democracia estadounidense, que inventó las primarias como forma de elección de los dirigentes políticos dentro de los partidos, evidencia que un partido en el gobierno no puede tener una confrontación interna por el liderazgo. Por eso hoy asistimos a unas vibrantes elecciones internas en el Partido Demócrata mientras el Partido Republicano volverá a presentar a Donald Trump a las siguientes elecciones presidenciales. Es lo razonable y lo sensato. La misma lógica invita a pensar en dejar hacer a la dirección del propio partido cuando enfrenta responsabilidades de gobierno por lejano que uno se encuentre de sus decisiones y formas de hacer. Pero no se puede permanecer en silencio cuando se presencia un tsunami en los rasgos de identidad esenciales de un proyecto político.

Si al poder se llega y el poder se ostenta en lugar de construirse y ejercerse, cuando uno toma asiento puede considerarse un poderoso y sentirse tentado de comportarse como tal. Muchos poderosos de nuestro país y de tantos otros, durante décadas, han dado lecciones de cómo no conducirse en democracia. No es una buena idea seguir sus pasos. Las élites políticas de la Transición que terminaron emancipándose de su pueblo no eran, con toda seguridad, de peor pasta o condición que los dirigentes de Podemos. No tienen peores intenciones ni peor corazón que cualquier otro pero han estado expuestos, durante mucho tiempo, a las mieles del boato bajo la idea de que tenían el poder. No es mala idea, en los tiempos que corren, mantener las vacunas contra las patologías de la democracia que ya conocemos.

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