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Una reforma federal para un Estado más eficiente, justo y amable

El ministro de Sanidad, Salvador Illa (c), preside una reunión del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud antes del confinamiento. EFE/ Fernando Villar/Archivo

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En medio de la extrema dureza de la galerna pandémica que estamos viviendo estos meses, y de la vasta crisis climática y social planetaria, creo que una de las lecciones políticas y morales más fundamentales –y con implicaciones menos reconocidas– es esta: como muchas otras sociedades, la sociedad española, nuestro sistema político y el Sistema Nacional de Salud (SNS) han mostrado enormes fortalezas y han aportado respuestas extraordinariamente solidarias y eficaces ante la ominosa pandemia. 

Y a mi juicio una de esas implicaciones menos reconocidas es que lo positivo de esas respuestas es una razón moral y política para pedir valentía y rigor en el análisis y las respuestas a las graves causas subsanables de tanta muerte y ruina. La lógica es elemental, pero algunos la evitan. Pues a veces, cuando se dice que hay que ver las luces y las sombras de las respuestas a la pandemia (siendo ello obvio literalmente), parece que se quiere poner sordina al análisis de los errores: como si los aciertos pudiesen ofenderse por un análisis ecuánime. El ingente esfuerzo que estamos realizando millones de ciudadanos, instituciones, organizaciones y empresas merece —y exige— un análisis riguroso, crítico, constructivo, ambicioso. Muchos pensamos, más concretamente, que es imprescindible progresar por la senda federal hacia Estados más justos, amables y eficientes: más útiles a los ciudadanos y a la vida porque responden mejor a los graves problemas que plantea la velocidad y la complejidad de los procesos que se suceden en el actual mundo interdependiente.

La idea de que basta con cambios menores (en el Estado, en la Constitución, en el SNS, en las organizaciones democráticas de gobernanza global) no la he visto fundamentada en un análisis de las causas del desastre que vivimos. Quizá porque, timorato o artero, el inmovilismo se vende a sí mismo sin análisis verdaderos.

Es pues inaceptable soslayar las causas más incómodas o crueles de lo que estamos sufriendo en términos de economía, justicia, salud, política o cultura. ¿Qué causas? 

Un conjunto de ellas atañe al anacronismo y obsolescencia de numerosos aparatos de Estado e infraestructuras. Por ejemplo, las de salud pública, tanto de las que actúan sobre la salud colectiva desde dentro del SNS como de las que lo hacen desde fuera de él. Obsolescencia pues de muchas Administraciones públicas... e incluso de numerosas empresas y organizaciones ciudadanas relevantes para el control de la pandemia. Son ejemplos claros las políticas sociales que atañen a las residencias de ancianos o a las prestaciones de subsidios. También es un ejemplo lamentable la baja validez de muchos datos epidemiológicos utilizados estos meses, afectos de importantes sesgos, retrasos e incongruencias, la pobreza de sus instrumentos de recogida y análisis, la descoordinación y caos de las actuaciones en distintos niveles del territorio, la ausencia de evaluaciones... No es solo una cuestión de tecnología (cuya eficacia a menudo exageran tecnólatras interesados), también es imperativo modernizar leyes, instituciones, mentalidades y procesos de gobernanza. Un referente aquí son los análisis sobre la descapitalización que han sufrido muchas Administraciones desde hace lustros.

También el ordenamiento jurídico es a menudo inadecuado para prevenir y controlar los problemas glocales de 2020 y constituye otro conjunto de causas relacionadas con las anteriores y con las que luego esbozo. En la sustancial medida en que las debilidades de la propia Constitución son responsables de la descoordinación entre municipios, diputaciones, comunidades autónomas y Gobierno estatal, la reforma de la Carta Magna se hace todavía más necesaria para anticiparse, prevenir —y cuando ello no sea posible, gestionar mejor— epidemias y pandemias como la actual. Tan trascendental es esta reforma para evitar más ruina y muerte, hoy y en el futuro, que su consenso parece irse fraguando entre los sectores más responsables y menos sectarios de casi todo el espectro político.

Otro ejemplo (a menor escala, pero no menos trascendente) de los cambios normativos y políticos imprescindibles es la necesidad de que sean vinculantes las decisiones de órganos como la Comisión de Salud Pública del Consejo Interterritorial (CI) del SNS. No existen palabras para calificar el hecho de que a día de hoy esas decisiones no sean vinculantes (“absurdo” o “temerario” se quedan cortas, por mucho que recurramos a las respectivas “competencias”, que tan fácil sería respetar a la par que se fortalece la cooperación y la lealtad). Para progresar tenemos juristas con una amplia visión social, lejos de los laberintos autocomplacientes.

Y otro ejemplo relacionado, muy reciente y positivo, es el aumento del número de reuniones (y de las dinámicas de trabajo relacionadas con ellas) del CI. Con sus fortalezas y limitaciones, esas respuestas muestran cómo podemos avanzar hacia un Estado más federal y eficiente. Ojalá esas reuniones y sus decisiones se vayan consolidando jurídica y epidemiológicamente (técnicamente): podemos seguir reforzando esas dinámicas de cooperación técnica y política entre CCAA y Gobierno estatal. Todo ello es —insisto— perfectamente compatible con el respeto a las respectivas competencias. Y las incongruencias y disfuncionalidades, innegables, un motivo más para promover los cambios de toda índole (jurídicos, epidemiológicos, tecnológicos, políticos, económicos, etc). El Real Decreto 725/2020, de 4 de agosto plantea acciones transformadoras en estas direcciones, con un enorme potencial. Acciones relacionadas, lógicamente, con el desarrollo de la Ley 33/2011, General de Salud Pública, que ya lleva días fuera del congelador.

Señalo solo un último conjunto de causas de la grave situación que vivimos: las ínfimas inversiones que hemos realizado —de nuevo, durante lustros, en España y en bastantes otros países— en sistemas modernos de vigilancia y control epidemiológicos, una parte esencial de y para la salud pública. Y al leer “esencial para la salud pública” leamos esto: tales sistemas son esenciales para la economía, la salud y la equidad de las interdependientes sociedades actuales. Componentes cruciales de esas interdependencias son las relativas a economía y trabajo, epidemiología y salud pública, medio ambiente, justicia y calidad democrática. Algunos afirman que la derecha no está —no puede estar— interesada en esas inversiones en infraestructuras de epidemiología y salud pública. No lo veo así: en lo que ciertos sectores de la derecha no están interesados es en una sanidad (asistencial) pública de calidad; pero los sectores más responsables sí están y más lo pueden estar en las infraestructuras epidemiológicas, que son imprescindibles para que el Estado funcione mejor. Como lo son las infraestructuras de movilidad, informáticas o fiscales.

Lamentablemente, durante años muchas instituciones han mirado hacia otro lado —y lo siguen haciendo con denuedo— cuando les recordamos que a esos sistemas epidemiológicos dedicamos menos del 2% del presupuesto sanitario; más del 98% de él va a pagar diagnósticos y tratamientos, no a prevención, no a anticiparse a los brotes epidémicos, no a preparar respuestas rápidas y eficaces. Estos hechos volvieron a sepultarse cuando la situación mejoró de forma aparente y fugaz tras el primer confinamiento. Muy grave. Si ocurrió tras la primera ola puede volver a ocurrir tras la segunda.

Los epidemiólogos españoles llevamos más de 20 años haciendo propuestas para que el funcionamiento de todos los niveles del Estado en cuestiones de epidemiología y salud pública sea más eficiente y justo. Lo hemos hecho desde la Sociedad Española de Epidemiología (SEE) y desde la Universidad, por ejemplo. Desde la crisis de la meningitis de 1997 y en muchas otras ocasiones (antes y después de la crisis del aceite de colza, el SIDA, la crisis de seguridad alimentaria provocada por las “vacas locas”, ante la contaminación urbana, las desigualdades sociales y tantos otros problemas con graves repercusiones para la salud, la equidad y la economía real). 

Hoy las propuestas que comento son percibidas como imprescindibles y posibles por más ciudadanos que nunca desde la Transición. La pandemia ha acrecentado la conciencia ciudadana del impacto práctico y del calado cívico de esas propuestas. Por ejemplo, la de que el próximo Centro Estatal de Salud Pública cuente con una dotación humana y técnica acorde con la complejidad de los problemas a los que debemos hacer frente. O la propuesta —elemental desde una visión federal— de que ese Centro sea Estatal, es decir, de todos los ciudadanos y todas las Administraciones, no un centro “del Gobierno central”. ¿Se imaginan lo sencillo y útil que ello sería para controlar las pandemias y para serenar el guiñol político?

Lo mismo creo respecto a nuestras propuestas de cooperación horizontal al abrigo del sentido común y del artículo 145.2 de la Constitución. Aunque me encuentro entre quienes tenemos poco aprecio por disyuntivas tipo “ahora o nunca”, o dilemas tipo “optimismo o pesimismo”, tengo la impresión de que pocas veces o quizá nunca como ahora había habido tanto apoyo ciudadano a promover instituciones federales técnicamente más fuertes; que auspicien redes de trabajo con mayor fundamento científico y visión social, así como más lealtad, mejor gobierno, mejor control de los conflictos de intereses; mejores análisis y deliberaciones, decisiones, seguimiento y evaluación.

Las fases de caos en los datos, la comunicación social o las decisiones durante la pandemia y sus efectos devastadores, las fases de abandono a ciudadanos y profesionales sociales y sanitarios exhaustos en primera línea, las causas subyacentes a todo ello ya esbozadas, son un motivo objetivo para que durante 2021 fortalezcamos dinámicas mediáticas, sociales y políticas que permitan reformar la Constitución hacia 2022 o 2024, más o menos (¡nadie lo sabe!). Para entonces —si trabajamos de forma racional y constructiva— es plausible que existan otras correlaciones de fuerzas parlamentarias fruto de un mayor número de ciudadanos que en casi todo el espectro electoral, en distintas medidas, apuesten menos por la visceral retórica populista y más por algo elemental: que el Estado mejore nuestras condiciones reales de vida.

Para evitar que haya más muerte y ruina necesitamos una sociedad civil, aparatos de Estado, infraestructuras como las de salud pública (subrayo: tanto las que actúan desde dentro del SNS como las que lo hacen desde fuera de él), Administraciones públicas, empresas y organizaciones ciudadanas que se alejen del estéril fatalismo amargo y se acerquen a la eficiencia necesaria y posible en el siglo XXI.

Promover la confianza racional, práctica y constructiva en que esos aparatos y organizaciones pueden ser más eficientes, justos y amables, pueden disminuir desazón, amargura, muerte y ruina, mejorar nuestra calidad de vida y civilidad... no es una utopía ni una estrategia; esa confianza se basa en la sabiduría, el conocimiento científico y humanístico, la historia, en valores comunes, en buenas experiencias. Promover esa confianza es, además, por supuesto, esencial para disolver el derrotismo de muladar, el nihilismo bilioso, la amargada cólera o la demagogia de ideas tan falsas y desgarradoras como que “todos los políticos son iguales” o “todo es mentira” o “no saben lo que se hacen”. Tóxicas hipocondrías franquistoides.

Esa “contaminación cultural” emponzoña el medio ambiente cívico y ético. Y sirve, claro, a los inmovilistas más privilegiados. En cambio, promover el trabajo cívico y técnico de las instituciones reduce el margen de maniobra de los populismos. Y pone en su sitio a tanto columnista y experto de casino. También regenera la política, cuya preeminencia no está entonces bajo sospecha como tantas veces lo está ahora. Promover esa confianza mediante la acción política y social es atractivo, potente, urgente y elemental.

* Miquel Porta es médico, epidemiólogo y expresidente de las respectivas asociaciones de epidemiólogos españoles y europeos. Recientemente, ha participado en el seminario El Estado autonómico ante la pandemia, organizado por la Fundación Alternativas y la Asociación por una España Federal

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