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La risa política de los talibanes

Protesta de mujeres afganas este viernes en Kabul. EFE/EPA/STRINGER

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Queda prohibido que las mujeres rían en voz alta. Así rezaba el artículo 12 del código talibán vigente en el pasado, presumible de ser reinstaurado con el golpe de Estado perpetrado este agosto. Esa sonrisa prohibida a las mujeres, con quienes no se cuenta para la formación del nuevo gobierno y que apenas se atreven a salir a las calles, se ve replicada por las diferentes imágenes de los ufanos líderes talibanes de vuelta en el poder. 

Bergson en La risa (1899) desarrolló la idea de que solo puede ser comprendida como un acto social que pone en suspenso los sentimientos y cancela las emociones para poder hablar al intelecto. Se podría decir que la risa es un acto además de racional y social, especialmente político, como lo es el carácter de otras actividades prohibidas a las mujeres por los talibanes: hablar en público o acceder al sistema educativo y al mercado laboral. A través de la risa hacemos patente nuestra presencia, es una manera de afirmar nuestra existencia como sujetos, una forma de decir aquí estoy, me posiciono. Los talibanes dicen que prohíben la risa porque es provocativa hacia los hombres, pero esa explicación heteropatriarcal y machista incluye más: los talibanes rechazan la risa de las mujeres porque supone invadir el ámbito de la decisión y del posicionamiento político tradicionalmente masculino. Las mujeres en Afganistán ya no pueden reír porque ya no son sujetos políticos. Y mientras a las mujeres se les arrebatan esos derechos básicos, habría que preguntarse por la naturaleza de los talibanes, ¿acaso se les puede considerar entes políticos? Al gobierno talibán le preocupa poco que Estados Unidos y la Unión Europea se nieguen a ello porque China y Rusia, entre otros, ya lo están haciendo. 

Reconocimiento, reconocer, recognoscere, un “re” que incluye un “volver a” conocer, implica un movimiento de ida y vuelta, esto es, el gobierno talibán espera reconocimiento por parte de potenciales aliados, pero porque ya reconoce un marco político. Ya explicó Carl Schmitt que tan importantes eran los enemigos como los amigos; en Teoría del partisano (1963) desarrolló la idea de que el guerrillero necesita siempre del apoyo de un “tercero interesado”, que le dé armas y reconocimiento en una tendencia hacia la regularidad. El gobierno talibán no puede identificarse con lo que Schmitt consideraba un partisano, al menos no el clásico, pero, como yihadistas, los talibanes obedecen, pese a su irregularidad, a una tendencia a la estructuración, a la gubernamentalidad. Y esto presenta variables externas e internas.

Muchos, véase Irán y Rusia, se apuntan a leer esta crisis en clave de fracaso de Estados Unidos. A Pakistán no le interesa una nueva crisis de refugiados, pero el apoyo a los talibán es histórico. China busca asentar su hegemonía geopolítica sin plantear problemas al reconocimiento al gobierno talibán y atento a qué tipo de rédito puede obtener de la explotación de tierras raras y litio de Afganistán. Estos terceros interesados construyen la piedra de bóveda que sostiene el arco del reconocimiento al gobierno talibán. Es decir, Afganistán es pieza política clave en el tablero internacional y, como tal, así lo será el gobierno talibán.

En clave interna, el depuesto gobierno afgano no fue capaz de vertebrar el país, debido a un combinado de falta de cultura y tradición democrática, de incapacidad para integrar su complejidad étnica y tribal y debido a la desastrosa intervención estadounidense y la rampante corrupción presente tanto en la administración interna como por parte de las fuerzas extranjeras. Afganistán no es sólo Kabul, pero el centralismo de algunos relatos ha cegado los deseos occidentales, que se han entusiasmado leyendo noticias sobre la apertura de cafeterías en la capital estos últimos años, pensando que la democratización era eso y que iba a buen ritmo. Sin embargo, ni la democratización era solo eso, ni se extendía de igual manera por todo el país. Estados Unidos se creyó la ficción que había construido en torno al relato de Afganistán: que había instaurado estabilidad mientras usaba drones contra una población civil que jamás abrazaría la causa de la democracia, que la inversión de millones de dólares en el armamento de un ejército y en las estructuras de un gobierno débil, y no el fomento de una cultura civil, es lo que construye un país, o que era sorprendente el avance de los talibanes después de darles día y hora exacta de su retirada.

En la medida en que los talibanes han sido capaces de ocupar un espacio de poder y están siendo reconocidos por terceros, van adquiriendo entidad política. Y, aunque el gobierno talibán represente todo aquello que rechazamos, esa indeseabilidad no le resta carácter político; desde una óptica realista, lo que le hace político a un agente no es su deseo de imponer la paz y la separación de poderes, sino su capacidad para buscar aliados que le reconozcan y para hacerse con el poder, algo que los talibanes ya han logrado. Esta descripción de la política como mera gestión del poder quizás sea una definición de mínimos, una política negativa, a la que no podemos resignarnos, pero que hay que tomar como punto de partida.

Afganistán siempre expulsa al extranjero y, una vez más, vuelve a desafiar la maquinaria histórica occidental, para recordarle a esta su incapacidad. Ni Estados Unidos con cuatro presidentes, ni la URSS fueron capaces de imponer su sistema. Los talibanes pueden reír, y no solo porque Occidente haya fracasado ideológicamente, sino porque aquello de lo que no cabía duda, su poderío militar y su preeminencia internacional, han quedado puestas en entredicho. Desde su particular posición de inferioridad geopolítica han alterado las coordenadas de la política internacional, se advierte en ellos la toma de conciencia del tablero internacional y del funcionamiento de las relaciones internacionales, están en condiciones de soltar una carcajada porque se han convertido en sujetos políticos, mientras, a las mujeres afganas les han robado su sonrisa.

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