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Revisionismo y memoria

Manuel Azaña durante un discurso.

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Desde principios del año 2000 -especialmente, desde la aprobación de la Ley de Memoria Histórica de 2007-, las nuevas generaciones, entre las que me incluyo, hemos revindicado la necesidad de “hacer frente al pasado”, tanto de la Guerra Civil como de la dictadura. El 15M y el movimiento de los indignados revitalizaron la memoria histórica al cuestionar el modelo de la Transición y enfatizar sus defectos. No es sorprendente que, desde 2007, la clase política más conservadora, con el PP a la cabeza, se haya opuesto a cualquier intento de justicia y rehabilitación de las víctimas. Cuestionar el proceso de la transición supone cuestionar el rol que jugaron las élites conservadoras y sus herederos durante la Guerra Civil y la dictadura.  

Políticamente, la Ley de Amnistía de 1977 se ha considerado un hito fundamental en el camino a la democracia, al intentar superar el pasado conflictivo y violento de nuestro país. En los años posteriores a la transición, e incluso en la actualidad, numerosos historiadores consideraron esta ley, junto a la Constitución de 1978, como ejemplo de moderación y consenso frente a la República española. Historiadores actuales como Manuel Álvarez Tardío, Fernando del Rey o Roberto Villa ven el nacimiento de la República española como un proceso excluyente y polarizador que contrasta con la transición moderada, pacífica y consensuada. Este mito, que persiste en nuestros días, es uno de los problemas a que se enfrenta la propuesta de mejora de la Ley de Memoria Histórica presentada por el PSOE y Unidas Podemos. Al cuestionar la Ley de Amnistía se pone, una vez más, en duda el relato de una transición modélica. 

Sin embargo, en el fondo del debate se encuentra no solo la rehabilitación y justicia de las victimas franquistas, sino, especialmente, la batalla por la hegemonía política y cultural sobre el pasado de nuestro país. En los años setenta, durante la coalición en Francia entre el Partido Socialista y el Partido Comunista, la llamada L´Union de la Gauche, las derechas francesas comprendieron que para ganar no solo necesitaban una victoria política, sino, también, cultural.  Comenzó así todo un proyecto de revisionismo histórico, que el historiador Michael Scott Christofferson ha llamado el “momento antitotalitario”, con obras como Pensar La Revolución Francesa, de 1978, cuyo autor, François Furet, atacó la tradición radical francesa y el legado de la Revolución Francesa. Esta se convirtió en el terror “totalitario” de Robespierre, una herencia violenta y “antidemocrática” frente a la tradición moderada y liberal que, supuestamente, trajo la estabilidad y la democracia al país. Se cuestionó así el legado radical y democrático de la Revolución Francesa, el Frente Popular y el Antifascismo francés del que bebían tanto el Partido Socialista como el Partido Comunista.

En España, este proceso revisionista comenzó en los inicios de los años 2000, cuando historiadores como Nigel Townson o Stanley G. Payne defendieron que fue la República la que causó la Guerra Civil. Inspirados por el trabajo de Townson y su “república de centro”, donde defendió que el fracaso de una política centrista, como la que se dio en la Tercera República francesa en la década de 1880, había condenado a la Segunda República por caer en los extremos, una serie de jóvenes historiadores abrazaron este relato revisionista. Utilizando un lenguaje 'neutral' y una fuerte defensa del “liberalismo” y el “parlamentarismo” -como si la Segunda República se hubiera opuesto a estas corrientes políticas-, han ido construyendo una narrativa de la historia de la Segunda República española que la derecha ha incorporado en su lenguaje.

Para ellos, los defectos de la República -en especial los mitos de que en abril de 1931 se creó un régimen excluyente y el caos de las elecciones de febrero de 1936- abrieron el camino al golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Este pasado inventado de una república excluyente que murió principalmente por los errores de la izquierda y no por un golpe de Estado y la Guerra Civil ha encontrado eco en la derecha española. Ya no era el relato franquista construido por los vencedores del conflicto, sino el trabajo de 'historiadores serios' que con sus investigaciones habrían desmontado esa “supuesta” república social y democrática que la izquierda defendía. Poner el foco en la Segunda República es no solo una forma de eludir sus responsabilidades en la Guerra Civil y en la dictadura, sino también un proyecto político en el que las responsabilidades y los errores se acentúan a la izquierda.  Y, más allá, encierra una reacción de la derecha española contra las nuevas tendencias políticas e historiográficas que cuestionan sus relatos nacionales poniendo el énfasis en nuestro pasado conflictivo y violento. La defensa de la hispanidad y el legado imperial, así como la oposición a la Segunda República, entroncan con una visión de la identidad española que se niega aceptar la crueldad del imperio, el rol de la esclavitud en la colonización o la violencia y represión de la Guerra Civil y la dictadura. 

El nuevo proyecto de emendar la Ley de Memoria Histórica, incluso con sus limitaciones, es un paso más hacia la rehabilitación y justicia de las víctimas del franquismo. Los historiadores debemos deconstruir los relatos revisionistas cuyos fines no son la investigación histórica, sino la confrontación política. España, como la gran mayoría de los países europeos, debe enfrentarse a su pasado violento. La Guerra Civil y de la dictadura es, al igual que el legado del imperio y el rol de la esclavitud, un tema sobre el cual los historiadores y la sociedad tienen que reflexionar, discutir e integrar en un relato nacional. El pasado no debe ser una carga, sino un punto de referencia a partir del cual construir una sociedad más democrática y concienciada. 

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